...y una vez encontrado, asirlo con fuerza y no dejarlo escapar porque es una cualidad de Jesús.
Con Él en nosotros, nada es tan grande, magnífico o importante como para perder Su Presencia.
VIVIENDO EL PRESENTE
Dios nos ha dado a cada uno un don más grande que mil computadoras.
Se llama Memoria y todo lo que pasa a través de nuestros cinco sentidos queda guardado en esta facultad.
Podemos recordar el olor de un bistec sazonado con cebolla y hacérsenos agua la boca.
Todo lo que leemos es guardado en nuestra memoria aunque a veces no podamos traer a la mente la información que deseamos.
Muchos cristianos son torturados por esta facultad, torturados por la culpa de los pecados del pasado, por resentimientos de antiguas injurias o el remordimiento de añejas omisiones.
La memoria de nuestras faltas puede ser de gran beneficio en el presente si la usamos apropiadamente. San Pablo nunca olvidó como perseguía a los primeros cristianos y la memoria de aquello lo hacía humilde frente a las pruebas y comprensivo durante la persecución. (Hch 22, 4-5)
Pablo tuvo muchos recuerdos dolorosos ya que nunca olvidó las numerosas penurias que tuvo que atravesar por la Buena Noticia. (2 Cor 11, 20-29)
Tampoco olvidó que cuando estuvo en prisión nadie lo visitó por temor a los judíos. (2 Tim 4, 16)
Los problemas que surgen de nuestro pasado no son solo un recuerdo de aquél sino una necesidad de curación, de cambio, de una transformación por la cual podamos revestirnos de la mentalidad de Cristo. (1 Cor 2, 16)
Jesús no nos pide que desarrollemos una especie de amnesia espiritual, un bloqueo, de todo aquello que sea doloroso. Se nos pide confiar en Él de tal modo que nuestros pecados puedan ser absorbidos en el océano de su Misericordia. Se nos pide desarrollar un espíritu de compasión para poder mirar a cualquier persona o cualquier incidente de nuestro pasado a través de esos sus ojos misericordiosos.
Se nos pide transformar nuestra memoria con el poder de Su gracia, dejarla limpia de toda telaraña, suciedad y manchas que la mantengan tan desordenada que no haya espacio en ella para Dios.
Hay tres habitaciones en el Templo de nuestra alma: la Memoria, el Intelecto y la Voluntad, y las tres deben ser devueltas a Dios adornadas con las joyas de la Fe, la Esperanza y la Caridad.
Las estructuras de maderas que se nos dieron en el Bautismo deben ser consolidadas con aquellos sólidos materiales adecuados para que habite en ella un Rey. Si permitimos que las estructuras originales se deterioren y caigan en ruinas por nuestra pereza y nuestra falta de celo, viviremos en aquellas ruinas por toda la eternidad.
Nuestros recuerdos son solo nuestros y no podemos culpar a nada ni nadie del pasado por cualquier dolor que habite en ellos. Si les abrimos la puerta o seguimos desmenuzando el pasado en nuestra mente, solo nos tendremos a nosotros mismos para culparnos.
Nuestra falta de perdón nos llena de odio y nuestra falta de compasión nos vuelve duros de corazón. La soberbia en nuestros corazones nos vuelve resentidos y mantiene a nuestra memoria en una constante tormenta de pasión y autocompasión. Desde la agonía en el Huerto hasta su muerte, es consolador ver a Jesús entregando también sus facultades humanas. Le dio su voluntad al Padre completamente cuando dijo “Hágase tu voluntad” (Lc 2, 43) Limpió su memoria cuando exclamó “Padre, perdónales porque no saben lo que hacen” (Lc 23, 34).
Como el Padre, estaba lleno de compasión y misericordia y no permitiría el más mínimo resentimiento en su memoria.
Tal como Jesús, cada ser humano tiene suficientes recuerdos de su pasado para ocupar su tiempo y su mente en ellos continuamente.
No es el sacar a la luz estos recuerdos sino el revivirlos lo que genera turbación en nuestras almas. La frecuente y a veces constante evocación de acontecimientos del pasado puede despertar estos males enumerados por Jesús y mover nuestra voluntad a llevarlos a la acción.
Nosotros somos casi siempre la causa de nuestra miseria e infelicidad y corremos de un lado a otro buscando alivio pero no lo encontramos. En nuestro empeño por adquirir la paz de nuestras mentes no vemos la causa real de nuestro desasosiego: una falta de compasión y de humildad.
Sabemos que ciertos pecados del pasado nos crean complejos de culpa. El recuerdo de ofensas pasadas nos llena de una ira a la cual nos adherimos a pesar de nosotros mismos. Nos negamos a dejarlo ir y hacemos esto en nombre de la verdad.
Justificamos nuestra ira o incluso el odio diciendo que tal incidente fue literalmente injusto e inmerecido. Permitimos que la verdad del asunto sea usada como un medio para justificar nuestras reacciones y el ejercicio de nuestras actitudes pecaminosas. Astutamente vamos creándonos cargas y nos las vamos imponiendo sobre nuestros propios hombros.
Las cargas auto-impuestas son las más difíciles de sacudir. Quizás haya cierta satisfacción en el volver a recordar algunas situaciones del pasado, aun cuando éstas sean muy dolorosas. Esto hace que nuestra maldad y nuestro odio sean tan justificados que sentimos que le hacemos un servicio a la justicia a través de la erosión de pasiones descontroladas en nuestros corazones.
Podemos volvernos tan ciegos que le imploramos a Dios que quite aquella cruz de nuestros hombres, mientras nosotros mismos la presionamos sin pensarlo cada vez más.
Solo a través de la compasión y la misericordia de nuestro Padre puede nuestra memoria ser sanada de todas las amarguras almacenadas en ella.
LA ORACIÓN MENTAL
Los primeros cristianos aprendieron rápidamente que había muchas formas de comunicarse con Dios. Hubo momentos en que le hablaban de Su Belleza, o de sus necesidades, y lo hacían a través de la oración vocal.
También le hablaban en silencio, en sus pensamientos, y al hacerlo, se dieron cuenta de que Él también les respondía, por el pensamiento.
Muchas veces se vieron asustados mientras eran casados como animales, y ese mismo temor se elevaba a Dios pidiendo ayuda. Era en estos momentos en que sentían como una vena de coraje hacía revivir sus espíritus, y las palabras de Jesús aparecían en sus mentes.
Se preguntaban entonces porque estaban tan asustados y entendían que Dios les había hablado y que su Palabra sería confirmada con poder.
Hubo otras ocasiones en las que tuvieron que pelear contra el enemigo interior y comprendieron que necesitaban de disciplina mental para controlar las facultades espirituales que causaban tal turbación en sus almas.
Aquietarían sus mentes usando la memoria para recordar algún pasaje de la vida de Jesús. Este esfuerzo aplacaría aquella facultad ante cualquier resentimiento que pueda haber quedado.
Para hacer que se afiance su recuerdo de Jesús, usarían su imaginación para representar dicha escena y de pronto era como si estuvieran ellos mismos ahí. Sentirían los mismos sentimientos de Su Corazón en aquella situación y empezarían a aplicarlos en sus propias vidas.
La Oración de Imitación de los primeros cristianos les dio el manejo necesario para traer a sus mentes y voluntades el deseo de ser como Jesús en todo. Para preparar sus corazones para esta transformación, leían y releían todo lo relacionado con Jesús y su persona.
Los cristianos tuvieron que fijar su mirada, su mente y su corazón en el Modelo Divino para perfeccionar su carácter y desplegar aquellas cualidades que habían sido enterradas por el pecado, la debilidad y la imperfección. Habían visto a otros hombres imperfectos como Pedro, Pablo, Santiago y Juan desarrollar cualidades que asombraron al mundo, parecía que habían nacido de nuevo, llenos de alegría, señores de sí mismos e inconmovibles ante las preocupaciones del mundo.
Ellos habían comprendido que el fundamento de sus actos estaba en sus pensamientos y por ello empezaron a impregnar sus mentes de una concepción mental de Jesús que se entrelazaba en cada situación y que les daba unos parámetros y generaba un paralelo entre Él y ellos.
Porque lo amaban, este esfuerzo no era nunca una imposición o una carga. Era la consecuencia natural de un profundo amor, un amor que hacía de las partes involucradas, una sola persona.
Cuando escuchaban o leían que Jesús “sentía tristeza” por la muchedumbre, no se quedaban contentos pensando en la escena y contemplando su compasión, trataban de entrar en su espíritu y sentir lo mismo que Él.
¿No había derramado Él mismo su espíritu en nosotros por medio del Bautismo? ¿No los había llamado a seguirlo como fieles discípulos? Bueno, cooperarían con aquel Espíritu y actuarían de acuerdo a él. Su compasión por los pecadores sería la suya y desplegarían los dones que les fueron dados usándolos en toda ocasión para conformarse con Su imagen.
Sus mentes tenían que “pensar como Jesús”, sus corazones “sentir como Jesús” y sus voces deberían transmitir la Buena Nueva del mismo Jesús.
Cuando se veían tentados por la ira o a maldecir, inmediatamente pensarían en Jesús de pie, sereno y calmado ante sus enemigos. Su contemplación iba más allá del estado conceptual, su imaginación representaba a Jesús en perfecto señorío de sí, y sus corazones respondían actuando de la misma manera que Él.
ORACIÓN DEL CORAZÓN
Los primeros cristianos tuvieron que sobreponerse a cualquier situación que tratara de hundir su alma y llevarlos a reaccionar vengativamente ante la ira y el odio.
Debían de nutrir y mantener en su interior una inacabable fuente de amor. Debían alimentar su alma con agua que diera vida.
Jesús había enviado a un Abogado para que habite en medio de sus almas y se les había prometido que nada interferiría con aquella unión. Por ello, cada momento de sus vidas era una ocasión para crecer en esa conformación con la imagen de Jesús.
La fe les dio algo en que creer y la esperanza una meta que alcanzar, pero para mantener ambas cosas vivas y activas, necesitaban amar. La fe aclaraba las dudas y la esperanza calmaba sus emociones, pero debían amar para darles la fuerza para perseverar. La fe les decía lo que creían y la esperanza les decía por qué, pero era el amor el que les decía en Quien creían. La fe les daba algo y la esperanza un lugar, pero el amor les daba a Alguien. En el camino de la vida, la Fe era la barca, la Esperanza el ancla y el Amor el timón.
Debían tener un amor siempre más fuerte para con Dios y los hermanos, y miraban a Jesús para que les dijera cómo hacerlo. Un día, Jesús les dijo a sus apóstoles: “Si alguno me ama, guardará mi palabra, y mi Padre lo amará, y ambos vendremos y haremos de él nuestra morada” (Jn 14, 23)
El secreto estaba entonces en guardar su palabra y entonces la Trinidad habitaría en ellos. El Espíritu los hizo hijos de Dios en el Bautismo –habían sido marcados con un sello indeleble– un sello que nunca sería borrado en el tiempo o la eternidad. Como hijos de los hombres, debían crecer y madurar en una nueva vida que era alimentada por Dios mismo.
¿Era aquella Palabra algo que oyeron o Alguien que amaron? De algún modo sabían que aquellas palabras que cruzaban sus mentes y esos sentimientos en sus corazones eran inseparables. Se dieron cuenta al leer las Escrituras de que los Autores Inspirados muchas veces usaban las palabras “mente” y “corazón” indistintamente para referirse a lo mismo.
El mismo Jesús les había dicho: “Es del corazón del hombre de donde salen las malas intenciones… Nada de lo que entra en el hombre de afuera puede mancharlo, son las cosas que salen de dentro del hombre las que lo vuelven impuro. Todas las cosas malas salen de adentro y hacen a un hombre impuro” (Mc 7, 21.15.23)
Cuando hablamos del corazón, pensamos en el amor, y donde existe el amor, existe la posibilidad de que exista el odio. Lo que amemos u odiemos determina el curso de nuestras vidas y el grado en que amemos u odiemos determinará nuestro éxito o fracaso.
El corazón, símbolo del amor y hogar de nuestras emociones, sale a nuestro encuentro como un rayo luminoso en el mundo, señalando el poder de nuestra voluntad y la dirección que hemos elegido seguir.
No importa cuánto recordemos sus Palabras o cuan profundamente creamos en ellas, si estas palabras no tocan nuestro corazón y nos mueven a amar y darlo todo por Jesús, no significa nada.
San Pablo comprendía esto cuando escribía a los corintios que aunque tuviera todo el conocimiento del mundo y diera todos sus bienes a los pobres, aunque entregara su cuerpo a las llamas y tuviera fe como para mover montañas, sin amor, era simplemente nada. (1Cor 13, 1-3)
Pablo no hablaba de un amor sentimental, ese amor entusiasta que se precipita como una intensa llamarada pero rápidamente se torna cenizas. No, él hablaba de un amor del corazón más profundo, una convicción interior, una consagración total, un móvil que prefiere la muerte a la deslealtad.
El corazón del cristiano era un corazón de carne, penetrado por el Espíritu del Señor, era un corazón consciente de ser un “hogar” en donde el Espíritu de Dios reinaba y amaba.
ORACIÓN EN LA ANGUSTIA
Los primeros cristianos experimentaron momentos de éxtasis, horas de felicidad, de alegría perpetua y también de una profunda angustia del corazón. Su vida cambió pero el cambio para bien se daba por dentro. Aunque su vida interior era lo más importante, su vida en el mundo requería de atención y frecuentemente les causaba mucho sufrimiento.
Siempre es doloroso cambiar algo y quizás lo más doloroso sea el estar solo en ese cambio. Esto es lo primero que sufrió el cristiano; repentinamente se vieron como extraños en el mundo, todo y todos eran diferentes y muchas veces se oponían a su forma de pensar y de vivir.
Poco tiempo antes andaban cómodos por el mundo, pero cuando Jesús entró en sus corazones fueron arrancados del mundo y convertidos en forasteros en una tierra de exilio.
Los cristianos portaban algo glorioso, algo de lo que hablaban, que compartían y por lo cual luchaban, pero no se lo podían dar a cualquiera. Era un don y aquel don de la Fe se expandía a través de sus propias vidas.
SERENA PAZ
La paz del primer cristiano consistía en una profunda unión con Dios como Padre, con Jesús como Señor y con el Espíritu como santificador; aquél alzaba su mente al Padre y se embriagaba con la constatación de que ese gran Dios era realmente su Padre.
Dejaba que el pensamiento de la paternidad de Dios penetrara su alma hasta que descansara como un niño en los brazos de su madre, seguro y sin temor. Las pruebas de la vida eran acompañadas por la fuerza para superarlas, porque “si Dios está con ellos, ¿quién contra ellos?” (Rom 8, 31)
El cristiano entraba en el espíritu de Jesús y dejaba que Su amabilidad penetrara su alma, no solo pensaba en Jesús, se “revestía de Su Mentalidad”. Dejaba que el gentil y misericordioso Jesús se hiciera presente en su vida al punto que terminaba pensando y amando como Él.
No se contentaba con rezarle, lo dejaba dar fruto en él entregándole toda su vida. El manso Jesús vivía en él y éste se esforzaba por erradicar de sí todo aquello que pudiera obstruir que aquel manso y amable Jesús irradiara su luz.
La paz es un don que debemos perseguir y una vez encontrado, asirlo con fuerza y no dejarlo escapar porque es una cualidad de Jesús. Con Él en nosotros, nada es tan grande, magnífico o importante como para perder Su Presencia.
Al copiar este artículo favor conservar o citar este link. Fuente: EL CAMINO HACIA DIOS
Publicado por Wilson f.
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