Mientras tantos hombres sigan con apatía y frialdad, sin mover ni un dedo para corresponderle.
Una de las ventajas que solemos tener los hombres es que no podemos saber a ciencia cierta lo que nos ocurrirá en el futuro. Digo ventaja, ante el asombro de alguno, porque hay veces que de haber sabido con anterioridad lo que se nos venía encima, quizá nos habríamos caído muertos antes de tiempo.
A cuántas personas hemos escuchado afirmar que si hubieran sabido con antelación todo lo que les iba a ocurrir después, se lo hubieran pensado dos veces (o más) antes de tomar el rumbo que tomaron. O cuántos nos aseguran que de haber tenido noticia de lo que iban a sufrir, hubieran preferido incluso no haber estado ya vivos.
Aún así, en el horizonte de nuestra vida, a veces despunta certero, como nubarrón de tormenta, un infortunio o padecimiento que nos va a coger de lleno. Y, ¡cómo llega a inquietarse uno en esos momentos! Porque el conocer con certidumbre los propios sufrimientos futuros, suele levantar en el interior un oleaje de miedos y congojas que ponen a prueba el dique de nuestras seguridades más profundas.
Cuántos conocidos nuestros, al diagnosticárseles una enfermedad dolorosa e incurable, se tambalean o incluso se derrumban en su ánimo, viendo ante sí el derrotero de su ya breve y penosa existencia. O imaginemos, por un instante, cómo los mártires cristianos, tras una condena inicua, aguardaban el suplicio inminente. ¡Qué angustia mortal habrá atenazado el alma de algunos de ellos! ¡Qué aguda sería en otros la tentación del abandono tratando de estrangular su fe, su confianza y su amor!
Hay algo en lo más íntimo de cada hombre que se resiste rebelde ante un tormento cercano. ¡Cómo retrocede y se encoje el corazón humano ante el sufrimiento y el dolor que inexorables se avecinan!
Hace 2000 años, a las afueras de Jerusalén, un reservado huerto de olivos fue testigo silencioso de la agonía de un hombre que era, a su vez, Dios. El corazón de Jesucristo que hacía breves instantes había estallado inundando de amor el cenáculo y a los que en él se encontraban, aquella noche entre los olivos, experimentaba angustia y tristeza hasta el punto de morir.
Ahí estaba Cristo, caído rostro en tierra, vencido, aplastado por lo que le venía encima de sacrificio, de escarnio, de humillación, de traición, de soledad, de muerte. Ahí yacía, sumido en agonía por todo eso y por el peso de los pecados de la humanidad entera que grababa implacable sobre Él. También los tuyos y los míos. Todos. Trágica agonía la de Cristo, más que nada porque conocía la indiferencia y el desprecio de tantos que pasarían aquella tarde - y seguirían pasando hasta hoy -, ante su cuerpo crucificado, como ante un objeto cualquiera. Terrible agonía suya, sobre todo porque veía la aparente inutilidad de su cruenta inmolación para tantas almas - de entonces y de ahora - insensibles y cerradas a su amor. Eso fue y sigue siendo lo más duro de su calvario...
Y en aquella hora sobrecogedora, del alma abatida de Jesús sólo pudo elevase al cielo una súplica empapada en lágrimas y en sangre: Padre mío, si es posible, que pase de mí este cáliz, pero no sea como yo quiero, sino como quieras tú.
Me atrevo a decir que quizá Cristo no salió consolado de aquella intensa y sincera oración. Desde luego, salió fortalecido en su adhesión a la voluntad del Padre. Salió confortado para apurar con pulso firme el cáliz amargo de su pasión y muerte. Salió alentado para aceptar incluso que el derramamiento de su sangre, pudiera haber parecido inútil para tantas y tantas almas a lo largo de los siglos. Pero no salió consolado. Al menos no del todo.
Sí, Cristo sigue en agonía. Y su agonía continuará mientras en este mundo persista la apatía y frialdad de tantos hombres, de tantos cristianos, de tantos de nosotros que ante su amor infinito, permanecemos impasibles, sin mover ni un dedo para corresponderle.
Autor: Marcelino de Andrés y Juan Pablo Ledesma
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