martes, 14 de enero de 2014

SAN ANTONIO ABAD - 17 DE ENERO

SAN ANTONIO ABAD



San Antonio Abad es el Padre de todos los monjes, gracias a él la vida monástica en comunidad tomó fuerzas. Este ramillete espiritual nos habla su carisma de retiro y oración: Bienaventurados los que lloran, porque ellos recibirán consolación. (Mt. 5, 5)

SAN ANTONIO, EL MONJE EGIPCIO

San Antonio, cuya fiesta celebramos el 17 de enero, es conocido con distintos apelativos. San Antonio de Egipto, pues allí nació, cerca de Menfis, el año 251. San Antonio del Desierto, pues al desierto se retiró para seguir a Cristo. San Antonio el Grande, por el inmenso influjo de su ascética, tanto por su caridad en atender al prójimo, como por su fortaleza frente a las tentaciones del demonio, tema que con frecuencia han reflejado en sus cuadros los

pintores.

Pero el nombre que le distingue sobre todo es San Antonio abad. Abad significa padre, y entre todos los abades barbudos, Antonio fue por antonomasia el abad, el padre de los monjes. San Pacomio había iniciado el movimiento de convertir a los solitarios anacoretas en cenobitas, agrupándolos en monasterios de vida común. San Antonio fue escogido por la Providencia para consolidar el cenobitismo.

Antonio es un caso ejemplar de tomar la palabra de Dios como dirigida expresamente a cada uno de los oyentes. “Hoy se cumple esta palabra entre vosotros”, había dicho Jesús. Así la cumplió San Antonio. Su vida la conocemos bien, gracias a su confidente y biógrafo San Atanasio, obispo de Alejandría, a quien dejaría en herencia su túnica. Es la primera hagiografía que se conoce, obra muy bien recibida por el mundo romano.

UNA VIDA DE POBREZA, ORACIÓN Y RETIRO

Sus padres le habían dejado una copiosa herencia y el encargo de cuidar de su hermana menor. Un día entró en la iglesia cuando el sacerdote leía: “Ve, vende lo que tienes y dalo a los pobres”. Otro día oyó decir: “No os agobiéis por el mañana”. Y se comprometió a vivirlo sin dilación. Confió su hermana a un grupo de vírgenes que vivían los consejos evangélicos, y él dejó sus tierras a sus convecinos, vendió sus muebles, se despojó de todo, rompió las cadenas que le sujetaban y se marchó al desierto.

El último medio siglo de su vida -vivió 105 años- residió en el monte Colzum, cerca del mar Rojo. Amante de la soledad, allí vivía en una pequeña laura (tipo de ermita), entre largos ayunos y oraciones, y haciendo esteras para no caer en la ociosidad.

Así se defendía contra los violentos ataques del demonio, que no le dejaba un momento de reposo.

LOS SEGUIDORES DE SAN ANTONIO

Es el ambiguo valor del desierto, lugar propicio para el encuentro con Dios y para las tentaciones del maligno. Antonio es un magnífico ejemplo para vencer las tentaciones.

Muy pronto encontró imitadores. Un enjambre de lauras individuales fueron pobladas por fieles seguidores que querían vivir cerca de aquella regla viva. Se reunían para celebrar juntos los divinos oficios. De este modo compaginaban el silencio y soledad con la vida común.

Sólo salió de allí para ayudar a su amigo Atanasio en la lucha contra los herejes, y cuando fue a conocer a Pablo el ermitaño. Se saludaron por su nombre, se abrazaron y ese día trajo el cuervo de Pablo doble ración de pan.

Se le atribuyen muchos milagros. Pero él los rehuía. A Dídimo el Ciego le repite:

No debe dolerse de no tener ojos, que nos son comunes con las moscas, quien puede

alegrarse de tener la luz de los santos, la luz del alma.

Es el Santo taumaturgo que no sólo es invocado en favor de los hombres, sino también

de los animales, que aún son bendecidos el día de San Antonio en muchos sitios.

Era costumbre en las familias alimentar un lechón porcino para los pobres, que se distribuía el día del Santo, y terminará acompañando la imagen misma de San Antonio.

Cargado de méritos, famoso por sus milagros y acompañado del cariño de las multitudes, subió al cielo el Santo Abad el 17 de enero del año de gracia 356.

Gabriel González Nares

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