A diario y sin pedir permiso, se hace presente a nuestro lado.
Pensamos en ella cuando son personas conocidas las señaladas, como el futbolista salmantino Miguel García, que escapó por segundos de una muerte súbita, o la inesperada cita al ex presidente argentino Kirchner o al sindicalista Marcelino Camacho. Actúa día y noche sin parar, con su tétrica misión de llamar uno por uno, a todos los mortales sin excepción.
Ante ella, nos sobrecoge a todos un sentimiento de impotencia, de fragilidad, de pequeñez. Sabemos que su llamada será inexorable. Nadie escapará a su dominio. Por instinto, nuestra naturaleza rechaza y se rebela contra esta evidencia. A todos se nos impone más pronto o más tarde, la caducidad de nuestra condición humana.
Un filósofo existencialista llegó a definir al hombre como “el ser para la muerte”.
Entre todos los animales, el hombre es el único que tiene conciencia de su finitud.
En esto sí que hay acuerdo absoluto, indiscutible y universal por parte de todos los humanos. Nadie en su sano juicio, de la cultura, edad, condición, y religión que sea, niega la realidad de la muerte y de su propia muerte. Es la verdad más absoluta, muy por encima de cualquier otra. Y esta obviedad nos hace aceptar otras que no son menos convincentes. A saber: Que estamos aquí de paso. Que nada material nos llevaremos al más allá. Que sin algo detrás, la vida sería un engaño, una frustración mayúscula.
A los creyentes nuestra fe, apoyada en la revelación divina, nos dice que la muerte no es sino la puerta, el paso a dar para el encuentro con Dios. A los ateos les debería llevar a otra valiosa reflexión: Amar y hacer el bien, quizá no sea algo inútil. Merece la pena.
Miguel Rivilla Sanmartín
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