Esta anécdota la conocen pocos de mis amigos de juventud. (15 años)
En la época de bonanza de mi padre, en una de sus haciendas, había un túnel por donde pasaba el agua de regadío de un lado a otro del cerro. Una especie de canal bajo un cerro.
Un día convencí a varios amigos y amigas a atravesarlo sin saber si anteriormente alguien lo había cruzado. O sea que no sabíamos los antecedentes del túnel ni lo que encontraríamos al cruzarlo ni lo que veríamos al salir. Pero, la juventud se arriezga muchas veces demasiado por conocer lo oculto.
Diez de mis amigos decidieron acompañarme. Otros, más cautelosos decidieron esperar. Los once tomamos una soga larga y tomados de ella empezamos la odisea… yo iba adelante y en fila india me seguía el resto.
Antes de la mitad del túnel, éste empezó a estrecharse y sentíamos el agua con más fuerza, y teníamos que agacharnos para no chocar las cabezas con el techo rocoso y sin forma. A esta altura renunciaron y regresaron varios… quedamos pocos.
Empezamos a sentir los murciélagos zumbando cerca nuestro, aunque no nos tocaban, y el túnel cada vez se convertía en algo muy incómodo y oscuro, ya que teníamos en ciertos tramos que agacharnos tanto que el agua nos llegaba al cuello. A estas alturas renunciaron casi todos y sólo quedamos dos. La soga se la llevaron los renunciantes y nosotros decidimos seguir hasta el final sin nada más que nuestras propias fuerzas y el deseo de ver qué había al otro lado.
Estábamos luchando contra la corriente, contra los murciélagos y contra la oscuridad. No se veía nada, y lo peor de todo es que no sabíamos cuánto nos faltaba para salir, ni qué venía más adelante, ni qué es lo que veríamos al otro lado. Hasta el aire que respirábamos era diferente. Y ya no caminábamos… prácticamente gateando avanzábamos poco a poco.
Había pasado cerca de una hora desde que entramos al tunel y empezamos a ver una pequeña luz al fondo, nos imaginamos que era la salida y nos dimos ánimo para seguir. El túnel se fue agrandando y ya podíamos ver y caminar casi normalmente por el lecho sin forma.
Hasta que por fín… ¡LA SALIDA!
Los dos nos quedamos extasiados ante tan hermoso Valle que veíamos. Creo que era la primera vez que sentía algo hermoso por la naturaleza y, que bien valió nuestro esfuerzo y sacrificio de atravesar la oscuridad, la contracorriente y los benditos bichos que nos zumbaban por todo el cuerpo.
El regreso fue más fácil… sólo nos dejamos llevar por la corriente y estuvimos en el lugar que partimos en un santiamén. Lo bravo fue la ida. Nuestros amigos nos esperaron con aplausos deseosos de conocer nuestra historia - sabían por nuestras caras de felicidad que lo habíamos logrado - pero ninguno se animó a intentarlo… nosotros tampoco.
Esto se lo perdieron los que al principio no se animaron a entrar. Algo se ganaron los que entraron y se desanimaron, pero nosotros que llegamos hasta el final, tuvimos el gran premio de un Valle dibujado por Dios… esa fue nuestra recompensa.
Si mi amigo Juan Boniccelli llega a leer esto, estará de acuerdo conmigo, que lo relatado fue tal como pasó.
Reflexión: Para ver la luz es necesario, muchas veces, pasar por la oscuridad. Si de "Diez" convences a "Uno" para que te siga sin saber a dónde va y sin prometerle nada… es bastante. Es cuestión de fe. Ahora me encuentro guiando... varios "Unos" ya han visto la luz, otros no quisieron tratar y otros entraron y se desanimaron. Pero para mí ahora es mucho más fácil, porque sí tengo que ofrecerles, no un Valle sino al mismo Dibujante.
José Miguel Pajares Clausen
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