sábado, 5 de diciembre de 2009

TRANSUBTANTANCIÓN


Todos los días, para aquellos que oyen misa diariamente, y para cualesquiera que vaya a una misa, se produce ante sus ojos corporales un misterioso milagro, que estos ojos no alcanzan a ver. Pero si lo ven los ojos de nuestra alma y cuanto más desarrollados los tengamos, mejor veremos y comprenderemos.

Fueron varias las veces en las que el Señor a lo largo de su vida terrenal, hizo alusión al misterio de la Transubstanciación, pero de estas hubo dos de carácter más destacado. La primera alusión ocurrió sobre abril del año 29, en la sinagoga de Cafarnaúm y los exégetas llaman a este pasaje evangélico El discurso del Pan vivo. Resulta curioso que solo San Juan recoja en su Evangelio este pasaje, cuando resulta que él es, el único que a su vez, no recoge el referido a la institución de la Eucaristía en la última cena, cosa que si hacen los otros tres evangelios sinópticos. En esta ocasión, dijo el Señor: En verdad, en verdad os digo que, si no coméis la carne del Hijo del hombre y no bebéis su sangre, no tendréis vida en vosotros. El que come mi carne y bebe mi sangre tiene la vida eterna y yo le resucitare el último día. Porque mi carne es verdadera comida y mi sangre es verdadera bebida. El que come mi carne y bebe mi sangre está en mí y yo en el. (Jn 6,54-56) Y no debió de añadir nada más, por lo que las oyeron debieron de pensar que Jesús les estaba incitando a la antropofagia.

Estas palabras del Señor produjeron una hecatombe. Las palabras que le pronunció a Nicodemo y a la samaritana, hablándoles del renacimiento en el espíritu y del agua que mana hasta la vida eterna, podían ser interpretadas con un sentido simbólico al que tan acostumbrados son los orientales, pero en estas palabras, no cabía el simbolismo, eran completamente claras y directas y ellas escandalizaron a todos, hasta el punto de que se produjo una desbandada en la que se incluían a varios de sus discípulos. Es de ver que los que se escandalizaban, eran los mismos que tras el milagro de la multiplicación de los panes y los peces habían seguido y perseguido al Señor hasta Cafarnaúm, con la intención de proclamarle rey. Pronto se les había derrumbado su entusiasmo por el Maestro.

Con estas palabras, el Señor no había explicado la forma en que se comería su carne y se bebería su sangre, como más adelante si lo haría en la última cena, por lo que la interpretación que se podía dar era puramente antropófaga. Había que tener mucha fe para continuar a su lado y esta fue la que demostró San Pedro en nombre propio y en el de los doce, cuando Jesús le dijo: “¿Queréis iros vosotros también? Respondiole Simón Pedro: Señor, ¿a quién iríamos? Tú tienes palabras de vida eterna, y nosotros hemos creído y sabemos que tu eres el Santo de Dios. (Jn 6,68-69). Personalmente alguna vez me he puesto a pensar sobre la fe de San Pedro y siempre he encontrado que si uno rumia sus palabras, estas palabras de San Pedro aumentan la fe de uno. Porque ¡vamos a ver!, fuera de Él, ¿qué es lo que se encuentra?, ¿qué es lo que hay aquí hay que nos pueda satisfacer plenamente? Nada, nada sabiendo que aquí nadie se va a quedar, nada que merezca la pena dedicarle los años de nuestra vida. Porque aquí abajo, jamás encontraremos la felicidad para la que estamos creados.

A un conocido exégeta de la vida del Señor, también le llama la atención la tremenda fortaleza de la fe de San Pedro, que al escuchar estas palabras del Señor, San Pedro marginó toda idea de antrofagia, porque su fe le decía, que todo aquello tenía una lógica que él no comprendía entonces, pero que ya la comprendería más adelante. Esto es lo que nosotros tenemos que hacer cuando no comprendemos algo que se relaciona con el Señor, tener fe en Él, y confiar que más adelante lo comprenderemos. Y sin embargo esta fortaleza de fe de San Pedro, no la demostró meses más tarde cuando asustado por el comentario de una criada en el patio del Sumo sacerdote, negó hasta por tres veces al Señor. Lo cual nos hace ver que la fe, nuestra propia fe es siempre una planta que hay que estar continuamente alimentando, porque como resulta que es un don de Dios, tenemos que pedirle siempre que nos lo conserve y nos lo aumente.

La segunda vez, a la que antes hemos aludido en la que el Señor nos habla de su carne y de su sangre, la recogen los tres Evangelios sinópticos, y el escenario es la última cena. "Mientras comían, Jesús tomo pan, lo bendijo, lo partió y, dándoselo a los discípulos, dijo: Tomad y comed, este es mi cuerpo. Y tomando un cáliz y dando gracias, se lo dio, diciendo: Bebed de él todos, que esta es mi sangre de la alianza, que será derramada por muchos para remisión de los pecados. Yo os digo que no beberé más de este fruto de la vid hasta el día en que la beba con vosotros de nuevo en el reino de mi Padre. (Mt 26,26-29). Es este el sublime momento de la institución de la Eucaristía. Hasta ahora el Señor de una forma más o menos velada había hecho solo anuncios, pero solo fue en la última cena donde los anuncios se convirtieron en realidad.

Como el lector puede suponer, todos estos pasajes evangélicos han sido duramente tratados por los protestantes, que no creen en el misterio de la Transubstanciación y por todos los medios hermenéuticos posibles, han tratado siempre de buscarle otro sentido a estas claras palabras. Juan Pablo II en la Carta Encíclica Ecclesia de Eucharistia decía: Es de recordar la doctrina siempre válida del Concilio de Trento. “Por la consagración del pan y del vino, se realiza la conversión de toda la sustancia del pan en la sustancia del cuerpo de Cristo Señor nuestro, y de toda la sustancia del vino en la sustancia de su sangre. Esta conversión propia y convenientemente, fue llamada Transubstanciación por la Santa Iglesia Católica.

Explica además el Concilio de Trento que: Después de la consagración del pan y del vino, se contiene verdadera, real y substancialmente Nuestro Señor Jesucristo, verdadero Dios y hombre, bajo la apariencia (especie) de aquellas cosas sensibles. Porque no son cosas que repugnen entre sí, que el mismo Salvador nuestro esté siempre sentado en el cielo a la diestra de Dios Padre, según su modo natural de existir, y en otros muchos lugares esté sacramentalmente presente en su sustancia, según un modo de existir que si bien apenas podemos expresar con palabras, sin embargo con pensamiento ilustrado por la fe podemos alcanzar que es posible a Dios y debemos creerlo siempre y de modo constante.

En el momento de la consagración, en la celebración de la Eucaristía, se produce lo que se denomina Transubstanciación, que es un milagro metafísico, no visible, por medio del cual, nació para nuestra suerte y dicha, la posibilidad que tenemos de disponer de la presencia real de Nuestro Señor en cuerpo y sangre en la tierra. En la Transubstanciación, lo que se transforma es la sustancia, es decir, el propio fundamento del ser. Se trata de Él y no de su apariencia, a la que se refiere todo lo mesurable y aprehensible. La apariencia exterior del pan y del vino permanece inalterable. Ya no son el pan ordinario y la ordinaria bebida: bajo ellas, Cristo todo entero está presente en su realidad física, aún corporalmente, aunque no del mismo modo como los cuerpos están en un lugar. El actual papa, Benedicto XVI, cuando era cardenal Ratzinger, escribió las siguientes palabras: Cuando las cosas materiales son ingresadas como alimento en nuestro cuerpo, especialmente, cuando la materia llega a formar parte de un organismo vivo, ella permanece como tal y, sin embargo, es transformada en sí misma, como parte de algo nuevo. Del mismo modo, suceden las cosas aquí. El Señor se posesiona del pan y del vino e igualmente, los saca del quicio de su ser habitual, introduciéndolos en un nuevo orden; y si bien permanecen iguales, en su pura consideración física, han llegado a ser en profundidad otros.

La aceptación del milagro de la Transubstanciación, es un algo muy duro de admitir, porque a los ojos de la cara del espectador, materialmente, no hay ninguna señal, de haberse originado la conversión que supone la Transubstanciación, pero es con los ojos de nuestra alma con los que hay que mirar el pan y el vino consagrados. Los que hemos tenido la suerte de haber sido educados en la fe católica, desde pequeños, cuando nos prepararon para hacer la primera comunión, nos aseguraron que lo que verdaderamente íbamos a recibir, no era un pedazo de pan de oblea, sino el verdadero cuerpo y la verdadera sangre de Jesús. Aquello lo aceptamos, porque no era uno solo quien nos lo decía, sino que todos los mayores coincidían en esta afirmación y ninguno de ellos aunque tuviese dudas sobre el tema, jamás nos las manifestó. De niño pocas cosas, de las que nos digan los mayores, se cuestionan. Después la gracia divina, ha ido siempre operando en nosotros, sin que de ello fuésemos conscientes, pues con más o menos frecuencia hemos comulgado, y si en algo hemos cuestionado el misterio de la Transubstanciación, nunca ha sido con carácter tan absoluto, como para dejar de comulgar. Y si hemos dejado de comulgar, más bien habrá sido debido, a la relajación del nivel de nuestra vida espiritual, que al examen de un planteamiento doctrinal.

La fe, es la base donde todo se asienta y por supuesto sin fe, es imposible aceptar el milagro de la Transubstanciación. Por lo cual, no mires al pan y al vino como simples elementos comunes y aunque los sentidos te sugieran lo contrario, la fe debe darte la certeza de lo que es en realidad; esta realidad es Cristo mismo, que inerme, se nos entrega. Los sentidos se equivocan completamente, pero la fe nos da la mayor de las certidumbres.

Mi más cordial saludo lector y el deseo de que Dios te bendiga.
Juan del Carmelo

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