Algunos bienes no pertenecen a una sola persona, a una sola familia, a un solo pueblo, a un solo Estado. Algunos bienes, por su relevancia y significación, pertenecen a todos y nadie tiene, en consecuencia, derecho a privar a los seres humanos que vengan en el futuro de su contemplación y disfrute.
Pero no sólo los bienes, también las personas, algunas personas al menos, por la coherencia de su vida, por la pureza de sus ideales, por la capacidad de encarnar lo mejor de los hombres traspasan las fronteras y trascienden los límites de una cultura o de una civilización.
Si nos ceñimos a la época contemporánea, personajes como Mahatma Gandhi, Martin Luther King, Óscar Romero, Dietrich Bonhoeffer o Teresa de Calcuta concitan un consenso casi unánime en el reconocimiento de las gentes. La defensa de la no violencia, de la igualdad de los hombres de diferentes razas, la resistencia frente a los totalitarismos o la compasión por los últimos de los últimos son valores que propician la convergencia, el acuerdo, la alianza entre lo que de más humano subsiste en cada uno de nosotros.
También en otras épocas hay ejemplos de humanidad plena. En este sentido, la UNESCO declaró el 2007 como Año de Mevlana Celaleddin-i Rumi, en recuerdo del célebre poeta y filósofo del sufismo musulmán. Y estoy seguro de que todos los hombres que no hayan perdido la sensibilidad admirarán, aunque no sean cristianos, la obra de San Juan de la Cruz o de Fray Luís de León.
No creo equivocarme si, entre los grandes de los grandes, reconocido por todos, enumeramos a Jesús de Nazaret, aquel rabí de Palestina, aquel maestro cuya nueva enseñanza se compendia en una de las páginas más bellas y profundas de la Historia: las Bienaventuranzas.
Y la Cruz nos habla de Jesús, nos remite a Él. La Cruz es el símbolo de su vida, de su amor entregado, de su compasión sin límites. La Cruz es la cifra que compendia su servicio a los hombres - a los pobres, a los pecadores, a los heridos por la vida - y que resume de modo más perfecto su sacrificio, su generosidad sin límites.
Jesús no es sólo de los suyos - aunque, sin los suyos, quizá no hubiésemos oído hablar de Él - . Jesús es de todos, de los cristianos y de los que no lo son, de los místicos y de los revolucionarios, de los poetas y de los buscadores de la verdad, de los que creen y también de los que no creen - quizá dolidos por su sufrimiento -
Hasta Nietzsche, en su nihilismo ateo, afirmaba que Jesús nos ha mostrado “el amor como única posibilidad de vida”.
Los cristianos, aquellos que, por gracia, hemos recibido el don de la fe, reconocemos que Jesús es el Hijo de Dios; reconocemos en Él a Dios; a un Dios, el único verdadero, que no es un adversario ni un enemigo, sino nuestro último y definitivo aliado. Pero, aunque yo perdiese la fe, no desearía jamás perder a Jesús.
El Crucificado es, por definición, aquel que calla, que no injuria, que no agrede, que no acusa. Yo no puedo entender como su imagen le resulte a alguien ofensiva. Yo no puedo entender que, dos mil años después de su muerte, se le siga procesando sin motivo.
Pero no sólo los bienes, también las personas, algunas personas al menos, por la coherencia de su vida, por la pureza de sus ideales, por la capacidad de encarnar lo mejor de los hombres traspasan las fronteras y trascienden los límites de una cultura o de una civilización.
Si nos ceñimos a la época contemporánea, personajes como Mahatma Gandhi, Martin Luther King, Óscar Romero, Dietrich Bonhoeffer o Teresa de Calcuta concitan un consenso casi unánime en el reconocimiento de las gentes. La defensa de la no violencia, de la igualdad de los hombres de diferentes razas, la resistencia frente a los totalitarismos o la compasión por los últimos de los últimos son valores que propician la convergencia, el acuerdo, la alianza entre lo que de más humano subsiste en cada uno de nosotros.
También en otras épocas hay ejemplos de humanidad plena. En este sentido, la UNESCO declaró el 2007 como Año de Mevlana Celaleddin-i Rumi, en recuerdo del célebre poeta y filósofo del sufismo musulmán. Y estoy seguro de que todos los hombres que no hayan perdido la sensibilidad admirarán, aunque no sean cristianos, la obra de San Juan de la Cruz o de Fray Luís de León.
No creo equivocarme si, entre los grandes de los grandes, reconocido por todos, enumeramos a Jesús de Nazaret, aquel rabí de Palestina, aquel maestro cuya nueva enseñanza se compendia en una de las páginas más bellas y profundas de la Historia: las Bienaventuranzas.
Y la Cruz nos habla de Jesús, nos remite a Él. La Cruz es el símbolo de su vida, de su amor entregado, de su compasión sin límites. La Cruz es la cifra que compendia su servicio a los hombres - a los pobres, a los pecadores, a los heridos por la vida - y que resume de modo más perfecto su sacrificio, su generosidad sin límites.
Jesús no es sólo de los suyos - aunque, sin los suyos, quizá no hubiésemos oído hablar de Él - . Jesús es de todos, de los cristianos y de los que no lo son, de los místicos y de los revolucionarios, de los poetas y de los buscadores de la verdad, de los que creen y también de los que no creen - quizá dolidos por su sufrimiento -
Hasta Nietzsche, en su nihilismo ateo, afirmaba que Jesús nos ha mostrado “el amor como única posibilidad de vida”.
Los cristianos, aquellos que, por gracia, hemos recibido el don de la fe, reconocemos que Jesús es el Hijo de Dios; reconocemos en Él a Dios; a un Dios, el único verdadero, que no es un adversario ni un enemigo, sino nuestro último y definitivo aliado. Pero, aunque yo perdiese la fe, no desearía jamás perder a Jesús.
El Crucificado es, por definición, aquel que calla, que no injuria, que no agrede, que no acusa. Yo no puedo entender como su imagen le resulte a alguien ofensiva. Yo no puedo entender que, dos mil años después de su muerte, se le siga procesando sin motivo.
Guillermo Juan Morado
Nota: Cuando te pregunten por qué eres cristiano, tu respuesta debe ser: “Porque sigo a Cristo Resucitado”. JMPC
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