La ecología es una ciencia humana, es decir, un saber que sólo surge del hombre y que él desarrolla.
A fines de la década de los tan nostálgicamente recordados ’80, los socialistas del mundo, en sus tradicionales “Encuentros de Chantilly” (no se iban a encontrar en cualquier parte), analizaban los duros momentos por que atravesaba el marxismo-leninismo soviético, los países de la Cortina de Hierro, la economía de esos países; y ya se preveían “perestroika” y “glasnot”. Era el momento de reconocer que el paraíso comunista no arribaría nunca; que el sistema económico socialista funcionaba pésimamente; que la guerra fría se acercaba a su fin, con el triunfo absoluto - quizás demasiado absoluto - del capitalismo de sus archienemigos yanquis. Entonces, como buenos gramscianos, comienzan a cambiar las estrategias, a cambiar el modelo de la lucha, puesto que las antiguas conducían al fracaso. Enarbolan, pues, nuevas banderas de lucha. No son nuevas, desde luego. Son banderas y consignas que otros han desarrollado, por diversas razones y con distintas finalidades; pero los autodenominados “socialistas renovados” las hacen suyas, como una manera de continuar y desarrollar la lucha de clases que, más tarde o más temprano, debería concluir en la dictadura del proletariado.
Fueron esos encuentros de catarsis colectiva, de la que participaron por cierto los renovados marxistas chilenos que, kilos más o pelos menos, se hicieron con el poder a partir de 1990.
Entre esas “nuevas banderas de lucha”, se encuentra la ecología o, mejor dicho, el “ecologismo”.
Aprovechan diversos movimientos que en todo el mundo estaban preocupados por el cuidado del ambiente, se apoderan de ellos y comienzan una lucha, en muchos casos irracional, para que la naturaleza no sea explotada, aunque ello signifique mantener a pueblos enteros en la pobreza.
Parten estos movimientos reclamando medidas para contrarrestar los efectos negativos de la creciente industrialización, a lo que, obviamente, nadie se opone, aunque es bueno dejar constancia de que los regímenes socialistas son los que han causado las mayores catástrofes ecológicas (baste recordar Chernobyl).
Hoy existen movimientos generalizados para preservar las potencialidades de nuestro planeta, como lo demuestra la reciente cumbre de Copenhague, aunque no fue muy exitosa, dada la diversidad de intereses en juego.
Los más ideologizados, llamados “verdes”, reclaman un panteísmo naturalista, que exige no tocar a la diosa naturaleza, el dios árbol, la diosa tierra, etc. Otros, con clara orientación marxista, son conocidos como “sandías”, es decir, verdes por fuera y rojos (marxistas) por dentro, que intentan mediante el ecologismo debilitar las estructuras productivas y la cohesión de la sociedad.
Es evidente que tenemos la responsabilidad de salvaguardar el ambiente que heredamos de nuestros antepasados, para legarlo a nuestros descendientes; pero eso no puede llevar a un conservacionismo a ultranza ni menos un involucionismo.
Si no se hubiera podido tocar la naturaleza, no habría habido progreso. Un ejemplo manifiesto es el de las fuentes de energía. Si no se hubieran descubierto y explotado los combustibles fósiles, mucha de la ciencia y tecnología que nos facilita la vida no existiría.
Hoy se habla de contaminación y se la trata, con toda razón, de evitar; pero cuando nuestro país tiene problemas energéticos, estos “verdes” y “sandías” no permiten ninguna solución: el carbón contamina y mucho, aunque ha habido que mantener su uso a falta de otros recursos; lo mismo ocurre con la leña, que si no está suficientemente seca, también contamina; el petróleo, amén de contaminante es caro, puesto que nosotros casi no lo producimos y hay que importarlo, en circunstancias que cada vez hay menos reservas y más usos del mismo; la energía hidráulica obliga a construir represas, y nadie quiere tenerlas cerca; y la energía nuclear, ni mencionarla, porque tiene mala prensa, precisamente por obra de los “sandías”; y necesitamos energía para todas las actividades productivas y de la vida diaria.
Al respecto, hay que tener presente que sólo el hombre conoce y puede reconocer el valor y el sentido del ecosistema, del ambiente, de los seres vivos - animales y plantas - y también de sí mismo.
Si el hombre no habitase la tierra, no habría ecología. La ecología surge cuando el hombre toma conciencia de su relación con el ecosistema natural de la tierra. El hombre es corpóreo-espiritual, lo que lo hace superior a todo lo demás que existe en el plano natural. Sólo el hombre es persona y goza de inalienable dignidad como tal. El mundo, con toda su variedad de paisajes, es hábitat para el hombre que, mediante sus creaciones humanas, trata de hacer del planeta tierra un hogar en el cual vivir dignamente y poder desarrollar su existencia. Esta tierra es un don divino, que debe custodiar y cultivar; comprender y estudiar en sus leyes naturales.
La cuestión ecológica no es solamente solucionable desde el punto de vista de la ciencia y de la técnica, sino que debe ser abordada como problema ético. La ética parte de la base de considerar, sobre todo, la calidad de la relación del hombre con los demás hombres, reconociendo en ellos seres que tienen la misma dignidad y el mismo valor que él. Una vez reconocida la dignidad personal de los demás hombres, podemos entrar a considerar la relación de los seres humanos con el medio ambiente.
Un aspecto central de la cuestión ecológica lo constituye la relación de amor y de inteligencia del hombre con el mundo, que lleva a reconocer que la naturaleza no es una realidad absoluta, esto es, la naturaleza no es dios. Si se “diviniza” la naturaleza, si se la considera un valor supremo y absoluto, se inventa una especie de religión - falsa, desde luego - en la que el hombre queda subordinado a la “madre tierra”, en un naturalismo destructivo para el hombre y para el mismo medio ambiente. La propia relación de amor e inteligencia del hombre con la ecología conduce al reconocimiento de que la naturaleza no es un mero instrumento que el hombre pueda utilizar a su antojo, darle mal uso o destruirlo. Sobre la base antes dicha, el hombre llega a reconocer que el medio ambiente constituye una riqueza y un bien de que el hombre dispone; pero que corresponde a la totalidad de la humanidad presente y futura; y que debe conservar para que las actuales y las futuras generaciones vivan dignamente. Por eso hay que promover un desarrollo sustentable, considerar al hombre como responsable y conservador del medio ambiente, poner la ciencia y la tecnología al servicio de la vida y la dignidad humana; y tratar de eliminar la pobreza, que por la degradación que produce, es uno de los peores enemigos del medio ambiente.
En definitiva, entonces, la ecología es una cuestión antropológica. La ecología es una ciencia humana, es decir, un saber que sólo surge del hombre y que él desarrolla; y sólo desde lo humano, la naturaleza, los ecosistemas y el medio ambiente pueden ser considerados y tratados en su valor intrínseco. También forma parte de la ecología el ámbito de la vida natural del hombre, porque el cuerpo humano y la vida corpórea del ser humano lo conectan con la naturaleza en una intimidad tal, que el mismo hombre es un ser natural.
El desarrollo de la ciencia y de la técnica han permitido al hombre advertir que puede influir, modificar y hasta destruir los ritmos y las leyes de la naturaleza; pero, ¿existen límites a ese poder, o se puede ejercer al arbitrio de quien lo tiene?
Utilizar la fuerza de la técnica en el seno de la naturaleza como expresión de una pura voluntad de poder significa no tener en consideración el valor de los seres vivos, de la vida natural del hombre, de los ecosistemas, etc. No considerar el valor de las cosas, que nace de un juicio de la conciencia del hombre a partir del descubrimiento de la verdad y del ser de éstas, pone en un camino en el que todo queda sujeto a la arbitrariedad del poder, con el riesgo de que éste se transforme en destructor de la naturaleza, del hombre y de los demás seres vivos de la tierra. La mesura y el criterio de intervención del hombre en el ecosistema, en la persona humana, en las plantas y en los animales, son la verdad y el valor de éstos. De entre estos seres, sólo el hombre es persona y, por lo mismo, el único que tiene un valor absoluto, fuente de derechos inalienables, entre los que destacan el derecho a la vida, desde la concepción hasta la muerte natural; el derecho a la libertad; el derecho a la familia, como hogar humano para cada hombre en el mundo; el derecho a la educación y a la cultura. Estos derechos son para el hombre la fuente de la ecología del ser humano y del ecosistema, porque contribuyen a formar en todos y cada uno de los hombres conciencia y compromiso ecológico, tanto en relación con la naturaleza, como con respecto a la vida natural de las personas, lo cual tiene especial relevancia respecto de los bienes naturales escasos.
Particularmente clarificadora sobre estos aspectos es la última encíclica del Santo Padre “Cáritas in Veritate”, que en sus puntos 48 a 51, analiza estos mismos asuntos desde una perspectiva teológica.
Entonces, ¿ecología? Sí, por supuesto, sobre la base de que la naturaleza está al servicio del hombre, que a su vez tiene la responsabilidad de conservar el medio ambiente para sus descendientes, que tienen su mismo derecho a utilizar los recursos naturales. ¿”Verdes”, que quieren conservar por conservar o porque reconocen dioses en todo lo que conforma la naturaleza? No, porque degrada a la persona humana, hecha a imagen y semejanza de Dios. ¿”Sandías”, que bajo la apariencia de “verdes” quieren utilizar la ecología para trasladar a este tema la lucha de clases, porque no han renunciado a la utopía comunista? Menos.
Autor: Mario Correa Bascuñán
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