El único que me quiere por mí mismo es el Señor.
Nosotros, al amar, usamos con mucha frecuencia el adjetivo “MI” y normalmente, amamos en la medida que lo podamos aplicar; y así decimos que amo a MIS padres, a MIS hijos, a MIS amigos... Y como, a medida que van pasando los años, no hay tantos para quienes no soy tan “MI” como en los años mozos; uno se va encontrando con mucha soledad porque ya no interesa tanto como antes. Es la triste soledad por la que pasan muchos ancianos y enfermos. Entonces va uno siendo consciente de que el único que le quiere por sí mismo es el Señor.
Y como Él me quiere por mí mismo, también quiere que le quiera a Él por Él mismo. De ahí, que también nos diga: "El que ama a su padre o a su madre más que a mí, no es digno de mí; el que ama a su hijo o a su hija más que a mí, no es digno de mí. El que no toma su cruz y me sigue detrás, no es digno de mí. El que encuentre su vida, la perderá; y el que pierda su vida por mí, la encontrará" (Mt. 10, 37-39).
En el cielo veremos y amaremos sin repliegues sobre nosotros, porque estaremos en la plenitud de la luz; en otras palabras, sabremos amar. A veces, durante nuestra vida, aunque estemos iluminados por Jesús porque Él dijo: “Yo soy la luz”, cerramos nuestras ventanas interiores y nos iluminamos con nuestra débil luz mortecina. Y no vemos bien ni lo bueno ni lo malo. Cuando salimos de la casa, lo hacemos de noche, a oscuras; si acaso, tratando de iluminarnos con la luz tenue de las estrellas pero seguimos a oscuras.
Es necesario que nos demos cuenta de que sin la luz de Jesús no podemos ver bien ni el sentido de las cosas, ni del hombre, ni de nosotros mismos, ni de Dios. Lógicamente nos vamos replegando y centrando sobre nosotros mismos. Somos los egoístas que sin la luz de Jesús, no somos capaces de ver bien ni a los hermanos ni a Jesús. Viven en la oscuridad del pecado quienes no son capaces de vivir el amor.
Es posible que algunas veces nos atrevamos a abrir las ventanas de nuestro interior, pero sólo las entreabrimos; dejamos pasar un poco la luz, pero no acabamos de abrirlas totalmente, y seguimos viviendo bajo nuestra pobrecita luz. Hay que caminar en la luz, no en las tinieblas; y la luz es Cristo. Hay que dejarse iluminar por Él.
Si preguntamos pues qué es el cielo, podríamos decir que es algo así como identificarnos con la luz. Y la luz será el amor que recibiremos de Cristo y compartiremos con todos los bienaventurados. Ni siquiera podemos imaginar ahora cómo será el amor en el cielo porque no lo vivimos bien en la tierra.
Mientras vivimos en este mundo, lo que deberíamos hacer es ir abriendo las ventanas de nuestra alma. "Porque en otro tiempo fuisteis tinieblas; mas ahora sois luz en el Señor. Vivid como hijos de la luz; pues el fruto de la luz consiste en toda bondad, justicia y verdad. Examinad qué es lo que agrada al Señor. Si uno anda de día, no tropieza, porque ve la luz de este mundo; pero si uno anda de noche, tropieza, porque no está la luz en él". (Jn. 11, 10).
Nunca olvidemos estas palabras de Jesús: “Yo soy la luz del mundo; el que me siga no caminará en la oscuridad, sino que tendrá la luz de la vida". (Jn. 8, 12).
Que no se nos puedan aplicar a nosotros las palabras de San Juan: "Vino a su casa, y los suyos no la recibieron" (Jn. 1, 11). Si no lo recibimos no estaremos en la luz.
José Gea
No hay comentarios:
Publicar un comentario