De entrada, es de saber que todo voto que una persona realiza, esta siempre motivado por la fuerza de su amor a Dios.
Escribe Hans Scott y nos dice: “Muchos creen que juramento, voto y promesa, son de hecho una misma cosa, y la realidad es que no es así. Cuando prometo algo, doy la palabra en mi nombre, mi firma. La gente a veces hace promesas con la expresión “palabra de honor”, significando que ellos ponen en juego su propia reputación, arriesgan su imagen, frente a los demás. Un voto es algo más importante que una simple promesa, se trata de una promesa hecha directamente a Dios. Cuando contraemos un voto, damos a Dios nuestra palabra. Cuando alguien realiza un juramento pone mucho más en juego. Un juramento es invocar a Dios y ponerlo por testigo de la verdad. Cuando el nombre de Dios es usado en un juramento, Él deviene en parte activa en el asunto. No se pone en juego el propio honor sino el de Dios. El Catecismo dice así: “El juramento cuando es veraz y legítimo pone de relieve la relación de la palabra humana, con la verdad de Dios. El falso juramento, invoca a Dios como testigo de una mentira (Parágrafo 2151)”.
El Catecismo de la Iglesia católica, en su parágrafo 2102 y siguientes, nos dice que: “En varias circunstancias, el cristiano es llamado a hacer promesas a Dios. El bautismo y la confirmación, el matrimonio y la ordenación las exigen siempre. Por devoción personal, el cristiano puede también prometer a Dios un acto, una oración, una limosna, una peregrinación, etc. La fidelidad a las promesas hechas a Dios es una manifestación de respeto a la Majestad divina y de amor hacia el Dios fiel. El voto, es decir, la promesa deliberada y libre hecha a Dios acerca de un bien posible y mejor, debe cumplirse por la virtud de la religión. El voto es un acto de devoción en el que el cristiano se consagra a Dios o le promete una obra buena. Por tanto, mediante el cumplimiento de sus votos entrega a Dios lo que le ha prometido y consagrado. Los Hechos de los Apóstoles nos muestran a San Pablo cumpliendo los votos que había hecho (Hch 18,18 y 21,23-24).
La Iglesia reconoce un valor ejemplar a los votos de practicar los consejos evangélicos. La santa Iglesia se alegra de que haya en su seno muchos hombres y mujeres que siguen más de cerca y muestran más claramente el anonadamiento de Cristo, escogiendo la pobreza con la libertad de los hijos de Dios y renunciando a su voluntad propia. Estos, pues, se someten a los hombres por Dios en la búsqueda de la perfección más allá de lo que está mandado, para parecerse más a Cristo obediente (LO 42)”.
Pero tenemos que tener presente que las promesas que se le hacen al Señor son para cumplirlas y por lo tanto es prudente previamente medir nuestras fuerzas y tener la certeza de que seremos capaces de cumplir lo que le hemos ofrecido al Señor, sin que Él nos lo pidiese. Cualquier promesa ha de sopesarse y dejarla que se sedimente en nosotros el deseo de cumplimentar lo que pensamos cumplir, y no proceder alocadamente en el calor de unos pasajeros fervorines. Escribe la Madre Angélica diciendo: “El problema de hacer promesas a Dios estriba en que hay que cumplir lo prometido”. "En algunos casos, se manifiesta en el Catecismo de la Iglesia católica, que la Iglesia puede, por razones proporcionadas, dispensar de los votos y las promesas hechas”.
Dejaremos para otra glosa el examen de los llamados votos eclesiásticos, que con carácter perpetuo o temporal emite toda persona consagrada al servicio de Dios en orden religiosa, sea mujer o varón. Estos votos son suficientemente conocidos en su enunciación: pobreza, castidad y obediencia y alguno otro de carácter singular como es, el de especial obediencia al Sumo pontífice.
Son varias las motivaciones que pueden mover un alma a emitir un voto particular, pero aquí conviene diferenciar del voto que exclusivamente se emite por amor al Señor, del que tiene carácter de trato mercantil; Señor dejaré de comer tal cosa si me aprueban en los exámenes; si consigo el bien material que deseo, este verano no me iré de vacaciones. No hace falta ser un lince, para darse cuenta de que con Dios solo funciona el amor puro y duro y no la contratación. Para mayor claridad de lo dicho, recuérdese el trato que el Señor les dio, a los mercaderes del Templo.
Cualquier sufrimiento que tengamos o voto que exclusivamente por amor a Él hagamos, por pequeño que sea, pensando en los sufrimientos de Nuestro Señor en la Cruz, siempre servirán para mitigarle esos sufrimientos, aunque sea en una muy pequeña parte, pues Él bien sabía hace dos mil años, lo que nosotros ahora seamos capaces de hacer por amor a Él. El Abad Vital Lehodey escribe: “El está padeciendo y no encuentra bastantes almas que quieran seguirle generosamente por la vía del padecimiento”.
Otro voto es el de víctima, por el que una persona se ofrece al Señor para sufrir en favor de las benditas animas del purgatorio, por la expiación de los pecados del mundo, por el bien de la Iglesia, u otra causa, abandonándose a Él e incluso solicitándole, dentro del abandono sufrimientos para la expiación. Es distinto este voto de víctima, del acto heroico de caridad, que consiste en ofrecer a Dios en favor de las benditas animas del purgatorio, todas las indulgencias que podamos ganar con todo el mérito de las obras satisfactorias que podamos realizar en nuestra vida, además de todos los sufragios que los demás ofrezcan por nosotros, a la hora de nuestra muerte. Es un gran acto de amor por todas las almas que sufren en el purgatorio. Por ellas estamos dispuestos a entrar en la eternidad desnudos y con las manos vacías, abandonados completamente a la misericordia y justicia de Dios.
En todo caso y en relación a estos dos votos de victima que hemos enunciado, antes de emitirlos la prudencia debe de sopesar las consecuencias. El teólogo dominico Reginald Garrigou-Lagrange escribe: “Solo las almas muy generosas se ofrecen con este elevadísimo voto y bajo la inspiración del Espíritu Santo, a la justicia divina o al Amor misericordioso de Dios a aceptar todos los dolores que Dios juzgue convenientes, para satisfacer por los pecadores y por su conversión. Imitan en esto a San Juan de la cruz. No es raro que sobrevengan grandísimos dolores, enfermedades persecuciones. En consecuencia, no se ha de hacer semejante voto a no ser por una inspiración especial del Espíritu Santo. De otra suerte podría alguien adelantarse por una vía dolorosísima a la que no es llamado y en la que tal vez no podría soportar las penalidades concomitantes si emitió tal voto por presunción”. Solo un fuerte amor a Dios nos permitirá siempre soportar lo prometido y en todo caso, también podemos, pedir a la Santísima Virgen que por su mediación Ella ofrezca a su hijo según, su prudencia maternal, el voto que nosotros queremos hacer.
Santa Teresa de Lisieux, siendo plenamente consciente de que el infinito amor de Dios a nosotros, no le era posible a Él, derramarlo sobre nuestros ingratos corazones, se ofreció al Señor como víctima de su amor. Escribe la Santa doctora carmelita descalza: “A fin de vivir en un acto perfecto de Amor, “Yo me ofrezco como víctima de holocausto a vuestro amor misericordioso” suplicándoos me consumáis sin cesar, dejando que se desborden en mi alma las olas de infinita ternura que están encerradas en vos, para que así llegue yo a ser, ¡oh Dios mío!, mártir de vuestro amor. Que este martirio, después de haberme preparado para comparecer delante de vos, me haga por fin morir, y que mi alma se lance sin demora al eterno abrazo de vuestro Misericordioso Amor. Quiero, ¡oh Amado mío!, a cada latido de mi corazón, renovaros esta ofrenda, un número infinito de veces, hasta que, desvanecidas ya todas las sombras, pueda yo repetiros mi amor cara a cara eternamente”.
“El martirio de amor, escribe Royo Marín, no exige necesariamente un martirio doloroso. La victimación de amor es totalmente opuesta a la victimación a la justicia. Esta noción teresiana es evidente. La víctima a la justicia se ofrece directamente a recibir los castigos merecidos por los pecadores, es una víctima expiatoria que busca voluntariamente un calvario. La víctima de amor se entrega voluntariamente al Amor para recibir el amor. Este amor que debiera volcarse en otras almas, ya no es despreciado porque lo acepta la víctima. Es de esperar, por tanto, que no exija, en justicia el castigo. Desde aquí puede comprenderse que la víctima de amor no menciona ni se ofrece al sufrimiento como fin o como efecto directo”.
Mi más cordial saludo lector y el deseo de que Dios te bendiga.
Juan del Carmelo
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