“Ahora bien, nadie posee con seguridad los bienes que puede perder contra su voluntad. Pero la verdad y la sabiduría nadie la puede perder contra su voluntad; porque nadie puede ser separado de ella por la distancia de lugar, y así, cuando hablamos de separación de la verdad y de la sabiduría, entendemos por esto la perversión de la voluntad, que menosprecia las cosas superiores y ama las inferiores. Por lo demás, nadie quiere una cosa sin quererla. Tenemos, pues, en la verdad un tesoro, del que todos gozamos igualmente y en común; ningún sobresalto, ningún defecto menoscaba este gozo. No tiene, no puede tener la verdad amadores envidiosos entre sí; a todos se da igualmente toda, y a todos y cada uno en suma castidad. Nadie dice al otro: Retírate para acercarme yo: apártate tú para abrazarla yo; no, todos están estrechamente unidos a ella, todos la poseen toda a la vez. Sus manjares no se dividen en partes; nada de ella bebes tú que no pueda beber yo. Nada de lo que de ella participas conviertes en algo exclusivamente tuyo, sino que todo lo que de ella tomas queda íntegro también para mí. Lo que a ti te inspira, no espero que vuelva de ti para inspirármelo a mí; porque nada de la verdad se convierte nunca en cosa propia de alguno o de varios, sino que simultáneamente es toda común a todos”. (San Agustín. Tratado sobre el Libre Albedrío Cap XIV, fragmento)
Este texto de San Agustín nos muestra una característica de la Verdad que rara vez tenemos en cuenta: la verdad no tiene propietario. ¿No es soberbia sentirse mínimamente poseedor de algo de ella?
Entonces ¿Por qué somos tan dados a discutir por la Verdad? En general lo que defendemos no es la Verdad, sino nuestra verdad frente a la de los demás. Con lo fácil que es ir a beber de la fuente de vida eterna y dejarnos de disputas. Pero para beber hay que arrodillarse públicamente ante la fuente de la Verdad y eso hiere nuestro orgullo.
Néstor Mora Núñez
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