Era un maestro muy anciano.
Ni siquiera él mismo recordaba sus años, pero había mantenido la consciencia clara como un diamante, aunque su rostro estaba apergaminado y su cuerpo se había tornado frágil como el de un pajarillo.
Al despuntar el día se hallaba efectuando sus abluciones en las frescas aguas del río. Entonces llegaron hasta él algunos aspirantes espirituales y le preguntaron qué debían hacer para adiestrarse en la verdad.
El anciano los miró con infinito amor y, tras unos segundos de silencio pleno, dijo:
§ “Yo me aplico del siguiente modo: Cuando como, como; cuando duermo, duermo; cuando hago mis abluciones, hago mis abluciones, y cuando muero, muero”
Al despuntar el día se hallaba efectuando sus abluciones en las frescas aguas del río. Entonces llegaron hasta él algunos aspirantes espirituales y le preguntaron qué debían hacer para adiestrarse en la verdad.
El anciano los miró con infinito amor y, tras unos segundos de silencio pleno, dijo:
§ “Yo me aplico del siguiente modo: Cuando como, como; cuando duermo, duermo; cuando hago mis abluciones, hago mis abluciones, y cuando muero, muero”
Y al concluir sus palabras, se murió, abandonando junto a la orilla del río su decrépito cuerpo.
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