No pienso que sea bueno ni oportuno banalizar sobre algo tan importante como el corazón y los sentimientos, ni de Jesús ni de nadie.
De lo que abunda el corazón habla la boca, decimos, y es que cuando alguien está enamorado, o “enganchado” afectivamente a alguien, se trasluce hasta en el rostro.
La iconografía sobre el Sagrado Corazón de Jesús a alguno le podrá valer para pensar y sentir tantas cosas bellas y buenas, mientras que a otros, probablemente por la mentalidad secularizada de nuestro tiempo, les deje un poco fríos, si no les aleja, incluso.
Pero lo cierto es que para ir al centro de la cuestión no se nos pide otra cosa que pensar en la cantidad de cosas, de personas y situaciones que a nosotros mismos, a ti, a mí y al otro, nos preocupan y nos tienen entretenidos durante el día, la semana,…
Y es que, como decimos vulgarmente, no somos de piedra, nuestra cabeza y corazón están vivos, afortunadamente, y por ello, tenemos la necesidad de pensar bien y de desear bien para nosotros y para los demás. Ese deseo de bien que nos sale, que brota de nosotros, decimos que procede del corazón, del lugar más íntimo de nuestra personalidad, origen de las buenas y malas acciones también.
Alguien podría preguntarse que, si hemos sido hechos por Dios, cómo es que de nuestro corazón, nuestro yo más profundo, puede salir algo malo, si Dios es todo bondad. Y es que la libertad para seguir o no, para permanecer o no, para conocer o no, para estar abierto o cerrado,… nos corresponde a nosotros ejercerla y educarla.
Teniendo en cuenta esas imágenes del Sagrado Corazón, algunas preciosas por cierto, o sin reparar en ellas necesariamente, uno puede preguntarse qué tipo de preocupaciones, de sentimientos pudo tener Jesucristo cuando pasó por este mundo, cuando se encontró con tal o cual persona, cuando fue a tal o cual casa, cuando vivió tal o cual momento, más o menos gozoso o doloroso.
El corazón de Dios hecho hombre, el corazón del hombre Jesucristo, tuvo que ser (es) lo más grande que nos podamos imaginar no, sino infinitamente más. En el corazón de Jesucristo estaban toda su familia, todos sus vecinos, todos sus compañeros de juegos infantiles, todos los que iban y venían de Belén, Nazaret, Jerusalén,… y de todos los lugares por los que Él pasó haciendo el bien, todos los amigos y los que le miraban mal, todos los que le hablaban a la cara y los que lo hacían a sus espaldas,… todos.
Y no solo eso, Él descubría una y otra vez, lo que había en cada corazón, porque Él, al ser Dios también, los había hecho y sabía de qué pie cojeaba cada uno. Y se lo decía, claramente, ¿qué andáis pensando? Y se sorprenderían todos al verse descubiertos. Pero desde Alguien que les conocía, no de forma censuradora, sino provocándoles a una respuesta más justa, más cordial.
Por si hubiera sido poco todo lo que su Corazón les dio en forma de palabra, gesto y hecho, el amor de Dios que llegó a los suyos, quiso ofrecerse a sí mismo entero, para el bien y salvación de todos. Él, que lloró por la falta de conversión, por la muerte de su amigo Lázaro, en Getsemaní se enfrentaría con su propia pasión, con el destino de dejarse despojar, abrir e inundar así a todos del Amor, dando lugar a los sacramentos y a la Iglesia.
Pienso en sus palabras a la samaritana (Jn 4, 14): “… el que beba del agua que yo le daré se convertirá dentro de él en un surtidor de agua que salta hasta la vida eterna” y luego, en su Pasión (Jn 19,34): “…uno de los soldados, con la lanza, le traspasó el costado, y al punto salió sangre y agua”. El agua de la salvación que nos da Jesucristo, y que salta hasta la vida eterna es nuestra pertenencia a Él, renovada, la única que nos llena de alegría para siempre.
Por eso, hoy también, con Jesucristo ya en el Cielo y con el Padre, siendo una sola cosa, un solo corazón y un alma sola, nosotros estamos también si participamos de sus pensamientos y sentimientos, si le decimos algo así, desde nuestro interior más profundo: “Que sea una sola cosa contigo, quiero que Tú estés en mí, y yo en Ti”. Al menos, si no lo hubiéramos dicho nunca porque nos hubiera parecido desfasado o cursi, intentemos confesarle nuestro amor, de la forma que queramos. Bastaría una simple mirada, un sí, o tres, como Pedro, para reconocer que sin Él no podemos ser nunca felices ni llegar a nuestra plenitud, a nuestra salvación.
Él te conoce, me conoce, y sabe leer y bucear en nuestros pensamientos y sentimientos. Nada podemos darle que no sea ya suyo. Somos suyos aunque no lo queramos reconocer o no nos atrevamos. Nada le podemos dar salvo nuestro sí, nuestro “te quiero”. Aunque sólo sea por un día, por un solo día en tu vida, dí, seas ateo, agnóstico o más o menos creyente: “Gracias por la vida que hay en mí”. Jesucristo sabe perfectamente que te refieres a Él. Y no dudes que te llenará el corazón tanto y tanto de amor divino que no vas a dejar de recordar que te ama, como si nadie más hubiera contigo, porque ha dado su vida por tí. Nadie te ha amado, ni ama, ni te amará como Él.
Luis Javier Moxó Soto
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