ECLESALIA, 16/10/09.- Desde la afirmación de quedar atado/desatado en el cielo lo que en la tierra la Iglesia decreta/deroga, es evidente que un mismo proceder pueda urgir bajo pena de pecado mortal y condenación eterna en un determinado tiempo y en otro no, según tenga establecido la Iglesia en cada momento. Como no guardar ayuno desde las 12 horas de la noche anterior a la comunión, no tener iluminado el sagrario con lamparilla de aceite de oliva, comer carne los miércoles de cuaresma que siguen al de ceniza, celebrar misa en lengua vernácula o por la tarde, no oírla y trabajar el jueves de la Ascensión o el del Corpus, ordenar de diáconos a casados, disponer la cremación del propio cadáver, etc., etc. Habiendo sido desatado todo esto por la Iglesia en vida de muchos de nosotros, no se puede admitir, desde tal presupuesto, que ahora se peque y se merezca el infierno por no atenerse a nada de ello.
A partir de esa misma afirmación es igualmente obvio que un mismo comportamiento sea pecado mortal, o no, a tenor de lo atado por la Iglesia para el lugar en que se tenga la residencia (como no oír misa el día de la fiesta patronal del lugar, si se está en él); o para el rito al que se pertenezca, ya al latino, ya a los orientales católicos (como ordenar de sacerdotes a casados).
Si todo ello resulta obvio a partir de dicha convalidación divina, no lo es menos que obliga a negar que sea infranqueable el abismo que separa el infierno del cielo (como le dijo Abrahán al abrasado Epulón), al menos para los condenados por violar leyes eclesiásticas, luego desatadas. Porque la derogación de la ley, al suprimir el motivo de condena, arrastra el fin de la pena impuesta por violarla. De ahí que en España, al despenalizarse el adulterio en 1978, se excarcelara de inmediato a las mujeres condenadas a prisión por haberlo cometido. Y esto es lo que debe decirse que sucederá en el más allá, al presuponerse asumida en el cielo, como las demás, la disposición eclesiástica del c. 1313,2 del Código de Derecho Canónico: «Si una ley posterior abroga otra anterior, o al menos suprime su pena, ésta cesa de inmediato».
¿Con qué nos quedamos entonces?: ¿con que el infierno no siempre es eterno y se nos engañó desde siempre?; ¿con que Dios es infiel a su palabra y no asume las desataduras eclesiásticas?; ¿con que el infierno sólo es eterno para los violadores de su Ley y para los insumisos a leyes eclesiásticas fallecidos antes de ser éstas desatadas?; ¿con que Dios es menos benigno y civilizado que el hombre, en vez de Amor y perfección suma?; ¿con que Él mismo menosprecia tanto su amor al mundo hasta la entrega de su Unigénito a la cruz por la salvación de todos, que prefiere la condenación eterna impuesta antes de la derogación de su causa?; ¿con que es injusto y cruel al mantenerla, pese a carecer ya de motivo, tras haberlo abrogado la Iglesia? ¿O nos quedamos simplemente con que es falso que quede atado/desatado en el cielo lo que la Iglesia decreta/deroga en la tierra? Ésta es la única posibilidad que ni encierra la contradicción de afirmar y negar a la vez la eternidad del infierno, ni es manifiestamente herética y blasfema.
Que la Iglesia carezca de autoridad para sancionar con pena eterna leyes que, vigentes hoy, puedan mañana ser desatadas (como por definición son todas las suyas derogables y dispensables) es conclusión exigida por la propia obviedad de este planteamiento. Tanta, como la de que dos y dos son cuatro, o la de la respuesta del ciego de nacimiento a los razonamientos de los fariseos sobre la condición pecadora de Jesús: «Lo único que sé es que yo antes estaba ciego y ahora veo».
Tal obviedad no puede resultar afectada por uno de los varios sentidos que se han dado al giro arameo atar/desatar en la tierra/en el cielo. Menos aún, cuando entre ellos figura el diametralmente opuesto: lo que autoricéis/prohibáis en la tierra será lo ya autorizado/prohibido en el cielo. Este significado, por lo demás, es el único que casa con la afirmación de Jesús de decirnos como lo oyó, lo que su Padre le mandó decir, sabedor de ser vida eterna su mandamiento (Jn 12,49-50); el único que casa con su mandato a los apóstoles: «Haced discípulos de todas las gentes […] enseñándoles a guardar todo lo que yo os mandé», y con la súplica «hágase (llegue a ser, establézcase, implántese, etc.) tu voluntad, tal como en el cielo así en la tierra». La angostura de estas líneas no me permite detenerme en esto, ni en los argumentos, análogos a los de los fariseos al ciego de nacimiento, que se hacen a partir de la Escritura y de la Tradición, a favor de la repercusión eterna de los preceptos eclesiásticos urgidos bajo pena de pecado. Quien tenga interés puede verlo en mi libro Parábola del Pecado Original, aunque en realidad todo ello sobra ante la obviedad del propio planteamiento aquí presentado que, en honor a la verdad, sólo revoca los muros del que me hizo un abogado tras leer ese libro mío.
Supuesto inaceptable como digo, salvo con herejía y blasfemia, que las leyes eclesiásticas abolibles y dispensables, puedan condicionar la salvación eterna, o tener repercusión alguna en el siglo venidero, deberían ser rechazados de cuajo (Col 2,20). No sólo por su esterilidad salvífica; sino, además, por no subyugar ni cargar de opresión y cadenas al hombre llamado a la libertad (Gal 5,13). Aunque su contenido sí pueda ser asumido libremente, como modo mutable y perfectivo, personal o incluso comunitario, de expresar, plasmar o condimentar humanamente la fe; sin embargo, sería deseable una cautela máxima, a fin de de no deslizarse sin sentir hacia la perversión de llegar a tenerlo por exigencia de salvación o de mejora de la misma. De este modo, para lo más que vale es para creerse mejor que los demás al abrigo de la ley de la jactancia, la abolida por la de la fe en Jesús (Rom 3,27-28); para juzgase merecedor de la invitación del Rey al banquete de bodas de su Hijo (Mt 22,3), cuando sólo se es siervo de nacimiento, sin más capacidad propia que la de hacer lo que se tiene que hacer (Lc 17,10); y para convertir la fe en secularismo. El que consiste en dar valor de eternidad, no a la palabra de Dios, que permanece para siempre (1Pe 1,25), ni al amor, que es imperecedero (1Cor 13,8); sino a leyes, prácticas y usos de este siglo que, sean optativos o de lo más necesario e imprescindible en la vida del hombre aquí, se evacuarán todos en la muerte, como se evacua en el retrete todo lo que entra por la boca del hombre (Mt 15,17).
A partir de esa misma afirmación es igualmente obvio que un mismo comportamiento sea pecado mortal, o no, a tenor de lo atado por la Iglesia para el lugar en que se tenga la residencia (como no oír misa el día de la fiesta patronal del lugar, si se está en él); o para el rito al que se pertenezca, ya al latino, ya a los orientales católicos (como ordenar de sacerdotes a casados).
Si todo ello resulta obvio a partir de dicha convalidación divina, no lo es menos que obliga a negar que sea infranqueable el abismo que separa el infierno del cielo (como le dijo Abrahán al abrasado Epulón), al menos para los condenados por violar leyes eclesiásticas, luego desatadas. Porque la derogación de la ley, al suprimir el motivo de condena, arrastra el fin de la pena impuesta por violarla. De ahí que en España, al despenalizarse el adulterio en 1978, se excarcelara de inmediato a las mujeres condenadas a prisión por haberlo cometido. Y esto es lo que debe decirse que sucederá en el más allá, al presuponerse asumida en el cielo, como las demás, la disposición eclesiástica del c. 1313,2 del Código de Derecho Canónico: «Si una ley posterior abroga otra anterior, o al menos suprime su pena, ésta cesa de inmediato».
¿Con qué nos quedamos entonces?: ¿con que el infierno no siempre es eterno y se nos engañó desde siempre?; ¿con que Dios es infiel a su palabra y no asume las desataduras eclesiásticas?; ¿con que el infierno sólo es eterno para los violadores de su Ley y para los insumisos a leyes eclesiásticas fallecidos antes de ser éstas desatadas?; ¿con que Dios es menos benigno y civilizado que el hombre, en vez de Amor y perfección suma?; ¿con que Él mismo menosprecia tanto su amor al mundo hasta la entrega de su Unigénito a la cruz por la salvación de todos, que prefiere la condenación eterna impuesta antes de la derogación de su causa?; ¿con que es injusto y cruel al mantenerla, pese a carecer ya de motivo, tras haberlo abrogado la Iglesia? ¿O nos quedamos simplemente con que es falso que quede atado/desatado en el cielo lo que la Iglesia decreta/deroga en la tierra? Ésta es la única posibilidad que ni encierra la contradicción de afirmar y negar a la vez la eternidad del infierno, ni es manifiestamente herética y blasfema.
Que la Iglesia carezca de autoridad para sancionar con pena eterna leyes que, vigentes hoy, puedan mañana ser desatadas (como por definición son todas las suyas derogables y dispensables) es conclusión exigida por la propia obviedad de este planteamiento. Tanta, como la de que dos y dos son cuatro, o la de la respuesta del ciego de nacimiento a los razonamientos de los fariseos sobre la condición pecadora de Jesús: «Lo único que sé es que yo antes estaba ciego y ahora veo».
Tal obviedad no puede resultar afectada por uno de los varios sentidos que se han dado al giro arameo atar/desatar en la tierra/en el cielo. Menos aún, cuando entre ellos figura el diametralmente opuesto: lo que autoricéis/prohibáis en la tierra será lo ya autorizado/prohibido en el cielo. Este significado, por lo demás, es el único que casa con la afirmación de Jesús de decirnos como lo oyó, lo que su Padre le mandó decir, sabedor de ser vida eterna su mandamiento (Jn 12,49-50); el único que casa con su mandato a los apóstoles: «Haced discípulos de todas las gentes […] enseñándoles a guardar todo lo que yo os mandé», y con la súplica «hágase (llegue a ser, establézcase, implántese, etc.) tu voluntad, tal como en el cielo así en la tierra». La angostura de estas líneas no me permite detenerme en esto, ni en los argumentos, análogos a los de los fariseos al ciego de nacimiento, que se hacen a partir de la Escritura y de la Tradición, a favor de la repercusión eterna de los preceptos eclesiásticos urgidos bajo pena de pecado. Quien tenga interés puede verlo en mi libro Parábola del Pecado Original, aunque en realidad todo ello sobra ante la obviedad del propio planteamiento aquí presentado que, en honor a la verdad, sólo revoca los muros del que me hizo un abogado tras leer ese libro mío.
Supuesto inaceptable como digo, salvo con herejía y blasfemia, que las leyes eclesiásticas abolibles y dispensables, puedan condicionar la salvación eterna, o tener repercusión alguna en el siglo venidero, deberían ser rechazados de cuajo (Col 2,20). No sólo por su esterilidad salvífica; sino, además, por no subyugar ni cargar de opresión y cadenas al hombre llamado a la libertad (Gal 5,13). Aunque su contenido sí pueda ser asumido libremente, como modo mutable y perfectivo, personal o incluso comunitario, de expresar, plasmar o condimentar humanamente la fe; sin embargo, sería deseable una cautela máxima, a fin de de no deslizarse sin sentir hacia la perversión de llegar a tenerlo por exigencia de salvación o de mejora de la misma. De este modo, para lo más que vale es para creerse mejor que los demás al abrigo de la ley de la jactancia, la abolida por la de la fe en Jesús (Rom 3,27-28); para juzgase merecedor de la invitación del Rey al banquete de bodas de su Hijo (Mt 22,3), cuando sólo se es siervo de nacimiento, sin más capacidad propia que la de hacer lo que se tiene que hacer (Lc 17,10); y para convertir la fe en secularismo. El que consiste en dar valor de eternidad, no a la palabra de Dios, que permanece para siempre (1Pe 1,25), ni al amor, que es imperecedero (1Cor 13,8); sino a leyes, prácticas y usos de este siglo que, sean optativos o de lo más necesario e imprescindible en la vida del hombre aquí, se evacuarán todos en la muerte, como se evacua en el retrete todo lo que entra por la boca del hombre (Mt 15,17).
José María Rivas Conde
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