Hace más dos mil años, en tierras de Judea, vivía una familia muy pobre dedicada a la agricultura.
El clima era seco y las lluvias escasas por lo que para regar su huerta disponían de un pozo del que sacaban el agua que necesitaban sus hortalizas. Tenían una noria en la que un borriquillo pasaba los días dando vueltas y vueltas sin apenas descanso y alimentado solo con los desperdicios de coles, patatas y lechugas. En la casa familiar vivía una niña que amaba al asno por tantas alegrías le había dado de pequeña cuando la llevaban en sus lomos siempre que hacían algún viaje a la ciudad. En tales ocasiones, iba sentada encima de los grandes cestos llenos de lo que producía la huerta para venderlo en el mercado.
El tiempo iba pasando y el pobre animal se iba haciendo viejo y se sentía cada vez más cansado por lo que, un día el hortelano decidió que era hora de cambiarlo por otro más joven y fuerte pero cuando intentó venderlo nadie quería un borrico que no servía para nada; entonces no se le ocurrió otra cosa que sacrificarle lo antes posible para que sirviera de comida a los perros y a las aves carroñeras. Al enterarse de lo que pensaban hacer con el viejo burro intentó convencer a su padre de que lo conservaran y sobre todo, que no le mataran, que ella se ocuparía de cuidarle, aunque no sirviera ya para trabajar. El hombre, pobre pero desagradecido, se negó alegando que no podrían dar de comer a dos animales puesto que los restos deberían ser a partir de entonces para el que lo sustituyera.
En vano y con lágrimas en los ojos le suplicó pero no fue capaz de convencerle. La dureza de su corazón era comparable a la de las piedras de molino. La niña entonces, comprendiendo la inutilidad de sus ruegos, al llegar la noche se levantó sigilosamente y abandonó la casa subida en el borriquillo. No sabía donde ir pero su idea era alejarle cuanto fuera posible de aquella casa para salvar su vida. Lo que le pasara a ella después no tendría ya importancia.
Cuando llevaba una hora caminando en la semioscuridad, se sintió cansada, sola, perdida y con miedo, hasta el punto de que tuvo que detenerse al abrigo de las dunas. Hacía frío y sus ropas, apropiadas para estar al sol durante el día, no lo eran para las noches del desierto. El borriquito la miraba y parecía comprender por lo que se tumbó sobre la arena y con una mirada de sus ojos grandes y tristes la invitó a acercarse a su lado para compartir con ella su calor. Permanecieron así durante algún tiempo hasta que, cuando estaba a punto de quedarse dormida, de repente, una luz muy brillante, la hizo mirar al cielo. Se trataba de una estrella muy blanca con destellos amarillos seguida de una larga cola formada por millares de otras diminutas. El espectáculo era fascinante y tras ponerse en pie para verlo mejor, se dio cuenta de que se había detenido sobre un lugar cercano. Olvidándose del miedo, el frío y el cansancio, supo que tenía que ir al punto que parecía señalar aquel prodigio.
No tardaron mucho, porque el borriquillo también se había dado cuenta y trotaba a toda prisa sin recordar sus años, dolores y fatigas. Pronto descubrieron a otras personas que también acudían al lugar. Eran pastores de ovejas y de cabras y, por sus voces y alegría, debía de tratarse de algo importante y jamás visto. Se podían escuchar también cánticos tan bellos que sin duda procedían de los cielos, entonces bien iluminados. Se trataba de un portal o cuadra de las que solían utilizar antiguamente los pastores guardar sus animales y dormir.
Haciéndose paso entre los allí reunidos, que miraban hacia el interior como embelesados, vieron a una mujer y un hombre, que debía ser su esposo, pero lo que más llamaba la atención de todos era un niño recién nacido que su joven madre mantenía en brazos sin poder apartar la vista de él. Era el niño más hermoso que ojos humanos hubieran visto nunca. En la cara de su padre se podía notar, por paradoja, la tristeza de no haber sabido ofrecer un lugar más digno y la alegría y el orgullo de que su mujer hubiera tenido un varón tan precioso.
La niña había conseguido ponerse en la primera fila y miraba el rostro del recién nacido como si jamás hubiera visto otro. En su carita, iluminada directamente por la estrella cuando todo lo demás se había vuelto sombras, había una sonrisa cautivadora que se hizo más pronunciada al ver a la pequeña y al borrico. Todos los presentes se habían arrodillado y la chiquilla hizo lo mismo, pero entonces, una de las pequeñas manos del niño hizo un gesto indicando que se acercaran. La niña no se atrevía pero la madre al verla, la invitó a que así lo hiciera.
La pequeña fugitiva no podía contener la emoción y comenzó a llorar. El niño entonces dejó de sonreír pero, adivinando lo que pasaba por aquella cabecita, volvió a extender su bracito dos veces, una para que se acercara aun más y le besara, y la otra en dirección al borriquito que milagrosamente se sintió libre de años, cansancio, mataduras y tristezas. Sonreía el animal y, para dar las gracias, ya que no podía hacer otra cosa, se aproximó cuando pudo con sumo cuidado y se tendió de manera que su aliento calentara la carita del pequeñín. Desde el cielo, los cantos parecieron hacerse más audibles y una voz, muy dulce, decía: "Gloria a Dios en la alturas". De todo esto hace ya más de dos mil años...
¡FELIZ NAVIDAD!
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