Saliéndome un poquito de lo que son los asuntos habituales en esta columna, me voy a permitir en esta ocasión realizar una incursión esporádica en un tema de naturaleza diferente, pero que espero no sea para Uds. de menor interés.
Y así, hojeando (y ojeando) las páginas digitales del diario francés Fígaro que recomiendo encarecidamente a cuantos de Uds. puedan leer francés, me encuentro con un interesante artículo referido a uno de esos temas recurrentes de las charlas de salón. ¡Porque a ver quien es el guapo que no ha especulado alguna vez sobre quien encargó a Mozart el Réquiem! ¿Qué no lo ha hecho Ud. alguna vez, amigo lector?
Pues bien, quiere la leyenda, surgida por cierto de una obra del dramaturgo ruso Alexandre Pouchkine titulada “Mozart y Salieri”, y popularizada por esa gran película realizada por Milos Forman a partir del guión de Peter Shaffer que se llamó “Amadeus”, que el encargo del mismo le fuera hecho al gran compositor de Salzburgo por el que era su enconado rival, el italiano Salieri, quien en un extraño atracón de celos mezclado con indisimulada admiración, pergeñaba de aquella manera alguna extraña forma de refinada venganza.
La verdadera historia es, sin embargo, muy otra, y no por ello menos sugestiva e intrincada. Todo comienza en el castillo de Stuppach, a no muchos kilómetros de Viena, donde residía un pintoresco y melómano aristócrata llamado Franz von Walsegg zu Stuppach en el que concurrían dos circunstancias: por un lado, la de estar profundamente enamorado de su joven y bella esposa, Anna; y por otro, la de ser un generoso mecenas de los compositores de su época, a los que encargaba piezas que él interpretaba para sus amigos con la orquesta personal que mantenía en su castillo haciéndolas pasar por suyas.
El caso es que, a la tempranísima edad de veintiséis años, la joven Anna se muere, y su enamorado esposo encarga un réquiem para ella, con el buen tino de hacerlo, ni más ni menos, que a un Mozart en el que concurría, también, una doble circunstancia: la de hallarse ahogado por las deudas de juego, y la de encontrarse, a la temprana edad de treinta y cinco años, más cerca de la muerte de lo que él aún ni sospechaba.
Mozart, que reconoce a su esposa Constanza tener la impresión de estar escribiendo su propio Réquiem, acomete la que será su obra magna y póstuma. Tan póstuma que aunque avanza mucho en ella - se acostumbra a afirmar que dos tercios de ella son producto de su genio -, muere en 1791 sin completarla, por lo que su afligida Constanza, no por afligida menos necesitada de los tres mil florines que acompañaban al encargo, encomienda consumar el trabajo a otro compositor, al que selecciona, fíjense Uds., no por ser el mejor de la época, tampoco por ser el más cercano a Wolfang o aquél cuyo estilo pudiera asemejársele más, no. Sino por una condición mucho más prosaica y mundanal, cual la de ser el que tenía una caligrafía más parecida a la del gran maestro vienés, para poder entregar el encargo sin que se notara que estaba inacabado, y poder así cobrarlo y resarcirse de las numerosas deudas que el genial compositor dejaba por toda herencia.
El afortunado elegido no es otro que Franz Xaver Süssmayr, el cual copia todos los manuscritos de Mozart, los completa en lo que falta, y los “amalgama” por así decir. Para completar la superchería que rodea a la genial creación, cuando en un aniversario de la joven condesa Anna, su marido, el enamorado conde Franz, toca la pieza en su castillo por primera vez, la hace pasar, como tantas veces antes con las obras de otros autores, por composición suya. No será sino tiempo después, y ante el éxito que la partitura adquiere, que la pragmática Constanza, que había tenido la precaución de guardar los manuscritos originales de su genial marido, revela la verdadera autoría de la pieza.
Fíjense Uds. lo que son las cosas (me pregunto cuantos datos que tenemos por históricos e incontrovertibles no deberán su inscripción en la historia a parecida constelación de circunstancias): si la joven Constanza momentos antes de hacer su revelación hubiera sufrido suerte similar a la de la condesa a la que el Réquiem de Mozart se dedicaba, y hubiera muerto tan a contramano como ella, hoy tendríamos la maravillosa composición por obra de un músico caprichoso y desigual, un tal Franz von Walsegg zu Stuppach, del que no conoceríamos otro trabajo, y a quien, finalmente, no tendríamos más remedio que reconocerle un fortuito y solitario golpe de genio que, con toda probabilidad, estaríamos atribuyendo al mucho amor que había profesado a su joven esposa Anna, musa improvisada de un adormecido talento musical, y a la formación musical adquirida a fuerza de robarles a otros creadores mucho más geniales sus composiciones.
Luis Antequera
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