sábado, 12 de diciembre de 2009

NECESIDAD DE LA ALABANZA


Tenemos que partir de la base de que hemos sido creados para alabar, de que estamos hechos para adorar, alabar, amar y servir a Dios.

Pero desgraciadamente, hemos olvidado a Dios y nos hemos apartado de Él, en persecución de nuestras ansias carnales y materiales. Nuestro fin será, para el que quiera aceptar el amor de Dios, la adoración eterna y ella será a su vez, la que nos colmará de la plena felicidad para la que estamos creados. Por lo tanto, cuanto antes comencemos a practicar nuestro futuro oficio, ese oficio por el que estaremos ansiosos de practicar, antes aprenderemos ejercitándonos ya aquí abajo, para realizarlo con más perfección allí arriba.

Continuamente estamos orando en petición de bienes o solución de problemas, pero que poco nos ocupamos en alabar a Dios. La prueba de la importancia que tiene la alabanza al Señor, nos la da la Biblia, pues en ella encontraremos no solo él término alabar, sino una variedad de otros términos parejos para expresar nuestra admiración a la grandeza de Dios, tales como: bendecir, dar gracias, glorificar, engrandecer, aclamar, gritar de alegría, exultar, ensalzar, celebrar, cantar, tocar instrumentos musicales y otros medios musicales, así como frases que expresan alabanza, como: ¡Que grande eres! ¿Quién como Tú? ¡Qué admirable es tu nombre! Huella de todo esto lo encontramos en los Salmos que en síntesis son un continuo canto de alabanza del pueblo de Israel al Señor. Israel gozaba en la alabanza al Señor, y nosotros si asiduamente, practicamos la alabanza, nos daremos cuenta, de que llegado un determinado momento, gozaremos con esta práctica de alabar al Señor, nos saldrá espontáneamente del corazón, nos saldrá de nuestras entrañas, porque amaremos más al Señor, y la alabanza es un fruto que se genera en el amor.

La contemplación de la grandeza y de la gloria que Dios nos muestra con sus obras creadas y con sus acciones, siempre le mueve al hombre: primero a la admiración y desde esta después a la alabanza. Porque el hombre ante la magnificencia y el esplendor de algo, no puede permanecer callado tiene que gritar y al gritar elogiosamente alabando al Creador de la obra estamos reconociendo la grandeza de Dios. Y esta es la forma, mediante la cual nosotros únicamente podemos agradecer al Señor todo lo que tenemos que agradecerle que es absolutamente todo; desde nuestra propia existencia, hasta todo lo que a su vez nos rodea contemplamos y utilizamos para nuestra propia satisfacción. La alabanza al Señor, es el fruto del desborde, del gozo, y de la alegría del alma que ama al Señor, del que lo siente en su corazón, del que sabe que el amor Trinitario mora en él, mora en su alma.

Nosotros nos pasamos la vida quejándonos al Señor de nuestros males, pidiéndole continuamente bienes, pero siempre nos olvidamos de alabarle y de bendecirle por todo lo que nos ha dado y continuamente nos está dando. La persona que tiene un alma inundada del amor Trinitario, nunca pide nada para ella, quizás solo para los demás, si es que a los demás les conviene lo que desean adquirir. Estas personas no necesitan pedir nada al Señor, solo desea amar y alabar, porque saben perfectamente y no dudan ni un momento, de que Aquel a quien ama siempre se ocupará de sus necesidades. Se aplican a rajatabla y con profunda fe, las palabras del Señor: "Por eso os digo: No os inquietéis por vuestra vida, por lo que habéis de comer o de beber, ni por vuestro cuerpo, por lo que habéis de vestir No os preocupéis, pues, diciendo: ¿Que comeremos, que beberemos o que vestiremos? Los gentiles se afanan por todo eso; pero bien sabe vuestro Padre celestial que de todo eso tenéis necesidad. Buscad, pues, primero el reino y su justicia, y todo eso se os dará por añadidura. (Mt 6,25-33).

En cierto modo, alabar es bendecir y bendecir es alabar, pues el término bendecir en su etimología latina significa: hablar bien de aquel al que se bendice, es decir bene-dire, decir bien, hablar bien. La bendición puede tener un carácter ascendente o descendente, según que sea el Señor el que nos bendice o seamos nosotros los que bendecimos al Señor, que en este caso es cuando debe de emplearse el término alabanza. Si alabamos algo humano, es porque nos complace y mostramos nuestro agrado con aplausos, más tarde hablamos bien de esto a los demás. En relación al Señor nosotros hablamos bien de Él, alabándolo, pública o privadamente.

San Agustín nos dice que: Dios quiere ser alabado, pero no para ser enaltecido, sino porque nos sirva de provecho a nosotros. Esto tiene su lógica pues nosotros alabando a Dios nada le aportamos nada a su grandeza y por lo que Él, para nada necesita de nuestras alabanzas. Claramente comprenderemos que la vanidad, no es un vicio de Dios sino de los hombres, que si necesitamos que nos alaben, pues nuestro ego es insaciable y a Dios no le podemos aplicar el refrán que es propio de nosotros: Dime de qué presumes y te diré de qué careces. Y ¿si Dios no necesita que le alabemos, para que quiere Él que le alabemos? Pues quiere que le alabemos, porque cuando le alabamos le demostramos nuestro amor a Él, y ya sabemos que Dios es el mendigo de nuestro amor. De todas formas también San Agustín se contesta a esta pregunta dirigiéndose al Señor y diciendo: Bien es verdad, que no es posible fracasar alabándote a Ti, porque alabarte a Ti es como tomar alimento, y cuanto más te alabo, tanto mayor será mi fortaleza. Es decir para San Agustín alabar al Señor es fortalecernos nosotros mismos en nuestro desarrollo espiritual se entiende.

Nuestro primera obligación, el primer mandamiento y el más importante que recibimos, es el de amar a Dios. Este mandamiento del amor a Dios y de alabanza, era ya rezado por Nuestro Señor en el Schema Israel, que todo hebreo ha de rezar tres veces al día juntamente con la oración de las Dieciocho bendiciones. El Schema Israel, dice así: Escucha, Israel: Yahvéh nuestro Dios es el único Yahvéh. Amarás a Yahvéh tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu fuerza. Queden en tu corazón estas palabras que yo te dicto hoy. Se la repetirás a tus hijos, les hablarás de ellas tanto si estás en casa como si vas de viaje, así acostado como levantado; las atarás a tu mano como una señal, y serán como una insignia entre tus ojos; las escribirás en las jambas de tu casa y en tus puertas. (Dt 6,4-9). Y alabando amamos, porque demostramos nuestro amor a Quien se lo debemos todo.

El alma que ama al Señor, siente siempre la imperiosa necesidad de alabarlo, porque siempre ve en todas partes, la mano del Señor. En estas almas nace un vehemente deseo de alabar al Señor, deseo este que en la medida que aumenta su nivel de vida espiritual, va aumentando también el deseo de alabar cada vez más al Señor. Las almas elegidas del Señor siempre han sentido el gozo de la alabanza. Ejemplo palpable y rotundo de esta afirmación son los dos grandes cantos de alabanza: El Magnificat pronunciado por la Virgen, y el “Benedictus” pronunciado por Zacarías padre de San Juan Bautista. Si lentamente rezamos el Magnificat y saboreamos cada una de sus palabras, nos daremos cuenta del tremendo estallido de alegría y gozo que tuvo Nuestra Señora, el día que visitó a su prima Santa Isabel. O el gozo que experimento Zacarías el día en que rompió a hablar, después de su largo silencio, cuando proclamó el Benedictus.

El mayor gesto de alabanza que se haya hecho jamás, lo realizó el Verbo de Dios que se hizo hombre para salvarnos, es decir, para enseñarnos a vivir, en forma tal, que nuestra vida sea la gloria de su Padre Dios, de nuestro Padre Dios. Cristo se hizo hombre para ser para nosotros Camino, Verdad y Vida; El quiso enseñarnos y nos enseña dando ejemplo para que sepamos vivir como Él, enamorados de Dios, que vivamos de tal modo que agotemos nuestra vida en el amor a nuestro Creador, y la demostración de la profundidad de ese amo se encuentra en la alabanza, porque nuestra vida debería de ser una continua alabanza al Señor.

Juan Pablo II en su Encíclica Ecclesia de Eucharistia, nos dice que: El Hijo de Dios se ha hecho hombre la reconducir todo lo creado, en un supremo acto de alabanza, a Aquel que lo hizo de la nada. De este modo, Él, el sumo y eterno Sacerdote, entrando en el santuario eterno mediante la sangre de su Cruz, devuelve al Creador y Padre toda la creación redimida.

Mi más cordial saludo lector y el deseo de que Dios te bendiga.
Juan del Carmelo

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