sábado, 9 de abril de 2011

GUILLERMO DE BACKERVILLE


Estaba el otro día charlando con mi amigo franciscano acerca de Guillermo de Basquerville. Y le decía que con independencia de otras consideraciones, ese personaje encarnado por Connery es todo un ejemplo de clase, de saber estar, de elegancia y distinción. Y todo ello sin la más mínima afectación, sin el más leve deje de altanería.

La película, al mostrarnos ese personaje, nos da toda una lección de cómo debería ser humanamente un clérigo. Sí, humanamente, porque no todo es vida espiritual. Existen unas virtudes humanas. Los franciscanos quedan en esa obra a la altura de las nubes gracias a la sobria descripción de un pobre y humilde fraile, ante el cual todos parecen pequeños.

Y esas cosas ocurren en la realidad. En el mundo real, ante algunos, los otros parecen pequeños porque son pequeños. No es una cuestión ni de trajes, ni de cargos, ni de honores. Guillermo de Basquerville no necesita grandes vestiduras que le realcen. No tiene ninguna necesidad de cargos. Le basta ser él mismo. Y siendo él mismo, es más grande que los que le rodean.

Insisto, es una ficción, pero esto ocurre en la realidad: en el mundo civil y en el eclesiástico. El secreto de Guillermo de Basquerville es que se logra ser así no como fruto de una decisión, o de una pose. Se logra ser así tras una vida. Sólo una vida entera forja este tipo de personalidades. Curiosamente, en la vida real, como en la película, estas grandes personas atraen con igual fuerza tanto la admiración como la animadversión. Los pequeñajos ruines no pueden aguantar estar cerca de estos grandes hombres. Estar al lado de ellos, o meramente tenerlos en las proximidades, supone un continuo recuerdo de la mezquina estatura que ellos tienen.

Padre Fortea

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