Hoy me comentaba un párroco que, en la próxima reunión de arciprestes, tratarían sobre “las celebraciones en ausencia de presbítero”. Mi respuesta fue inmediata: “Deben ir pensando en las celebraciones en ausencia de fieles”. Creo que ése es el problema, la ausencia de fieles. Un problema difícil de reconocer, pero real. Algo similar sucede cuando se habla, ahora que nos acercamos al día del Seminario, de la crisis de vocaciones al sacerdocio. No hay crisis de vocaciones sacerdotales; hay crisis de fe. Posiblemente nos encontremos en una etapa de la historia con uno de los mejores porcentajes de vocacionados al ministerio pastoral en relación al número total de jóvenes practicantes. Cada seminarista es un milagro, porque surge, literalmente, de la nada. Quien no quiera creerme que cuente el número de jóvenes, de menores de sesenta años, pongamos por caso, que acuden a la Misa dominical.
El Papa, en su “Carta a los Obispos de la Iglesia Católica sobre la remisión de la excomunión de los cuatro Obispos consagrados por el Arzobispo Lefebvre”, pone el dedo en la llaga. En el fondo, al leer la Carta, se cae en la cuenta de la verdadera prioridad del Papa. Él mismo la señala: “En nuestro tiempo, en el que en amplias zonas de la tierra la fe está en peligro de apagarse como una llama que no encuentra ya su alimento, la prioridad que está por encima de todas es hacer presente a Dios en este mundo y abrir a los hombres el acceso a Dios. No a un dios cualquiera, sino al Dios que habló en el Sinaí; al Dios cuyo rostro reconocemos en el amor llevado hasta el extremo (cf. Jn 13,1), en Jesucristo crucificado y resucitado. El auténtico problema en este momento actual de la historia es que Dios desaparece del horizonte de los hombres y, con el apagarse de la luz que proviene de Dios, la humanidad se ve afectada por la falta de orientación, cuyos efectos destructivos se ponen cada vez más de manifiesto”.
Ésa es “la” prioridad, suprema y fundamental. Y todo lo demás es, en relación a ese objetivo, secundario; importante, sin duda, pero secundario. Hacer presente a Dios en el mundo exige trabajar en favor de la unidad de los creyentes; en favor del ecumenismo y del diálogo interreligioso. Hacer presente a Dios no es un programa meramente teórico, sino eminentemente práctico; un programa que lleva consigo “dedicarse con amor a los que sufren” y “rechazar el odio y la enemistad”. Enredarse en lo pequeño, cuando es lo grande lo que está en juego, equivale a cortedad de miras.
Criticar al Papa por buscar la reconciliación de un grupo de “disidentes” es absurdo, máxime si consideramos que el Papa está al servicio de la “prioridad suprema”, que no es otra que el amor. El Evangelio no nos consiente ser cicateros – con nadie, y menos con el Papa, llegando a pensar, incluso, en herirle “con una hostilidad dispuesta al ataque” - . Pero es que, además, los tiempos que vivimos no están para lujos ni para caprichos.
Guillermo Juan Morado
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