En realidad son cinco minutos. No mucho más.
Cualquiera dirá que es un gran esfuerzo. Unos minutillos de nada para Dios. Un descanso, un acto de amor, una parada en el cielo. O al menos, al pasar por delante de una iglesia, decirle algo. “Hola”. “Te quiero”. “No puedo más”. “Hasta luego”.
Pero cuando de verdad se ama se busca el tiempo donde sea, y no se piensa si se tienen o no ganas. Uno se entrega, se apresura, no quiere otra cosa que estar con el amado. Lo triste es no acordarse siquiera. Pasar por delante de Dios y no entrar dentro. Ni una palabra, ni un pensamiento. Y en la siguiente calle encontrarse con algún conocido y charlar durante un buen rato sobre lo que sea. ¿Y lo mismo con Dios? Cristo nos espera. Y no son pocas las veces que sentimos esa pequeña llamada del Espíritu Santo, esa moción interior que nos reclama un poco de cariño. Un poco de eso que nos preocupa o nos alegra. Quiere Dios que le digamos, que entremos en Su casa y le contemos confidencias o simplemente arrodillarnos, o sentarnos, o quedarnos de pie al lado de la puerta.
¡Viva Jesús sacramentado!
Los cristianos debemos enamorarnos más de Cristo, sentir Su presencia, la urgencia de Su Amor, que nos reclama, que nos llama, que nos quiere como nadie nos querrá nunca en la tierra. Amar. Amarle. Entonces se hará más fácil todo. Entrar a visitarle. Cinco minutos. A media tarde, o por la mañana. Y entregarle el corazón, y no quitar los ojos del sagrario o de Su Cuerpo expuesto sobre el altar de tanto desprecio y olvidos y coyunturas desfavorables. Para cualquier cosa nos desvivimos y somos incapaces de visitar a Dios al menos una vez al día. ¿Tan presos estamos en la estulticia, en la comodidad o en la indiferencia? Obras son amores. Hay que demostrar con detalles y con reciedumbre y piedad que somos cristianos, católicos que ambicionan el Cielo en medio del mundo.
Es algo pequeño.
¿Es algo pequeño? ¿Un acto de fe y de amor y de esperanza en Dios es algo pequeño? Yo diría que es más bien infinito y crucial. Una breve visita al Señor sacramentado es retomar fuerzas, es recomenzar la vida (hacerla más feliz y natural, precisamente por sobrenatural), es educar al alma en la pedagogía de la Eucaristía que como sabemos significa “acción de gracias”. Visitar al Señor es algo familiar y es adoración. Es reconocer nuestra insuficiencia e insignificancia, y al mismo tiempo nuestro orgullo de ser hijos de Dios. ¿Qué nos cuesta? ¿Qué nos cuesta entrar en esa iglesia por la que pasamos todos los días? O aunque tengamos que desviarnos un poco (quizá sea un buen atajo para ser santo). Entrar en el templo, y entrar luego en el sagrario, para por fin entrar con el alma en Dios. ¿Qué nos cuesta? ¿Tan poco valoramos Su gracia? En realidad no nos costaría nada, pero seguimos andando, o nos vamos a tomar un café o un helado.
¡Viva Jesús sacramentado! ¡Viva y de todo sea amado!
Por el amor de Dios vayamos a verle cada día un poco, estar con Él, decirle que estamos en medio del trabajo o que vamos a comprar la comida o que hemos quedado con un amigo para ir al cine. Nada, cinco minutos. Solos, o con la novia, o con un hijo (o con varios). Quizá distraídos. No importa. Estar allí, con Dios. Presentarle nuestro afecto, nuestro consuelo… Quiere contar con nuestro poco y transformarnos de raíz. Estar allí, quererle, adorarle. Y de paso saludar a la Virgen, a María, que no se separa jamás de Su Hijo, que nos lleva hacia Él, con ternura de Madre.
Guillermo Urbizu
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