Adviento. El encuentro con Jesús en la Navidad debe transformar nuestra vida.
"Aquí esta nuestro Dios de quien esperábamos que nos salvara. Alegrémonos y gocemos con la salvación que nos trae porque la mano del Señor reposará en este mundo”. Estas palabras del profeta Isaías, que vemos cumplirse de una forma muy especial en el Evangelio, son también palabras que tendríamos que repetir en nuestra vida.
La vida del hombre es, en el fondo, una especie de tensión constante entre una esperanza y una realización; entre un no tener todavía la plenitud de la gracia y, por otro lado, encontrar la plenitud en Cristo. Cuantas veces tenemos dificultades y problemas de cara a la esperanza, y no encontramos la salida a la noche en la que estamos metidos, porque nos olvidamos de que la vida del ser humano es una vida en la esperanza, y que el único que puede realizarla es Cristo.
Los milagros que Jesús realiza - narrados por San Mateo -, no son gestos de servicio social ni acciones para solucionar una problemática de salud, sino son señales de que Dios ya ha llegado a la Tierra, de que aquello que el Antiguo Testamento prometía: "Arrancar de este monte el velo que cubre todos los pueblos, el paño que obscurece a todas las naciones", se cumplió en Cristo. Son señales de que se ha realizado, que ya no es simplemente una esperanza, sino que es una realidad.
Todos tenemos que aprender a dejarnos quitar, por parte de Cristo, el velo que nos obscurece los ojos. Tenemos que exigirnos su presencia y ser muy firmes con nosotros mismos para permitir el cambio que Cristo quiere llevar a cabo en cada uno. Cuántas veces quisiéramos cambiar, pero nos da miedo transformar ciertas actitudes y comportamientos. Sin embargo, esto es como si los lisiados, ciegos, sordos, mudos y enfermos de los que nos habla el Evangelio, ante la presencia de Cristo que viene a curarlos, hubiesen dicho: mejor no me cures; déjame como estoy. Déjame enfermo, lisiado, tullido o ciego.
Creo que nadie, pudiendo curarse, preferiría seguir enfermo. Sin embargo, cuántas veces, pudiendo curar nuestro espíritu, no lo hacemos. Cuántas veces sabemos que nuestra debilidad, nuestro problema, el velo que nos cubre los ojos, las lágrimas que nacen en nuestro corazón son algo en concreto, y lo identificamos perfectamente. ¿Por qué, entonces, queremos seguir con ellos? ¿Por qué querer continuar con los ojos vendados? ¿Por qué querer seguir usando muletas cuando podemos usar nuestros pies sanados por Cristo?
Hay que permitir que Nuestro Señor actúe, porque cuando Él llega a nuestra vida, si nosotros se lo permitimos, lo hace con tal abundancia, que se ve reflejada en la multiplicación de los panes y de los peces, que no es otra cosa sino la abundancia de la presencia de Dios.
Como ya lo dije antes, Jesús no está simplemente resolviendo el problema nutritivo de los judíos. Cristo está, por encima de todo, demostrando la abundancia del Reino de Dios. Jesucristo, con este Evangelio, viene a manifestar y a hacer efectiva su presencia en nuestra vida. Tenemos que darnos cuenta de que su presencia es de tal riqueza, que no hay nada que la pueda sobrepasar.
¿Permitimos que la presencia de Cristo en nuestras vidas nos sane y nos enriquezca? ¿O preferimos quedarnos enfermos y pobres? Son los dos caminos que tenemos, no hay un tercero. Porque o es la presencia de Dios en nuestra vida, al que nosotros dejamos actuar, o es la ausencia de Dios.
Para que esta presencia eficaz y abundante se realice en nuestra alma, tenemos que cultivar la generosidad. Muchas veces el problema no es que Cristo nos convenza, ni el que no sepamos que Cristo puede transformar nuestra vida, sino que nuestro verdadero problema es un problema de generosidad ante la transformación concreta que Cristo nos pide. A algunos nos la puede pedir en el ámbito de las virtudes, a otros en el área de actitudes más profundas, a lo mejor, incluso, en modos de ver la propia vida, de ver el propio camino, en formas diferentes de ver la propia santificación. O podría suceder, también, que nuestra existencia estuviese llamada por Dios a una transformación, y nosotros resistirnos al cambio concreto que Dios quiere hacer en ella.
Debemos pedir a Dios, en todo momento, que se haga presente en nuestra vida, porque es la gracia que Él da a quien se la pide.
¡Hazte presente en mi vida de una forma eficaz, de una forma abundante! ¡Hazte presente en mi vida dándome mucha generosidad para aceptar tu presencia y tu abundancia! Que esta sea la petición interior de cada uno de nosotros en este camino de preparación a la llegada de Jesucristo, para que nuestro encuentro con Él en Navidad, no sea simplemente algo que vimos, algo que realizamos, y algo que pasó. Sino que sea algo que llegó a transformar de manera abundante y eficaz nuestra existencia.
Autor: P. Cipriano Sánchez LC
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