El diablo está presto. ¡Son tantos los sucesos que hacen creer que el mundo está en su poder!
El diablo se regocija, anda exultante. Por los que están con él a partir un piñón, por los que no le creen y por los cristianos que si una vela a Dios y otra ya se sabe. El diablo la goza - es un decir - porque los supuestos amigos de Dios quitan importancia a los pecados de cualquier especie. El diablo está echando el resto, remueve la desesperanza, la apatía y el barro de la lujuria. La vida o es placer o es un asco. Los matrimonios duran lo que dura la luna de miel, y al poco tiempo todo es hiel y gritos y egoísmo. Poseer más cosas, consumir desaforadamente, hincharse de gula como cerdos. ¡Y se frota el diablo sus garras! El alma no sabe por dónde se anda y la conciencia está en estado de coma.
Lo peor de todo somos los cristianos indolentes. Y poco a poco se frecuenta menos a Dios. Nunca pasa nada. Pero se empieza descuidando la misa o la confesión o el pudor o el cuarto mandamiento y se acaba creyendo en el desdoblamiento astral, en la práctica del nudismo como búsqueda de nuevas experiencias (supongo que visuales) o en que la eutanasia pues depende, en fin, hay circunstancias. El progreso o progresismo tan manido, que se manifiesta en leyes y jerigonza muy variada, nos retrotrae a una prehistoria espiritual, a una despersonalización soez del hombre. El hombre se animaliza, vive ya casi exclusivamente de instintos, tropelías y extravagancias. De forma quizá muy sibilina o exquisita, pero al cabo en una desolación amarga de tanta quimera, de tanto embuste.
El diablo se parte de la risa. Una risa cáustica y siniestra. Un risa que se parece más a un aullido. No pocos sacerdotes que se rebelan contra obispos, otros que piensan que el celibato pues que tampoco es algo tan fundamental. La Iglesia siempre tan radical, tan maniática y dogmática. O centralista. Y más con este Ratzinger tan inquisitorial. Obispos que ronronean y trapichean y ningunean al Papa. Aunque haya otros muchos que le obedecen con toda el alma, y alguno que padece martirio. Y esa inmensa multitud de cristianos que no reza. Cristianos de boquilla y que desconocen hasta lo mínimo de la doctrina. Vivimos tiempos en que tampoco hay que exagerar las cosas, en que si manifiestas la verdad de Cristo pasas por necio. Y raro. Y estrambótico. Y exagerado. ¡Tanta oración y tanta misa y tanto rosario! ¡Que gente! Y el cristiano vive timorato, medroso, acomplejado. El mundo ruge contra Dios y contra su Iglesia.
¿Y? El diablo claro que tienta con sus contumaces mentiras. Aunque a veces ni siquiera lo precise. Nos bastamos solitos. Pero tienta de continuo. No ceja en su empeño. Su trabajo y su odio consisten en que no pensemos en Dios (mejor si lo aborrecemos), y nos llena la cabeza de subterfugios, de soberbia, de toboganes y camelos. El diablo está ahí, rondándonos, con sus aliados de siempre: el mundo y la carne. Y un ego desaforado. Y pegotes de todo calibre. A veces estamos tan agotados que parece que nos da igual todo. ¡Qué más da el pecado! Y nos enamoramos de las piedras. Y la voluntad se deja llevar por la inercia de esa imagen o de esa otra fruslería. Y la inteligencia bastante roma. ¿Y el alma? ¡Qué poco se piensa en ella! El seno de Dios en el hombre está sucio y frío. Alma clausurada para Dios. Alma quizá vacía de gracia. Y un alma que no está en gracia es un hombre en desgracia.
No, definitivamente nos cuesta dar importancia al amor de Dios. Y el diablo se cree dueño y señor del jaleo y de la farra. “Peca y sé feliz”. Que no, que no pasa nada. “No te prives, peca, pásalo bien, disfruta”. Entrada libre, sin miedo. El diablo imita perfectamente la carcajada, y se disfraza de cualquier sueño y patraña que sueñe nuestra concupiscencia. Pero es todo paripé, mentira. Él no quiere la felicidad del hombre, quiere nuestra esclavitud: en esta vida y en la eterna. El diablo es un depredador de almas. No tiene compasión. Nos pone cebos y acecha, y nos aleja de una vida de piedad, de humildad, de sobriedad, de caridad hacia los demás. Porque sabe que cuanto más alejados estemos de Dios más cautivos seremos del infierno.
Pero hay varios factores que le trastocan al diablo sus planes. Una vez y siempre. La paciente e infinita misericordia de Dios (que se manifiesta en el sacramento de Su perdón y en el Cuerpo y Sangre de la Eucaristía) es uno de esos factores, el más crucial e importante. Otro es el fruto de la oración de tantas almas sencillas, en el seno de la Iglesia, que piden por la conversión de los pecadores (es decir, de todos). Y la labor discreta de los ángeles y de los santos y de las almas del Purgatorio. Y el factor que Satanás más odia: María. Madre de Dios y madre nuestra. María, que no deja de interceder hasta por el hijo más perdido, que nos atiende con ternura, que está atenta a cualquier desfallecimiento por nuestra parte. María Inmaculada. María: Reina de la alegría. María: Reina del mundo.
Guillermo Urbizu
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