ECLESALIA, 04/06/10.- La ley del celibato sacerdotal es otra de las “ataduras eclesiásticas”, que, dado su carácter temporal y derogable, no pueden ser asumidas como condicionantes de la salvación eterna, o vinculantes en conciencia bajo pecado grave.
Conforme a lo expuesto en mi escrito, “¿No será que en la Iglesia no hay autoridad?” (ECLESALIA 16/10/09), es imposible aceptar sin herejía y blasfemia, la contradictoria pena “eterna-derogable” con que ella está sancionada. Aunque también ya dicho, reiteraré que al afirmar esto no intento invadir el ámbito de la conciencia de las personas, en el que carezco de toda competencia; sino que me mantengo en el plano de las ideas y las cosas. En éste, con sólo lo anterior, basta para proclamar la invalidez del celibato. Pero como, al parecer, tiene consecuencias poco “aceptables” socio-eclesialmente, no será superfluo tratar el asunto con el detenimiento que permite la brevedad de estas líneas.
Nadie niega, desde hace ya mucho, la temporalidad y derogabilidad de esta ley. Hoy sólo se discute sobre si es oportuno o no abrogarla. Es evidencia de la convicción general que existe de su derogabilidad; que si no, carecería de base y de sentido tal debate. Y ésta es la misma convicción que refleja el propio decreto Presbyterorum Ordinis al decir: «el celibato, que primero sólo se recomendaba a los sacerdotes, fue luego impuesto por ley…» (16,3). En estas palabras, aunque no concretan fecha, aparece clara la temporalidad de la “atadura”, y su derogabilidad se deduce del hecho de existir, como tal, por imposición de la iglesia. Lo eclesiásticamente derogable y, por ende, lo incapaz de condicionar la salvación eterna a nadie, es todo aquello cuya urgencia derive sólo de promulgación eclesiástica, aunque este dato sólo sea directamente verificable en los casos en los que la misma se pueda datar.
De la temporalidad y derogabilidad del celibato en su conjunto, se desprenden solas las de sus contenidos concretos; tanto los de la disciplina latina, como los de la oriental, nacidas ambas de “imposición” eclesiástica datable. Es posible, por ello, que se juzgue superfluo bajar al detalle. Pero ayuda a iluminar la penumbra que lo rodea en cuanto normas derogables y también, tal vez, a superar esa especie de vértigo que puede sentirse al asomarse a ello, desde lo que llevamos inculcado en el alma desde la infancia, con tan buena voluntad, como tengo dicho, como la de nuestros padres. Con todo, por no alargarme y por no afectarnos directamente a nosotros, dejaré de lado los contenidos específicos de la disciplina oriental.
La prohibición de contraer matrimonio tras la ordenación, no alcanzó rango de norma general hasta el Concilio Lateranse I (1123) y la recomendación misma de celibato, en cuanto dirigida en particular al clero, no fue ni tan inicial, ni tan unánime, ni tan pacífica, como podría suponerse. A pesar de las restricciones que le afectan, baste como prueba, por su conexión con el Primado, recordar de entre los varios datos que guarda la historia, las normas clerogámicas vigentes en la misma Roma, al menos hasta avanzado el siglo V.
Las disposiciones IV y V del Sínodo Romano del año 402 - que algunos han interpretado como primera prohibición histórica del matrimonio de los ordenados - ni permiten por su fecha tardía juzgarlas inderogables, ni mucho menos que impusieran el celibato. Lo que en ellas realmente se prohibió fue que «el clérigo se case con “mujer”», porque está escrito que debe hacerlo con “virgen” - (Ez 44,22).. También, que se confirieran las órdenes a candidatos casados con viuda o repudiada, aunque fuera desde antes de su conversión, porque haber contraído matrimonio con no virgen era impedimento para la ordenación, insubsanable hasta por el bautismo (MANSI 3,492).
Esas disposiciones se limitaron a aplicar la doctrina del papa Siricio (384-399), el cual ni siquiera exhortó a los clérigos que no se casaran. No parece razonable suponerlo en el que, a pesar de ser el autor de la ley de continencia, sólo consta que urgiera, por cierto que enérgicamente, la prohibición de que el clero se casara con más de una mujer o con no virgen (1143,20-1144,5). Entendió el requisito paulino, no sólo en su sentido obvio de “marido de una sola esposa”; sino, además, en el rebuscado de “marido de esposa de uno solo”. De aquí que prohibiera al clérigo, no el matrimonio; sino contraerlo con segunda esposa simultánea y con viuda, repudiada o meretriz (1141,16-17).
A nosotros no nos cuadra que precisamente el autor de la ley de continencia permitiera el matrimonio de los ordenados, aunque sólo fuera el monógamo y con virgen. Nos resulta propio de una ingenuidad suprema y de una falta de realismo inconcebible. No parece que pueda explicarse, si no es por perdurar aún vivo en la conciencia común el aviso durísimo de Pablo al respecto y por la creencia subjetiva de poder soslayarlo con sólo respetar su literalidad exterior: «El Espíritu abiertamente dice que en últimos tiempos abandonarán algunos la fe dando oídos a inspiraciones erróneas y a enseñanzas de demonios, impostores hipócritas de conciencia marcada a fuego, que prohíben casarse... » (1Tim 4,1-3).
A la prohibición del matrimonio se fue llegando en realidad de forma geográficamente dispersa y un tanto vacilante, a causa del fracaso permanente de las demás normas dirigidas a implantar la ley de Siricio. Las más expandidas, la separación conyugal - a pesar de oponerse ésta al precepto divino que la rechaza (Mt 19,6) - y la exclusión de los casados del orden sacerdotal - pese a sobrepasarse así el requerimiento paulino -. Este fracaso y el de las severísimas sanciones propias de la época, decretadas contra los infractores, empujaron a que el matrimonio se fuera prohibiendo en bastantes demarcaciones, hasta que la prohibición, junto con la exigencia de separación de los que se casaran, quedó universalizada, como he dicho, en el Lateranense I. Pero debió juzgarse insuficiente. Doce años después de ese concilio, el de Pisa (1135) decretó por vez primera la nulidad del matrimonio del ordenado y, tras otros cuatro, la reafirmó el Lateranense II. Luego, cuatrocientos cuarenta años más tarde, el de Trento la afianzaría, ante las impugnaciones de la reforma protestante, con anatema contra quien la negara.
Ninguna de esas disposiciones, ni de las que las complementan, tolera por su fecha que se la considere incluida dentro lo que se nos anunció desde el principio (1Jn 1,1-4); dentro de lo inderogable; dentro de lo necesario en orden a no exponerse a la condena eterna. Y, en razón de lo expuesto en “Excomunión y vida eterna I y II” (ECLESALIA, 01&09/03/10), el anatema de Trento no admite otro significado que el de exclusión, en este caso, de la “iglesia societaria romana”, nunca de la de Jesús, ni de la salvación, pese a los graves inconvenientes que ella arrastra. En consecuencia, todo ello, sin excluir el anatema, es nulo e inválido de por sí en el plano de la conciencia, aunque no lo fuere en el canónico “societario”. Nadie, como tengo dicho, ni aunque sea clérigo, puede quedar vinculado en orden a la salvación por “ataduras” derogables. Así lo son, dada su fecha de nacimiento, la prohibición de ordenar a casados y de casarse el clero, la nulidad del matrimonio contraído después de la ordenación, el anatema contra quien la niegue y la orden de no ejercer el ministerio una vez casado. Quizá no sobre recordar aquí, que la derogabilidad de algunas de estas normas ha quedado consumada, parcial pero sustantivamente, primero, en la posibilidad de ordenar de diáconos a casados (L.G. 29,2) y, luego, en la reciente constitución apostólica Anglicanorum Coetibus.
Síntesis de la evolución legislativa apuntada, la tenemos en el c. 277, § 1 del vigente Código de Derecho Canónico. Él basa la obligación actual del celibato en la de continencia: «Los clérigos están obligados a […] continencia perfecta y perpetua […] y, por tanto, […] a guardar el celibato…». No fue ésta la conclusión que sacó Siricio de su ley; sino que los diáconos, presbíteros y obispos de todas las iglesias (1142,8-10; 1146,18-1147,4) debían abstenerse de relación sexual, incluso con la esposa que canónicamente podían tener y con la que podían convivir. Todo lo decretado con posterioridad fue angostamiento creciente, libre ya de la “ingenuidad” de Siricio, en el deseo de llegar a un satisfactorio cumplimiento de su ley de continencia. Esta fue la única norma de carácter universal de por sí, hasta que las iglesias orientales en que se había implantado la alteraron, bien en un lugar y fecha, bien en otros. La alteración de mayor repercusión ha sido la del canon 13 del concilio Trullano o Quinisexto (691). Su decisión, atacada por ilegítima (“Sacerdocio y Celibato”. BAC. 1971, Págs. 282 y 293), así como el propio concilio (Historia de la Iglesia. III. Wilhelm Neuss. Rial. 1961. Pág. 73), ha terminado legitimada en nuestro tiempo (decreto Presbyterorum Ordinis n. 16,1 y encíclica Sacerdotalis Coelibatus n. 38,1, además de la Ad catholici sacerdotii n. 38), sin que esto suponga, cosa de la que no trato aquí, que Roma dé validez a la pura política de los hechos consumados.
La derogabilidad de la ley del celibato no desaparece por estar fundamentada en la de continencia. Ésta nació, como he señalado, en las postrimerías del siglo IV. Es más, la ligazón histórica entre ambas leyes evoca un motivo añejo de la invalidez de las dos, distinto del de su condición de “ataduras” derogables. Afecta directamente a la de continencia y, de resultas, a la de celibato, por constituir ella la razón de ser de éste, a tenor de la historia sintetizada en el canon citado.
La ley de continencia, en efecto, no fue un simple salto cualitativo por generación espontánea desde la afirmada recomendación general, a la ley restringida al sector del clero. Fue engendro de una concepción imperante en la época, tan aberrante como reflejan las afirmaciones de tres de las decretales del Tomo XIII de la Patrología Latina: a Himerio, a los Obispos galos y a los Obispos africanos. Entresaco las ideas más agrestes, dando la columna del tomo en que se encuentran y, tras la coma, las líneas de la misma, como ya he hecho en las tres citas de estas decretales que anteceden:
La relación sexual, incluida la conyugal, es suciedad (1186, 4-5); pasmo con las pasiones obscenas (1140, 13-14); lujuria (1138, 28); crimen (1138, 16-23); vida de pecadores (1186, 13-14); práctica de animales (1186, 22-23) y oprobio para la iglesia (1161, 5-7). El clérigo “manchado” con esa “suciedad” se excluye de «las mansiones celestiales» (1185, 4-6) y, si el laico queda por ella incapacitado para ser escuchado cuando reza, con mayor razón pierde el primero su “disponibilidad” para celebrar con fruto el bautismo y el sacrificio (1160, 9-1161, 3) - a pesar de no depender la eficacia de los sacramentos de la “limpieza” del ministro -. A la luz de todo eso se comprende que Siricio concluyera: «No conviene confiar el misterio de Dios a hombres de ese modo corrompidos y desleales, en los cuales la santidad del cuerpo se entiende profanada con la inmundicia de la incontinencia» (1186, 14-19).
Conforme a lo expuesto en mi escrito, “¿No será que en la Iglesia no hay autoridad?” (ECLESALIA 16/10/09), es imposible aceptar sin herejía y blasfemia, la contradictoria pena “eterna-derogable” con que ella está sancionada. Aunque también ya dicho, reiteraré que al afirmar esto no intento invadir el ámbito de la conciencia de las personas, en el que carezco de toda competencia; sino que me mantengo en el plano de las ideas y las cosas. En éste, con sólo lo anterior, basta para proclamar la invalidez del celibato. Pero como, al parecer, tiene consecuencias poco “aceptables” socio-eclesialmente, no será superfluo tratar el asunto con el detenimiento que permite la brevedad de estas líneas.
Nadie niega, desde hace ya mucho, la temporalidad y derogabilidad de esta ley. Hoy sólo se discute sobre si es oportuno o no abrogarla. Es evidencia de la convicción general que existe de su derogabilidad; que si no, carecería de base y de sentido tal debate. Y ésta es la misma convicción que refleja el propio decreto Presbyterorum Ordinis al decir: «el celibato, que primero sólo se recomendaba a los sacerdotes, fue luego impuesto por ley…» (16,3). En estas palabras, aunque no concretan fecha, aparece clara la temporalidad de la “atadura”, y su derogabilidad se deduce del hecho de existir, como tal, por imposición de la iglesia. Lo eclesiásticamente derogable y, por ende, lo incapaz de condicionar la salvación eterna a nadie, es todo aquello cuya urgencia derive sólo de promulgación eclesiástica, aunque este dato sólo sea directamente verificable en los casos en los que la misma se pueda datar.
De la temporalidad y derogabilidad del celibato en su conjunto, se desprenden solas las de sus contenidos concretos; tanto los de la disciplina latina, como los de la oriental, nacidas ambas de “imposición” eclesiástica datable. Es posible, por ello, que se juzgue superfluo bajar al detalle. Pero ayuda a iluminar la penumbra que lo rodea en cuanto normas derogables y también, tal vez, a superar esa especie de vértigo que puede sentirse al asomarse a ello, desde lo que llevamos inculcado en el alma desde la infancia, con tan buena voluntad, como tengo dicho, como la de nuestros padres. Con todo, por no alargarme y por no afectarnos directamente a nosotros, dejaré de lado los contenidos específicos de la disciplina oriental.
La prohibición de contraer matrimonio tras la ordenación, no alcanzó rango de norma general hasta el Concilio Lateranse I (1123) y la recomendación misma de celibato, en cuanto dirigida en particular al clero, no fue ni tan inicial, ni tan unánime, ni tan pacífica, como podría suponerse. A pesar de las restricciones que le afectan, baste como prueba, por su conexión con el Primado, recordar de entre los varios datos que guarda la historia, las normas clerogámicas vigentes en la misma Roma, al menos hasta avanzado el siglo V.
Las disposiciones IV y V del Sínodo Romano del año 402 - que algunos han interpretado como primera prohibición histórica del matrimonio de los ordenados - ni permiten por su fecha tardía juzgarlas inderogables, ni mucho menos que impusieran el celibato. Lo que en ellas realmente se prohibió fue que «el clérigo se case con “mujer”», porque está escrito que debe hacerlo con “virgen” - (Ez 44,22).. También, que se confirieran las órdenes a candidatos casados con viuda o repudiada, aunque fuera desde antes de su conversión, porque haber contraído matrimonio con no virgen era impedimento para la ordenación, insubsanable hasta por el bautismo (MANSI 3,492).
Esas disposiciones se limitaron a aplicar la doctrina del papa Siricio (384-399), el cual ni siquiera exhortó a los clérigos que no se casaran. No parece razonable suponerlo en el que, a pesar de ser el autor de la ley de continencia, sólo consta que urgiera, por cierto que enérgicamente, la prohibición de que el clero se casara con más de una mujer o con no virgen (1143,20-1144,5). Entendió el requisito paulino, no sólo en su sentido obvio de “marido de una sola esposa”; sino, además, en el rebuscado de “marido de esposa de uno solo”. De aquí que prohibiera al clérigo, no el matrimonio; sino contraerlo con segunda esposa simultánea y con viuda, repudiada o meretriz (1141,16-17).
A nosotros no nos cuadra que precisamente el autor de la ley de continencia permitiera el matrimonio de los ordenados, aunque sólo fuera el monógamo y con virgen. Nos resulta propio de una ingenuidad suprema y de una falta de realismo inconcebible. No parece que pueda explicarse, si no es por perdurar aún vivo en la conciencia común el aviso durísimo de Pablo al respecto y por la creencia subjetiva de poder soslayarlo con sólo respetar su literalidad exterior: «El Espíritu abiertamente dice que en últimos tiempos abandonarán algunos la fe dando oídos a inspiraciones erróneas y a enseñanzas de demonios, impostores hipócritas de conciencia marcada a fuego, que prohíben casarse... » (1Tim 4,1-3).
A la prohibición del matrimonio se fue llegando en realidad de forma geográficamente dispersa y un tanto vacilante, a causa del fracaso permanente de las demás normas dirigidas a implantar la ley de Siricio. Las más expandidas, la separación conyugal - a pesar de oponerse ésta al precepto divino que la rechaza (Mt 19,6) - y la exclusión de los casados del orden sacerdotal - pese a sobrepasarse así el requerimiento paulino -. Este fracaso y el de las severísimas sanciones propias de la época, decretadas contra los infractores, empujaron a que el matrimonio se fuera prohibiendo en bastantes demarcaciones, hasta que la prohibición, junto con la exigencia de separación de los que se casaran, quedó universalizada, como he dicho, en el Lateranense I. Pero debió juzgarse insuficiente. Doce años después de ese concilio, el de Pisa (1135) decretó por vez primera la nulidad del matrimonio del ordenado y, tras otros cuatro, la reafirmó el Lateranense II. Luego, cuatrocientos cuarenta años más tarde, el de Trento la afianzaría, ante las impugnaciones de la reforma protestante, con anatema contra quien la negara.
Ninguna de esas disposiciones, ni de las que las complementan, tolera por su fecha que se la considere incluida dentro lo que se nos anunció desde el principio (1Jn 1,1-4); dentro de lo inderogable; dentro de lo necesario en orden a no exponerse a la condena eterna. Y, en razón de lo expuesto en “Excomunión y vida eterna I y II” (ECLESALIA, 01&09/03/10), el anatema de Trento no admite otro significado que el de exclusión, en este caso, de la “iglesia societaria romana”, nunca de la de Jesús, ni de la salvación, pese a los graves inconvenientes que ella arrastra. En consecuencia, todo ello, sin excluir el anatema, es nulo e inválido de por sí en el plano de la conciencia, aunque no lo fuere en el canónico “societario”. Nadie, como tengo dicho, ni aunque sea clérigo, puede quedar vinculado en orden a la salvación por “ataduras” derogables. Así lo son, dada su fecha de nacimiento, la prohibición de ordenar a casados y de casarse el clero, la nulidad del matrimonio contraído después de la ordenación, el anatema contra quien la niegue y la orden de no ejercer el ministerio una vez casado. Quizá no sobre recordar aquí, que la derogabilidad de algunas de estas normas ha quedado consumada, parcial pero sustantivamente, primero, en la posibilidad de ordenar de diáconos a casados (L.G. 29,2) y, luego, en la reciente constitución apostólica Anglicanorum Coetibus.
Síntesis de la evolución legislativa apuntada, la tenemos en el c. 277, § 1 del vigente Código de Derecho Canónico. Él basa la obligación actual del celibato en la de continencia: «Los clérigos están obligados a […] continencia perfecta y perpetua […] y, por tanto, […] a guardar el celibato…». No fue ésta la conclusión que sacó Siricio de su ley; sino que los diáconos, presbíteros y obispos de todas las iglesias (1142,8-10; 1146,18-1147,4) debían abstenerse de relación sexual, incluso con la esposa que canónicamente podían tener y con la que podían convivir. Todo lo decretado con posterioridad fue angostamiento creciente, libre ya de la “ingenuidad” de Siricio, en el deseo de llegar a un satisfactorio cumplimiento de su ley de continencia. Esta fue la única norma de carácter universal de por sí, hasta que las iglesias orientales en que se había implantado la alteraron, bien en un lugar y fecha, bien en otros. La alteración de mayor repercusión ha sido la del canon 13 del concilio Trullano o Quinisexto (691). Su decisión, atacada por ilegítima (“Sacerdocio y Celibato”. BAC. 1971, Págs. 282 y 293), así como el propio concilio (Historia de la Iglesia. III. Wilhelm Neuss. Rial. 1961. Pág. 73), ha terminado legitimada en nuestro tiempo (decreto Presbyterorum Ordinis n. 16,1 y encíclica Sacerdotalis Coelibatus n. 38,1, además de la Ad catholici sacerdotii n. 38), sin que esto suponga, cosa de la que no trato aquí, que Roma dé validez a la pura política de los hechos consumados.
La derogabilidad de la ley del celibato no desaparece por estar fundamentada en la de continencia. Ésta nació, como he señalado, en las postrimerías del siglo IV. Es más, la ligazón histórica entre ambas leyes evoca un motivo añejo de la invalidez de las dos, distinto del de su condición de “ataduras” derogables. Afecta directamente a la de continencia y, de resultas, a la de celibato, por constituir ella la razón de ser de éste, a tenor de la historia sintetizada en el canon citado.
La ley de continencia, en efecto, no fue un simple salto cualitativo por generación espontánea desde la afirmada recomendación general, a la ley restringida al sector del clero. Fue engendro de una concepción imperante en la época, tan aberrante como reflejan las afirmaciones de tres de las decretales del Tomo XIII de la Patrología Latina: a Himerio, a los Obispos galos y a los Obispos africanos. Entresaco las ideas más agrestes, dando la columna del tomo en que se encuentran y, tras la coma, las líneas de la misma, como ya he hecho en las tres citas de estas decretales que anteceden:
La relación sexual, incluida la conyugal, es suciedad (1186, 4-5); pasmo con las pasiones obscenas (1140, 13-14); lujuria (1138, 28); crimen (1138, 16-23); vida de pecadores (1186, 13-14); práctica de animales (1186, 22-23) y oprobio para la iglesia (1161, 5-7). El clérigo “manchado” con esa “suciedad” se excluye de «las mansiones celestiales» (1185, 4-6) y, si el laico queda por ella incapacitado para ser escuchado cuando reza, con mayor razón pierde el primero su “disponibilidad” para celebrar con fruto el bautismo y el sacrificio (1160, 9-1161, 3) - a pesar de no depender la eficacia de los sacramentos de la “limpieza” del ministro -. A la luz de todo eso se comprende que Siricio concluyera: «No conviene confiar el misterio de Dios a hombres de ese modo corrompidos y desleales, en los cuales la santidad del cuerpo se entiende profanada con la inmundicia de la incontinencia» (1186, 14-19).
Hoy, cierto que nadie comparte nada de eso, aunque Siricio lo expresara - como él mismo afirmó - «con pronunciamiento general» (1142,8-10) y por el deber de no disimular que le imponía un oficio al que incumbía, tanto «un celo de la religión cristiana mayor que a todos los demás» (1132,14-1133,1), como «el cuidado cotidiano sin interrupción y la preocupación por todas las iglesias» (1138,12-14). Hoy, rechazar todo eso es lo que se tiene por adecuado y pertinente, aunque Siricio le dijera a Himerio, al final de su carta, que con sus palabras había dado respuesta a las preguntas que éste le había planteado «a la iglesia de Roma como a cabeza de tu Cuerpo» (1146,4-8). Ni aunque otros muchos tras él, lo hayan reiterado y sancionado, hasta con la sorprendente canonización de Siricio por Benedicto XIV en 1748, casi catorce siglos después de su muerte. Sorprendente ahora; que no entonces. Ahora es cuando ya nadie admite nada de eso.
Pero, al negarlo hoy y rechazarlo todo por incompatible con la Revelación, se hunde la ley de continencia y tras ella se desploma el edificio histórico-canónico de la ley del celibato, al quedar al aire y sin base. De ahí, la oportunidad de la pregunta sobre razones nuevas que hoy podrían justificarla. Iba en el cuestionario que Roma hizo llegar a los sacerdotes, al pedirles su colaboración en la preparación del Sínodo de 1971, sobre el sacerdocio ministerial. La pregunta demuestra que no hay hipérbole en decir que hoy ya nadie comulga con la doctrina de Siricio. Roma no la habría formulado, de seguir ella estimando válida la justificación del celibato mantenida por siglos y que aún figura en el Código de Derecho Canónico, tal vez por inercia histórica.
Las razones nuevas que vienen dándose en los últimos tiempos, puede que expliquen y avalen la opción libre por el celibato. Pero nunca podrán justificar la ley; porque no hay nada capaz de volatilizar el hecho radical e insoslayable de ser la del celibato “atadura” eclesiástica temporal y derogable, sin vigor, por ende, para obligar en conciencia a nadie en orden a la salvación. Ni dejaría de haber motivo que indujera a entender esa ley, como todas las derogables, en el marco de las maneras de los jefes de las naciones y los grandes “que gobiernan imperiosamente imponiendo su voluntad” (Mt 20,25-26); no en el de los servidores de los demás en orden a su salvación en sólo Jesús, el Inderogable “camino, verdad y vida”.
Con ella, en efecto, se impone como exigencia de salvación lo que unánimemente se reconoce derogable sin riesgo de condenación; tal cual sucede ya, aunque sólo en parte, en la propia disciplina latina respecto de de los diáconos, en la oriental legitimada y, ahora también, en la anglicana. Así, ¿no se niega autoritariamente a unos, que no a todos ni en todo, el derecho a proceder de acuerdo con lo más que autorizado por la palabra de Dios (1Cor 7,9.36.38)? Lo digo sin condenar a quienes no son siervos míos, sino que tienen otro Amo (Rom 14,4) - que también a mí me juzgará - y están encima tan condicionados como yo lo estuve, con todo lo que, como digo, se nos inculcó desde niños generación tras generación.
José Mª Rivas Conde
(Eclesalia Informativo autoriza y recomienda la difusión de sus artículos, indicando su procedencia).
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