LOS SACRAMENTOS – UNCIÓN DE LOS ENFERMOS – ORDENACIÓN SACERDOTAL
Del Sacramento de Unción de los enfermos
Parte I: De los Sacramentos
Autor: Promulgado por Juan Pablo II
Título V Del Sacramento de Unción de los enfermos
C998 La unción de los enfermos, con la que la Iglesia encomienda los fieles gravemente enfermos al Señor doliente y glorificado, para que los alivie y salve, se administra ungiéndolos con óleo y diciendo las palabras prescritas en los libros litúrgicos.
Capítulo I De la celebración del sacramento
C999 Además del Obispo, pueden bendecir el óleo que se emplea en la unción de los enfermos: 1º. quienes por derecho se equiparan al Obispo diocesano; 2º. en caso de necesidad, cualquier presbítero, pero dentro de la celebración del sacramento.
C1000 P1 Las unciones han de hacerse cuidadosamente, con las palabras, orden y modo prescritos en los libros litúrgicos; sin embargo, en caso de necesidad, basta una sola unción en la frente, o también en otra parte del cuerpo, diciendo la fórmula completa.
P2 El ministro ha de hacer las unciones con la mano, a no ser que una razón grave aconseje el uso de un instrumento.
C1001 Los pastores de almas y los familiares del enfermo deben procurar que sea reconfortado en tiempo oportuno con este sacramento.
C1002 La celebración común de la unción de los enfermos para varios enfermos al mismo tiempo, que estén debidamente preparados y rectamente dispuestos, puede hacerse de acuerdo con las prescripciones del Obispo diocesano.
Capítulo II Del ministro de la unción de los enfermos
C1003 P1 Todo sacerdote, y sólo él, administra válidamente la unción de los enfermos.
P2 Todos los sacerdotes con cura de almas tienen la obligación y el derecho de administrar la unción de los enfermos a los fieles encomendados a su tarea pastoral; pero, por una causa razonable, cualquier otro sacerdote puede administrar este sacramento, con el consentimiento al menos presunto del sacerdote al que antes se hace referencia.
P3 Está permitido a todo sacerdote llevar consigo el óleo bendito, de manera que, en caso de necesidad, pueda administrar el sacramento de la unción de los enfermos.
Capítulo III De aquellos a quienes se ha de administrar la unción de los enfermos
C1004 P1 Se puede administrar la unción de los enfermos al fiel que, habiendo llegado al uso de la razón, comienza a estar en peligro por enfermedad o vejez.
P2 Puede reiterarse este sacramento si el enfermo, una vez recobrada la salud, contrae de nuevo una enfermedad grave, o si, durante la misma enfermedad, el peligro se hace más grave.
C1005 En la duda sobre si el enfermo ha alcanzado el uso de razón, sufre una enfermedad grave o ha fallecido ya, adminístresele este sacramento.
C1006 Debe administrarse este sacramento a los enfermos que, cuando estaban en posesión de sus facultades, lo hayan pedido al menos de manera implícita.
C1007 No se dé la unción de los enfermos a quienes persisten obstinadamente en un pecado grave manifiesto.
ORDEN SACERDOTAL
El sacramento por el que algunos de entre los fieles quedan constituidos ministros sagrados, al ser marcados con un carácter indeleble, y así son consagrados y destinados a apacentar el pueblo de Dios según el grado de cada uno, desempeñando en la persona de Cristo Cabeza las funciones de enseñar, santificar y regir.
7.1 NOCION
El orden es el sacramento por el que "algunos de entre los fieles quedan constituidos ministros sagrados, al ser marcados con un carácter indeleble, y así son consagrados y destinados a apacentar el pueblo de Dios según el grado de cada uno, desempeñando en la persona de Cristo Cabeza las funciones de enseñar, santificar y regir" (CIC, c. 1008).
Del texto anterior se pueden deducir algunas ideas básicas sobre este sacramento, que después serán ampliadas:
a) De entre la totalidad de los fieles, algunos son constituidos ministros sagrados.
Todo bautizado participa del sacerdocio de Cristo y está por tanto, capacitado para colaborar en la misión de la Iglesia. El orden, sin embargo, imprime una especial configuración -carácter indeleble- que distingue esencialmente a quien lo recibe de los demás fieles, capacitándolo también para funciones especiales. Por eso se afirma que el sacerdote posee el sacerdocio ministerial, distinto del sacerdocio real o sacerdocio común a todos los fieles.
En efecto, la Iglesia es una comunidad sacerdotal, ya que todos los fieles participan de alguna manera del sacerdocio de Cristo -de su oficio profético, sacerdotal y regio- y de la misión única de la Iglesia; todos están llamados a la santidad; todos deben buscar la gloria de Dios y trabajar en el apostolado, dando con su vida testimonio de la fe que profesan.
Esta participación en el sacerdocio de Cristo es doble y difiere esencialmente (ver Catecismo, nn. 1546 y 1547).
Hay un sacerdocio común a todos los fieles, que confieren el bautismo y la confirmación, y un sacerdocio ministerial que sólo tienen quienes reciben el sacramento del orden. Así lo enseña el Concilio Vaticano II en el n. 10 de la Const. Lumen gentium:
"A los fieles laicos, por tanto, les corresponde actuar como ciudadanos corrientes en medio del mundo, tratando de dirigir a Dios todos los asuntos temporales de acuerdo a sus propias circunstancias personales, y cooperando así con Cristo en la renovación del mundo (cfr. Lumen gentium, nn. 31-38). Lo propio de los sacerdotes, en cambio, es celebrar el Santo Sacrificio de la Misa, predicar la palabra divina, administrar los sacramentos y guiar a los hombres en orden a conseguir la salvación eterna."
b) El sacerdote actúa ‘en la persona de Cristo Cabeza’, es decir, actúa en el nombre y con el poder de Cristo.
La identidad del sacerdote no puede ser otra que la de Cristo: Que los hombres nos consideren como ministros de Cristo y dispensadores de los misterios de Dios (I Cor. 4, 1). Así lo Recordaba Juan Pablo II a los sacerdotes en Czestochowa: Este servicio alto y exigente no podrá ser prestado sin una clara y arraigada convicción acerca de vuestra identidad como sacerdotes de Cristo, depositarios y administradores de los misterios de Dios, instrumento de salvación para los hombres, testigos de un reino que se inicia en este mundo, pero que se completa en el más allá (Discurso, 6-VI-1979).
Todo esto significa que, si cada fiel es otro Cristo, y Cristo mismo se identifica con los miembros de su Cuerpo Místico (cfr. Hechos 9, 4-5) con mayor razón hay que afirmarlo del sacerdote, cuya consagración y misión son una específica identificación con Jesucristo, a quien representa.
c) Las funciones que desempeña se resumen en una triple potestad: enseñar, santificar y regir.
De los sacerdotes -otros Cristos- depende en gran parte la vida sobrenatural de los fieles, ya que solamente ellos pueden hacer presente a Jesucristo sobre el altar y perdonar los pecados. Aunque éstas son las dos funciones principales del ministerio sacerdotal, su misión no se agota ahí: administra también los otros sacramentos, predica la palabra divina, dirige espiritualmente, etc. Es decir, participa del triple poder de Cristo:
1) Poder de santificar, administrando los sacramentos, sobre todo el de la Penitencia y el de la Eucaristía.
2) Poder de regir, dirigiendo a las almas, orientando su vida hacia la santidad.
3) Poder de enseñar, anunciando a los hombres el Evangelio.
d) Según el grado de cada uno significa que el sacramento consta de diversos grados, y por eso se llama orden. Esto lo estudiaremos después con detalle.
7.2 SACRAMENTO DE LA NUEVA LEY
Jesucristo es el verdadero y supremo Sacerdote de la Nueva Ley, pues sólo El nos reconcilió con Dios por medio de su Sangre derramada en la Cruz (cfr. Hebr. 8, 1; 9, 15). Sin embargo, quiso Jesús que algunos hombres, escogidos por Él, participaran de la dignidad sacerdotal de modo que llevaran los frutos de la redención a todos los demás. Con ese fin instituyó el sacerdocio de la Nueva Alianza (cfr. Lc. 22, 19). A su vez los Apóstoles, inspirados por Dios, sabían que el encargo de Jesús no acabaría con ellos, y por eso transmitían el ministerio mediante el sacramento del orden, que administraban por la imposición de las manos y la oración (cfr. Hechos 14, 23-24). De este modo, comunicaban a otros hombres el poder de regir, santificar y enseñar que ellos habían recibido directamente del Señor.
Es dogma de fe explícitamente definido (cfr. Dz. 949, 961, 963, 2049, 2050) que el sacramento del orden sacerdotal es uno de los siete sacramentos de la Nueva Ley instituidos por Nuestro Señor Jesucristo.
Los protestantes niegan este sacramento: para ellos no hay distinción entre los sacerdotes y los laicos; todos los fieles son sacerdotes, y para ejercitar el ministerio sólo requieren un nombramiento o delegación de la comunidad.
a) Consta expresamente en la Sagrada Escritura que Cristo hizo de los Apóstoles una elección especial: "Subió a un monte y llamando a los que quiso, vinieron a El, y designó a doce para que le acompañaran y para enviarlos a predicar" (Mc. 3, 13-15); "No me habéis elegido vosotros a mí, sino que yo os elegí a vosotros" (Jn. 15, 16).
b) Al elegirlos, les confió una misión y les dio unos poderes particulares; en concreto:
poder de perdonar los pecados: "A quienes perdonareis los pecados les serán perdonados" (Jn. 20, 23; cfr. Mt. 16, 19; 18, 18);
poder de administrar los demás sacramentos y de predicar la palabra de Dios: "Id y enseñad a todas las gentes, bautizándolas en el nombre del Padre, y del Hijo y del Espíritu Santo, enseñándoles a observar todo cuanto os he mandado" (Mt. 28, 19-20); "Como mi Padre me envió, así yo os envío a vosotros" (Jn. 20, 21);
poder sobre el Cuerpo real de Cristo, para renovar incruentamente el sacrificio de la Cruz, hasta el fin de los siglos (cfr. Lc. 22, 19; I Cor. 11, 23-25). Este es el principal poder que reciben los presbíteros, pues el sacerdocio se ordena primariamente al sacrificio.
c) Estos poderes fueron dados por el Señor a sus Apóstoles con una finalidad: continuar su misión redentora hasta el fin de los siglos (cfr. Mt. 28, 20; Jn. 17, 18). Esta finalidad sería inalcanzable si los poderes terminaran con la muerte de los doce Apóstoles, y por eso Cristo les mandó que los transmitieran, y así lo entendieron y practicaron desde el principio:
impusieron las manos sobre algunos, elegidos específicamente (cfr. Hechos 6, 6; 13, 13);
constituyeron presbíteros y obispos para gobernar las iglesias locales (cfr. Hechos 14, 23; 20, 28), para administrar los sacramentos (cfr. I Cor. 4, 1), para fomentar las buenas costumbres y vigilar la recta doctrina (cfr. I Tes. 3, 2).
Este sacramento se llama orden sagrado porque, como veremos más adelante, consiste en grados ordenados, jerárquicamente subordinados entre sí, de los que resulta la jerarquía eclesiástica:
"orden, si atendemos a su etimología y concepto, es cierta disposición de cosas superiores e inferiores que están entre sí tan ajustadas, que una se relaciona con otra. Por tanto, habiendo en este ministerio muchos grados y cargos distintos, y estando todos distribuidos y dispuestos por un sistema determinado, es claro que muy bien y propiamente se le ha dado el nombre de orden" (Catecismo Romano, p. 2, cap. 7, n. 9).
7.3 EL SIGNO EXTERNO DEL SACRAMENTO
7.3.1 La materia
En 1947, después de una larga controversia sobre el tema, Pío XII declaró que la materia del sacramento del orden es la imposición de las manos (cfr. Dz. 2301; y también CIC, c. 1009 & 2).
La controversia tuvo su origen en que, al conferir las sagradas órdenes, al rito de origen apostólico de la imposición de las manos se añadió, en los siglos X, XI y XII, la traditio instrumentorum, es decir, la entrega de los instrumentos de los que se sirve el sacerdote en su ministerio (el cáliz y la patena, el libro de los Evangelios, etc.). Esta entrega de instrumentos, tomada de las costumbres civiles romanas, llegó a considerarse con cierta frecuencia como algo necesario para la validez del sacramento, hasta que Pío XII dejó fuera de toda duda que no era algo esencial.
En otros sacramentos la materia es una res (cosa) -p. ej., el agua, aceite, etc.- porque el efecto del sacramento no deriva de algo que tenga el ministro; en cambio en el sacramento del orden se comunica una potestad espiritual que viene de Dios, pero que es participada por quien lo confiere: por eso la fuerza de la materia está en el ministro y no en un elemento material.
7.3.2 La forma
La forma es la oración consecratoria que los libros litúrgicos prescriben para cada grado (cfr. CIC, c. 1009 & 2).
En la ordenación de presbíteros son las palabras de la oración que el obispo dice después de que el ordenado ha recibido la imposición de las manos. Las esenciales son: Te pedimos, Padre todopoderoso, que confieras a estos siervos tuyos la dignidad del presbiterado; renueva en sus corazones el Espíritu de santidad; reciban de Ti el sacerdocio de segundo grado y sean, con su conducta, ejemplo de vida (Ritual de Ordenación de Presbíteros, n. 22).
7.4 EFECTOS DEL SACRAMENTO DEL ORDEN
Por la ordenación sagrada, el sacerdote es constituido ministro de Dios y dispensador de los tesoros divinos (cfr. I Cor. 4, 1). Con este sacramento recibe una serie de efectos sobrenaturales que le ayudan a cumplir su misión, siendo los principales: a) el carácter indeleble, b) la potestad espiritual, c) el aumento de gracia santificante y d) la concesión de la gracia sacramental.
7.4.1 El carácter
Este sacramento imprime carácter indeleble, distinto al del bautismo y al de la confirmación, que constituye al sujeto en sacerdote para siempre: Tú eres sacerdote para siempre, según el orden de Melquisedec (Ps. 109: cfr. Hebr. 5, 5-6).
En el caso de los tres sacramentos que lo imprimen, el carácter es una cierta capacitación para el culto, que en el sacramento del orden constituye la más plena participación en el sacerdocio de Cristo:
- lleva a su plenitud el sacerdotal (esse sacerdotale),
- perfecciona el poder sacerdotal (posse sacerdotale),
- corona la capacidad de ejercer fácilmente ese poder sacerdotal (bene posse sacerdotale) que el fiel ya tiene por el bautismo y la confirmación.
El carácter realiza todo esto a través de una configuración del que se ordena con Cristo, Cabeza del Cuerpo Místico, que le faculta para participar de un modo muy especial en su sacerdocio y en su triple función. Por eso el sacerdote se convierte en:
a) ministro autorizado de la palabra de Dios, participando del munus docendi (poder de enseñar);
b) ministro de los sacramentos, participando del munus sanctificandi (poder de santificar); de modo especial se convierte en ministro de la Eucaristía, por lo que su oficio principal es la celebración del Santo Sacrificio del Altar, donde se renueva sacramentalmente la obra de nuestra Redención y se aplican sus frutos, y donde el ministerio sacerdotal encuentra su plenitud, su centro y su eficacia (cfr. Concilio Vaticano II, Presbyterorum ordinis, n. 5);
c) ministro del pueblo de Dios, participando del munus regendi (poder de gobernar); así, entra a formar parte de la jerarquía eclesiástica, de modo distinto según su grado propio: adquiere una potestad espiritual para conducir a los fieles a su fin sobrenatural eterno. Este efecto se explica por separado a continuación.
7.4.2 La potestad espiritual
En la jerarquía de la Iglesia, de la que se forma parte en virtud del sacramento del orden, podemos distinguir dos planos:
La jerarquía de orden: está formada por los obispos, presbíteros y diáconos, su finalidad es ofrecer el Santo Sacrificio y administrar los sacramentos;
La jerarquía de jurisdicción (que supone la anterior): está formada por el Papa y los obispos en comunión con él (o quienes, en el derecho canónico, se equiparan a los obispos); los presbíteros y di conos se insertan en ella a través de su colaboración con el Ordinario respectivo.
7.4.3 La gracia santificante y la sacramental
Al igual que los demás sacramentos de vivos, el sacramento del orden aumenta la gracia santificante (cfr. Dz. 701).
Otorga, además, la gracia sacramental; es decir, la ayuda sobrenatural necesaria para poder ejercer debidamente las funciones correspondientes al grado recibido (cfr. Dz. 2301).
7.5 DIVERSIDAD DE GRADOS EN EL SACRAMENTO DEL ORDEN
El ministerio eclesiástico, instituido por Dios, está ejercido en diversos órdenes que ya desde antiguo reciben los nombres de obispos, presbíteros y diáconos.
La doctrina católica, expresada en la liturgia, el magisterio y la práctica constante de la Iglesia, reconoce que existen dos grados de participación ministerial en el sacerdocio de Cristo: el episcopado y el presbiterado. El diaconado está destinado a ayudarles y a servirles. Por eso, el término ‘sacerdote’ designa, en el uso actual, a los obispos y a los presbíteros, pero no a los diáconos. Sin embargo, la doctrina católica enseña que los grados de participación sacerdotal (episcopado y presbiterado) y el grado de servicio (diaconado) son los tres conferidos por un acto sacramental llamado ‘ordenación’, es decir, por eso sacramento del Orden (Catecismo, n. 1554).
No son, por tanto, sacramentos diversos (cfr. Concilio Vaticano II: Christus Dominus, n. 15; Lumen gentium, n. 21; Presbyterorum ordinis, n. 2).
7.5.1 El episcopado
"Entre los diversos ministerios que existen en la Iglesia, ocupa el primer lugar el ministerio de los obispos que, a través de una sucesión que se remota hasta el principio, son los transmisores de la semilla apostólica" (LG 20) (Catecismo, n. 1555).
En orden a la consagración de la Eucaristía su potestad no excede a la de los presbíteros, pero sí la excede en:
- conferir el sacramento del orden (cfr. Dz. 967; CIC, c. 1012);
- terminar el ciclo de la iniciación cristiana confiriendo el sacramento de la confirmación (cfr. CIC c. 882);
- de ordinario, se reserva también a los obispos la consagración de los santos óleos (cfr. CIC, cc. 857 y 880);
- el derecho a predicar en cualquier lugar (cfr. CIC, c. 763);
- el ser colocados al frente de las diócesis o Iglesias locales y gobernarlas con potestad ordinaria, bajo la autoridad del Romano Pontífice (cfr. CIC, cc. 375-376); pero tiene al mismo tiempo con todos sus hermanos en el episcopado colegialmente, la solicitud de todas las Iglesias (Catecismo, n. 1566).
- le corresponde, en su diócesis, dictar normas sobre el seminario (cfr. CIC, c. 259), sobre la predicación (c. 772), sobre la liturgia (c. 838), etc.
Además, son los obispos quienes conceden a los presbíteros cualquier poder de régimen que puedan tener sobre los demás fieles, y el encargo de predicar la palabra divina.
7.5.2 El presbiterado
Los presbíteros (del griego presbyterós = anciano), aunque no tienen la plenitud del sacerdocio y dependen de los obispos en el ejercicio de su potestad, tienen el poder de:
- consagrar el Cuerpo y la Sangre de Cristo;
- perdonar los pecados;
- ayudar a los fieles con las obras y la doctrina;
- administrar aquellos otros sacramentos que no requieran necesariamente el orden episcopal.
7.5.3 El diaconado
El diácono (del griego diaconós = servidor) asiste al sacerdote en determinados oficios; p. ej.:
- en las funciones litúrgicas, en conformidad con los respectivos libros;
- administrando el bautismo solemne;
- reservando y distribuyendo la Eucaristía, llevando el Viático a los moribundos y dando la bendición con el Santísimo;
- asistir al Matrimonio donde no haya sacerdote, etc. (cfr. el Motu proprio Sacrum diaconatus ordinem de Pablo VI, del 18-VI-1967).
El diáconado que fue y sigue siendo un escalón previo al presbiterado, es también ahora un grado permanente y propio de la jerarquía (cfr. Conc. Vat. II, Const. Lumen gentium, n. 29; y Motu proprio Ad pascendam de Paulo VI, del 15-VIII-1972).
7.6 MINISTRO DEL SACRAMENTO DEL ORDEN
Se entiende por ministro del orden sacerdotal aquel que tiene potestad para administrarlo.
Es ministro de la ordenación sagrada en todos sus grados, el obispo consagrado (cfr. CIC, c. 1012); así consta en el Concilio de Florencia (cfr. Dz. 701) y en el de Trento (cfr. Dz. 967).
"Dado que el sacramento del Orden es el sacramento del ministerio apostólico, corresponde a los obispos, en cuanto sucesores de los apóstoles, transmitir el don espiritual; la semilla apostólica" (Catecismo, n. 1576).
Según la Sagrada Escritura, los Apóstoles (cfr. Hechos 6, 6; 14, 22; II Tim. 1, 6) o los discípulos de los Apóstoles consagrados por éstos como obispos (cfr. I Tim. 5, 22; Tit. 1, 25), aparecen como los ministros de la ordenación.
7.6.1 Condiciones para administrarlo válidamente
Para la validez basta que el obispo tenga la intención requerida y observe el rito externo de ordenación (cfr. Dz. 855, 860), aunque sea hereje, cismático, simoníaco, o se halle excomulgado.
A los muchos datos que nos proporciona en este sentido la historia de la Iglesia, hay que añadir documentos papales muy antiguos que explícitamente afirman la validez de las ordenaciones conferidas por verdaderos obispos, aunque fueran cismáticos o herejes: p. ej., carta del Papa Anastasio II al emperador Anastasio I, del año 496 (cfr. Dz. 169), carta del Papa Gregorio I a los obispos de Georgia, del año 601 (cfr. Dz. 249), una decisión en el Concilo de Guastalla, celebrado en 1106 (cfr. Dz. 358).
Por otra parte, en 1896, el Papa León XIII, siguiendo la opinión que ya habían mantenido sus predecesores desde que se planteó el problema a mediados del siglo XVI, declaró explícitamente que eran inválidas las ordenaciones conferidas por los anglicanos. Pero esto no se debía a que el obispo fuera cismático o hereje, sino a que la forma que usaron durante siglos era incapaz de significar lo que es el sacramento y, por tanto, el mismo sacramento era inválido. A lo cual se añadía la duda sobre si el ministro tenía la intención de hacer lo que hace la Iglesia, ya que se rechazaba expresamente el carácter sacrificial de la Misa, fin propio de la ordenación sacerdotal (cfr. Dz. 1963-1966).
7.6.2 Condiciones para administrarlo lícitamente
A. Para la consagración de obispos
Para ordenar obispos lícitamente se requiere ser obispo y tener constancia del mandato (o nombramiento) del Romano Pontífice (cfr. CIC, c. 1013). Además, en la ordenación deben estar presentes al menos otros dos obispos (cfr. CIC, c. 1014).
En efecto, está reservada al Romano Pontífice la facultad de autorizar, mediante una Bula, la consagración episcopal. El canon 1382 prevé una excomunión reservada a la Santa Sede tanto al obispo que sin esa autorización consagra a otro obispo, como al que permite ser consagrado sin ese mandato del Papa.
B. Para la ordenación de presbíteros y diáconos
Respecto a la lícita ordenación de los presbíteros y los diáconos, el ministro es el propio obispo, o bien cualquier otro obispo con legítimas dimisorias es decir, autorización (cfr. 7.7.2.B.a) del Ordinario propio. El ministro, además, debe estar en estado de gracia.
El obispo que ordena debe cerciorarse debidamente de la idoneidad del candidato, de acuerdo a las normas establecidas por el derecho (cfr. CIC, cc. 1050-1052), que vienen a ser una concreción de aquella recomendación de San Pablo: No seas precipitado en imponer las manos a nadie, no vengas a participar en los pecados ajenos (I Tim. 5, 22).
Cuando el obispo ordena a un súbdito propio él debe asegurarse de la idoneidad; si se trata de un súbdito ajeno, ha de recibir esta información escrita del mismo que envía las letras dimisorias. Estos certificados escritos reciben el nombre de cartas testimoniales
7.7 SUJETO DEL SACRAMENTO DEL ORDEN
7.7.1 Condiciones para recibirlo válidamente
a) "Sólo el varón bautizado recibe válidamente la ordenación" (CIC, c. 1024).
Queda claro, por tanto, que si no ha habido válida recepción del bautismo, tampoco es válida la ordenación, ya que el bautismo es ianua sacramentorum: puerta de entrada a todos los demás sacramentos.
Sobre la cuestión de la admisión de las mujeres al sacerdocio ministerial, la Iglesia siempre ha enseñado que Jesucristo quiso que quienes habían de ejercer visiblemente el oficio sacerdotal en su nombre, fueran varones:
El eligió a los Apóstoles sólo entre los discípulos varones aunque también las mujeres le seguían en muchas ocasiones, e incluso se mostraron más fieles y más fuertes que los hombres.
Ni los Apóstoles que al salir del mundo hebreo para entrar al griego se encontraron con la existencia de sacerdotisas en algunos cultos paganos, ni tampoco sus sucesores, administraron el sacramento del orden a las mujeres.
En la Iglesia antigua se tomó como inaceptable la costumbre introducida por algunas sectas, especialmente las gnósticas, de ordenar mujeres; ya en la segunda mitad del siglo II lo atestigua San Irineo (cfr. Adversus haerases PG 7, 580-581).
Puede, por tanto, tomarse como una norma perpetua lo hecho por Cristo y por los Apóstoles, ya que la Iglesia no tiene ninguna potestad sobre la esencia de los sacramentos, es decir, sobre lo que Cristo mismo estableció (cfr. Dz. 2301).
El 22 de mayo de 1994 el Papa Juan Pablo II declaró como definitiva la decisión de la Iglesia de no admitir a las mujeres a la ordenación sacerdotal: Con el fin de alejar toda duda sobre una cuestión de gran importancia, que atañe a la misma constitución divina de la Iglesia, en virtud de mi ministerio de confirmar en la fe a mis hermanos (cfr. Lucas 22, 32), declaro que la Iglesia no tiene modo alguno la facultad de conferir la ordenación sacerdotal a las mujeres, y que este dictamen debe ser considerado como definitivo por todos los fieles de la Iglesia (Carta Apostólica del Papa Juan Pablo II sobre la Ordenación Sacerdotal reservada sólo a los hombres, 22-V-1994).
Como un argumento de conveniencia de esta reserva del sacramento del orden al varón, se puede considerar que el sacerdote tiene que representar a Cristo al celebrar el Sacrificio de la Misa y confeccionar la Eucaristía. Por el simbolismo sacramental, tiene que darse una semejanza natural entre Cristo y sus ministros, lo que sólo sucede si éstos son varones, como lo es Cristo.
No se rebaja de ningún modo la dignidad de la mujer por el hecho de que no pueda recibir este sacramento:
la criatura más excelsa ha sido la Santísima Virgen, Madre de Dios y Madre nuestra, que no recibió el sacerdocio ministerial;
si se exceptúa esta limitación, a la mujer han de reconocerse plenamente, en la Iglesia, los mismos derechos y deberes que a los hombres.
En su primer viaje a Estados Unidos, Juan Pablo II volvió a repetir estas ideas a un grupo de sacerdotes que se reunieron con él en Filadelfia: El hecho de que haya una llamada personal individual al sacerdocio por el Señor, a los hombres ‘a quienes El ha decidido llamar’, está de acuerdo con la tradición profética. Esto debería ayudarnos a comprender también que la decisión tradicional de la Iglesia de no llamar a mujeres, no entraña ninguna afirmación acerca de los derechos humanos, ni es exclusión de las mujeres de la santidad y misión de la Iglesia. Esta decisión expresa bien la convicción de la Iglesia acerca de esta dimensión particular del don del sacerdocio, por cuyo medio Dios ha elegido pastorear a su grey (Homilías, 4-X-1979). Véanse, además, los escritos de Pablo VI al Arzobispo de Canterbury de 30-XI-1975 y el 23-III-1975 (AAS 68, 599-600) y la Declaración de la S.C. para la Doctrina de la Fe del 15-X-1976 (AAS 69, 89-116, Catecismo, n. 1577).
b) En cuanto a la intención, se requiere al menos habitual (la que se tenía antes y no se retractó), aunque en la práctica ser intención actual (es decir, en el momento de recibir el sacramento), por comportar el sacramento un nuevo estado de vida y, por tanto, nuevas y graves obligaciones.
Si no hubo libertad, y por esto se excluyó la intención de recibir el sacramento, la ordenación es nula y consecuentemente no se tiene tampoco ninguna obligación (cfr. CIC, c. 1026).
Podría suceder que una coacción por miedo grave no lleve a excluir la intención de recibir el orden sacerdotal, en cuyo caso la ordenación es válida.
Antes de recibir la ordenación, los candidatos deben entregar al superior legítimo una declaración escrita de puño y letra, en la que hagan constar que reciben el orden espontánea y libremente (cfr. CIC, c. 1036).
7.7.2 Condiciones para recibirlo lícitamente
A. Cualidades requeridas por derecho divino
Para la lícita ordenación se requiere, por voluntad divina, vocación y estado de gracia.
a) Vocación o llamada de Dios (cfr. CIC, c. 1029)
Para llegar al sacerdocio es necesaria una llamada específica de Dios:
"¡Hemos sido llamados! Esta es la verdad fundamental, que nos debe infundir aliento y alegría! Jesús mismo dijo a los Apóstoles: “No me habéis elegido vosotros a mí, sino que yo os he elegido a vosotros y os he puesto para que vayáis y deis fruto, y vuestro fruto permanezca” (Jn. 15, 16). . . Ninguno, efectivamente, se atrevería a llegar a ser ministro de Cristo, en contacto permanente con el Altísimo. ¡Nadie tendría la audacia de cargar sobre sí el peso de las conciencias, y de aceptar una soledad sagrada y mística! La llamada nos da fuerza para ser, con constancia y fidelidad, lo que somos: en los momentos de serenidad, pero sobre todo en los momentos de crisis y de debilidad, digámonos a nosotros mismos: “¡Animo! He sido llamado! Heme aquí, envíame!” (Is. 6, 8). (Juan Pablo II, Discurso a un grupo de sacerdotes milaneses, 21-IV-1979.)
Esa vocación comprende, como signos, la recta intención y la probidad de vida:
- recta intención: consiste en buscar de manera exclusiva, o al menos de modo principal, la gloria de Dios, el bien de las almas y la propia santificación;
- virtud probada: es decir, sólida vida de piedad y de mortificación, afán de servicio, constancia de ánimo, porque el sacerdote es mediador entre Dios y los hombres, dispensador de los misterios divinos (cfr. I Cor. 4, 1. Ver Documento de Puebla, nn. 862-891).
b) Estado de gracia
Es necesario para recibir lícitamente el sacramento del orden, por la misma razón que lo es para recibir los demás sacramentos de vivos.
B. Cualidades requeridas por derecho eclesiástico
Por disposición de la Iglesia se requiere en el ordenando los siguientes requisitos:
a) Letras dimisorias (cfr. CIC, c. 1018).
Dimisoria es el acto por el que se autoriza la ordenación de alguien, realizado por quien tiene la facultad de dar esa autorización. Como de ordinario ese acto se realiza por escrito, se habla de ‘letras o cartas dimisorias’.
b) Ciencia suficiente (cfr. CIC, c. 1027), que incluye el debido conocimiento de todo lo que se refiere al sacramento del orden, y a las obligaciones que lleva consigo (cfr. CIC, c. 1028).
La Iglesia exige a los ordenandos una declaración, reforzada por juramento, suscrita de puño y letra por el interesado, de que se conocen las obligaciones del grado que se va a recibir.
Para quienes van a recibir el diaconado, es necesario haber terminado el quinto año del ciclo de estudios filosófico-teológicos (cfr. CIC, c. 1032 & 1). Nada se dice de los estudios que han de haberse cursado para recibir el presbiterado, aunque parece deducirse que hay que tenerlos todos (cfr. CIC, c. 1032 & 2). Para el episcopado es necesario el Doctorado, o al menos la Licenciatura en Sagradas Escrituras, Teología o Derecho Canónico; o, en su defecto, pericia en esas materias (cfr. CIC, c. 378 & 1, 5o.).
c) Edad: 25 años para poder recibir el presbiterado (cfr. CIC, c. 1031 & l) y 35 para el episcopado (cfr. CIC, c. 378 & 1, 3o.).
En el caso del diaconado caben dos posibilidades:
si el diácono va a ser destinado al presbiterado necesita tener al menos 23 años (cfr. CIC, c. 1031 & 1);
si el diácono va a ser destinado permanentemente y está casado, necesita al menos 35 años y el consentimiento de su mujer (cfr. CIC, c. 1031 & 2).
d) Observar un intersticio de al menos seis meses entre el diaconado y el presbiterado (cfr. CIC, c. 1031 & 1).
El intersticio es un espacio de tiempo que debe existir entre los dos primeros grados del sacramento del orden, con la finalidad de que se pueda ejercitar el orden recibido.
e) Haber recibido el sacramento de la confirmación (cfr. CIC, c. 1033).
f) Rito de admisión (cfr. CIC, c. 1034 & 1)
Antes de recibir el diaconado o el presbiterado, los interesados han de ser admitidos como candidatos por la autoridad competente con un rito litúrgico establecido, habiendo previamente hecho la solicitud escrita y firmada de puño y letra.
g) Haber hecho ejercicios espirituales, al menos durante cinco días, antes de recibir la ordenación (cfr. CIC, c. 1039).
h) Ausencia de irregularidades e impedimentos (cfr. CIC, c. 1040). La irregularidad es una clase de impedimento que se caracteriza por la perpetuidad, mientras que al impedimento que no es perpetuo se le clasifica de simple impedimento.
Los impedimentos e irregularidades han de interpretarse estrictamente (cfr. CIC, c. 18); su numeración constituye un numerus clausus número cerrado, por lo que no cabe apreciar la existencia de algunos más por analogía.
Las irregularidades, pues, son impedimentos perpetuos que impiden recibir lícitamente el orden sagrado. Han sido establecidas por la Iglesia en atención a la reverencia que se debe a los ministros sagrados. Son las siguientes (cfr. CIC, c. 1041):
- padecer alguna forma de amnesia u otra enfermedad psíquica;
- haber caído en apostasía, herejía o cisma;
- haber atentado (intentado) matrimonio, aun sólo civil, estando impedido por vínculo, orden sacerdotal o voto público perpetuo de castidad;
- haber cometido homicidio voluntario;
- haber procurado o cooperado positivamente en un aborto, habiéndose éste verificado;
- mutilarse a sí mismo o a otro, dolosa y gravemente;
- haber intentado suicidarse;
- realizar un acto de potestad de orden reservado a los obispos o a los presbíteros.
Los simples impedimentos son (cfr. CIC, c. 1042):
- estar casado;
- desempeñar un cargo o tarea de administración prohibido a los clérigos;
- haber sido bautizado recientemente y, por tanto, no estar suficientemente probado.
7.8 LAS OBLIGACIONES DE LOS CLERIGOS
No trataremos aquí de la obligación de celebrar la Santa Misa y de administrar los sacramentos que tienen los sacerdotes, ya que eso se estudia en los tratados correspondientes al hablar del ministro del sacramento.
7.8.1 El celibato sacerdotal
Por razones convenientemente fundadas en el misterio de Cristo y de su misión, el derecho impone el celibato a todos los sacerdotes de la Iglesia latina (cfr. CIC, c. 277; Catecismo, n. 1579).
En 1965, dos documentos del Concilio Vaticano II trataron el tema del celibato sacerdotal (cfr. Presbyterorum ordinis, n. 16; Optatam totius, n. 10).
En 1967, en su Encíclica Sacerdotalis coelibatus, Pablo VI vuelve a hablar del mismo tema. Junto a un breve esquema de la historia de la institución del celibato y a otras consideraciones de interés, expone una a una las posibles razones en pro y en contra, basando íntegramente su Magisterio en la doctrina ya recogida en el Concilio Vaticano II.
En 1971, en el II Sínodo de los Obispos se preparó un nuevo documento en el mismo sentido, aprobado y promulgado luego por Pablo VI: De sacerdocio ministeriali, 30-XI-1971.
En 1979 el celibato fue objeto de una nueva reafirmación del Magisterio ordinario de Juan Pablo II: ¿Por qué es un tesoro? ¿Queremos tal vez con esto disminuir el valor del matrimonio y la vocación a la vida familiar? ¿O bien sucumbimos al desprecio maniqueo por el cuerpo humano y por sus funciones? ¿Queremos tal vez despreciar de algún modo el amor, que lleva al hombre y a la mujer al matrimonio y a la unión conyugal del cuerpo, para formar así una sola carne? ¿Cómo podremos pensar y razonar de tal manera, si sabemos, creemos y proclamamos, siguiendo a San Pablo, que el matrimonio es un ‘sacramento magno’? Ninguno, sin embargo, de los motivos con los que a veces se intenta ‘convencernos’ acerca de la inoportunidad del celibato, corresponde a la verdad que la Iglesia proclama y que trata de realizar en la vida a través de un empeño concreto, al que se obligan los sacerdotes antes de la ordenación sagrada. Al contrario, el motivo esencial, propio y adecuado está contenido en la verdad que Cristo declaró, hablando de la renuncia al matrimonio por el Reino de los Cielos, y que San Pablo proclamaba, escribiendo que cada uno en la Iglesia tiene su propio don. El celibato es precisamente un ‘don del Espíritu’. Un don semejante, aunque diverso, se contiene en la vocación al amor conyugal verdadero y fiel, orientado a la procreación según la carne, en el contexto tan amplio del sacramento del matrimonio. Es sabido que este don es fundamental para construir la gran comunidad de la Iglesia, Pueblo de Dios. Pero si esta comunidad quiere responder plenamente a su vocación en Jesucristo, ser necesario que se realice también en ella, en proporción adecuada, ese otro ‘don’, el don del celibato ‘por el Reino de los Cielos’ (Carta Novo incipiente, 8-IV-1979, n. 63).
Esta insistencia es un signo claro, tanto de los ataques a que se ve sometida esta institución, como de la decidida voluntad de la Iglesia de mantener la praxis antiquísima, pues aunque el celibato por el Reino de los Cielos no viene exigido por la naturaleza misma del sacerdocio, le es muy conveniente.
Siguiendo el esquema de la Encíclica Sacerdotalis coelibatus, podemos señalar algunas razones que manifiestan esta especial conveniencia del celibato para los sacerdotes:
- Razones cristológicas:
con el celibato los sacerdotes se entregan de modo m s excelente a Cristo, uniéndose a Él con corazón indiviso;
el contenido y la grandeza de su vocación, lleva al sacerdote a abrazar en su vida esa perfecta continencia, de la que es prototipo y ejemplo la virginidad de Cristo Sacerdote;
si se considera que Cristo no quiso para sí otro vínculo nupcial que el que contrajo con todos los hombres en la Iglesia, se ve en qué medida el celibato sacerdotal significa y facilita esa participación del ministro de Cristo en el amor universal de su Maestro.
- Razones eclesiológicas:
con el celibato, los sacerdotes se dedican más libremente, en Cristo y por Cristo, al servicio de los demás hombres;
la persona y la vida del sacerdote son posesión de la Iglesia, que hace las veces de Cristo su esposo;
el celibato dispone al sacerdote para recibir y ejercer con amplitud la paternidad de Cristo.
El celibato es, en verdad, un don de Dios, dado por El gratuitamente y libremente por el hombre. La autoridad eclesiástica no puede imponerlo a nadie, pero sí puede establecerlo como condición para acceder al sacerdocio (cfr. Alvaro del Portillo, Escritos sobre el sacerdocio, Ed. Palabra, pp. 83-101).
El celibato también se prescribe para los diáconos que llegarán al sacerdocio. Y los diáconos casados, una vez muerta su mujer, son inhábiles para contraer un nuevo matrimonio (cfr. Sacrum diaconatus ordinem de Pablo VI).
7.8.2 Santidad de vida
En el Código de Derecho Canónico, al hablarse de los derechos y deberes de los clérigos, se hace especial énfasis en el deber que tienen de buscar la santidad, de modo especial por haberse convertido en administradores de los misterios del Señor al servicio de su pueblo (cfr. c. 276).
El mismo Código (cfr. c. 246) se ocupa en señalar detalles concretos que son indispensables para alcanzar esa santidad de vida que se pide al sacerdote:
- alimentar la vida espiritual con la lectura de la Sagrada Escritura;
- hacer de la celebración de la Misa el centro de toda su vida; la Iglesia invita encarecidamente al sacerdote a celebrar cada día el Sacrificio de la Eucaristía;
- rezar cotidianamente la liturgia de las horas;
- hacer todos los días un rato de oración mental;
- acudir con frecuencia al sacramento de la penitencia, siendo recomendable que cada sacerdote tenga un director espiritual;
- asistir a los retiros espirituales prescritos por la autoridad legítima;
- tener peculiar veneración a la Madre de Dios, fomentando el rezo del Santo Rosario, etc.
Es necesario, dice el Concilio Vaticano II (cfr. Presbyterorum ordinis, n. 12) que el sacerdote luche por ser santo, si desea cumplir adecuadamente sus deberes ministeriales.
"Yo pido a Dios Nuestro Señor que nos dé a todos los sacerdotes la gracia de realizar santamente las cosas santas, de reflejar, también en nuestra vida, las maravillas de las grandezas del Señor" (Mons. Josemaría Escrivá de Balaguer, Homilía Sacerdote para la eternidad, Folletos Minos-70).
7.8.3 Obediencia al Ordinario
Los clérigos tienen especial obligación de mostrar respeto y obediencia al Sumo Pontífice y a su Ordinario propio (cfr. CIC, c. 273).
Este deber de obediencia y de disponibilidad para asumir responsablemente las tareas encomendadas por el propio Ordinario, tiene su fundamento inmediato en la incardinación a una diócesis, prelatura, instituto de vida consagrada o en la sociedad que goce de esta facultad, y su fundamento mediato en la condición de clérigo.
En este sentido, establece el Código de Derecho Canónico que, a no ser que haya un legítimo impedimento, los clérigos deben aceptar y desempeñar fielmente la tarea que les encomiende su Ordinario propio (cfr. CIC, 274 c. 2).
7.8.4 Uso del traje eclesiástico
Los clérigos han de vestir un traje eclesiástico, de acuerdo con las normas de la Conferencia Episcopal (cfr. CIC, c. 284).
El valor de este signo distintivo no está sólo en que contribuye al decoro del sacerdote en su comportamiento externo, sino, sobre todo, en que es un signo que evidencia en el seno de la comunidad el testamento público que cada sacerdote está llamado a dar de la propia identidad y especial pertenencia a Dios (cfr. Carta de Juan Pablo II al Cardenal Vicario de Roma, 8-IX-1982).
7.8.5 Otras obligaciones
Además, en razón de la misión y dignidad de que está revestido el sacerdote, la Iglesia no permite que ejerza ciertos trabajos o actividades que podrían desdecir de su ministerio, o al menos obstaculizarlo (cfr. CIC, cc. 285-289):
- aceptar cargos públicos que suponen una participación en el ejercicio de la potestad civil;
- administrar bienes pertenecientes a laicos, o intervenir en tareas en las que sea necesario rendir cuentas;
- ser fiadores o firmar letras de cambio;
- ejercer la negociación o el comercio;
- participar activamente en partidos políticos o en organizaciones sindicales;
- presentarse voluntarios al servicio militar.
7.8.6 La formación de los sacerdotes
Por todo lo que hemos ido diciendo, se ve la necesidad que tienen los sacerdotes de una formación especial que les permita desempeñar adecuadamente las funciones que les son propias.
Esta formación, con vertientes culturales en el terreno religioso y en el profano, ha de estar centrada en lo que es fundamental a su misión: enseñar el Evangelio, administrar los sacramentos.
Así lo hizo el Señor con sus Apóstoles, fomentando su piedad y su amor a Dios (cfr. Lc. 11, 1; Mc. 16, 23), instruyéndolos en el contenido de la predicación (cfr. Mc. 4, 10; Mt. 10, 27), e iniciándolos en el trabajo pastoral (cfr. Mc. 6, 3ss.).
La Iglesia, a lo largo de su historia, ha sentido la urgencia de esta formación, que con frecuencia se hace en instituciones especiales.
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lunes, 20 de enero de 2014
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