lunes, 1 de marzo de 2010

LA ENREDADERA


El conferencista trataba de explicar intrincadas problemáticas sociales a los adormilados participantes que se esforzaban por entenderlo.

Las presentaciones en Power Point eran reiterativas y con pocas animaciones, quizás por eso los asistentes no veían la hora de pasar al coffe break. La mayoría estaba allí por obligación, había que participar de esas reuniones aunque no se quisiera. Era bueno para el currículum.

Hacia el fondo del salón estaba sentado Jorge. Ya no sabía como acomodar su humanidad en el sillón. Deseaba con toda su alma que ese viejo pelado terminase de una vez su disertación para poder levantarse. Quizás, si nadie lo notase, podría salir lentamente del recinto. Miró hacia atrás, donde estaban las puertas de ingreso. Imposible salir, las mesas de inscripción estaban allí todavía, además, al salir tenía que devolver algunos accesorios que le habían prestado de forma artera y premeditada. Volvió a acomodarse en la silla, solo restaba tener paciencia y esperar.

Mientras esperaba se imaginó qué estarían haciendo en su casa. Sus hijos seguramente discutiendo por el uso de la computadora, y su esposa charlando con su madre o alguna amiga por teléfono. Su vida era simple, tal vez demasiado simple. Lo social siempre lo había atraído, aunque esta reunión estuviera a punto de espantarlo. Las causas de los problemas sociales y las posibles soluciones lo obsesionaban. Actualmente era un importante ministro del Ministerio de Desarrollo Social, razón por la cual debía estar en esa reunión. Seguramente era el mismo motivo por el cual las demás personas, casi 200, estaban allí aburriéndose con él. El pelado parecía absorber la energía del público. Por lo general un disertante con algo de experiencia nota si el auditorio está a punto de suicidarse, pero este no. Por el contrario, parecía disfrutar el hecho de que nadie pudiera salir corriendo de la sala.

Finalmente las plegarias de las 200 personas llegaron al cielo y Dios se apiadó de ellos. Por algún motivo técnico desconocido el proyector se negó a continuar con ese calvario y se apagó, como lo habían hecho las neuronas de los oyentes hacía bastante tiempo. Trataron de solucionarlo, pero no había caso, no quería funcionar. Alguien dijo que se había quemado la lámpara del artefacto, así que no quedaban más opciones que esperar. El mismo pelado se encargó de dar la tan esperada noticia. El café los estaba esperando. El famélico público se abalanzó a las mesas como si fueran parte del mismísimo ejército de Atila.

Jorge aprovechó para acomodar su espalda antes de ir a degustar lo que de lejos se apreciaba como agua caliente con algo de café. A sus casi 40 años estas reuniones lo aquejaban mucho más que en su juventud. Había perdido el entusiasmo, quizás. El punto era que su espalda le recordaba a diario antiguas proezas juveniles. Luego de haberse estirado se dirigió hacia la mesa principal. Se sirvió con desgano una taza de ese líquido marrón, le agregó edulcorante y buscó en la mesa alguna galletita que fuera de su gusto. Allí al medio de la mesa estaban las que a él le gustaban. Trató de hacerse paso entre los ávidos comensales, tarea nada sencilla luego de haber estado más de una hora sentados oyendo problemáticas sociales. Aparentemente esas galletitas no eran del gusto de la mayoría, ya que era uno de los pocos platos con algo de contenido. Mientras pedía permisos y disculpas para llegar al plato notó que había alguien más que gustaba de esas masas. Una mano asomó repentinamente entre los cuerpos para tomar varias unidades de un solo viaje. Dentro del hombre algo se movió. Siguió con su vista la mano tratando de individualizar a la portadora, ya que la mano era femenina. Detrás de un señor de riguroso traje gris asomaba una cabellera lacia y de color marrón claro. Jorge quedó inmerso en un pozo de tiempo, suspendido entre el intuir y el saber. Solo saldría de ese pozo cuando viera a la propietaria de esa cabellera. La mujer estaba tratando de tomar las galletas, razón por la cual su cara apuntaba hacia el otro lado. Una vez alcanzada la cantidad necesaria el brazo se deslizó para volver a su lugar. Jorge vio la mano dirigirse con una galletita hacia la boca de ella, y su corazón acusó el golpe.

No estaba preparado para ese encuentro. Hacía más de veinte años que intentaba infructuosamente olvidarla, y ahora el destino lo ponía en esa insípida reunión, rodeado de desconocidos y parado a pocos metros de ella. Sintió cómo su corazón bombeaba cada vez con más frecuencia, haciendo que su sangre recorriese su cuerpo cada vez a mayor velocidad. No pudo hacer otra cosa más que verla comer esa galletita mientras sorbía ese líquido grisáceo. Tuvo que retraer su brazo, que había quedado tendido en dirección al plato, pero sin llegar al objetivo. En un solo instante toda su vida perdió sentido, y tan solo por verla. Ella seguía en sus cosas, ajena por completo al drama que lo envolvía a Jorge. El hombre se apartó unos metros, no quería que ella lo viera. Aun a cierta distancia, procuró seguir observándola desde el anonimato. Y allí quedó el pobre hombre, rodeado de 200 personas, pero inmerso en un mundo hecho de recuerdos.

Ella había sido lo más valioso en su vida, la mejor de las evocaciones. Habían compartido varios años en su juventud, pero esos años habían quedado marcados a fuego. Aun ahora, muchas décadas más tarde, el solo verla había sacudido sus cimientos. Ahora era un hombre de familia, con hijos adolescentes, pero lo cierto era que siempre guardaba un recuerdo en algún lugar de su mente para ella. Nunca había tenido el valor de confesárselo. A eso se le denominaba cobardía, aunque él siempre había buscado otras excusas. Jorge había hecho un esfuerzo intelectual importante para olvidarla, pero su corazón se negaba a entregarse a dicha omisión. Parado en medio de la multitud comprendió que aquello que se guarda en el corazón no se puede quitar con tanta facilidad.

Ella seguía como si nada ocurriese, tomando café y comiendo las galletitas que le gustaban tanto como a él. Todos los recuerdos aparentemente borrados se desmoronaron sobre el pobre hombre. Ese era un peso difícil de aguantar, y su espalda le recordó que no podía cargar con tantos recuerdos. Buscó un sitio donde sentarse. Allí había un sillón desde el cual poder observarla sin ser visto. ¿Y si la iba a ver? ¿Cómo reaccionaría? Seguramente lo saludaría normalmente, ajena al hecho de que él había atesorado su imagen en la parte más profunda de su ser por más de veinte años. ¿Podía saludarla como si nada? Sería tan buen actor como para que ella no notase lo que él sentía. Si no hubieran pasado tantos años sería más sencillo, pero así, tan de golpe, era imposible. No podía ni siquiera acercarse, no se sentía seguro de poder ocultar tantas cosas que se agolpaban dentro de él.

Sorbió un poco de café. Estaba frío, insulso. El líquido se deslizó por su interior esquivando recuerdos y dolores. Tenía que ir a su encuentro, al menos para saludarla. No podía irse sin verla de cerca. Se acercó nuevamente a la mesa esquivando personas y prejuicios, pero sin perderla de vista. Volvió a su posición original, a tan corta distancia, a tan pocos metros. La vio nuevamente con mayor detenimiento. Cada facción le era tan familiar. Era asombroso lo mucho que recodaba todos los detalles de su cara. Quedó absorto mirándola, el tiempo se fue al garete junto con las 198 personas que lo rodeaban. Algo en su interior logró movilizarlo. Tenía que verla de cerca.

En solo un instante imaginó futuros planes. Se imaginó saliendo de ese antro con ella para ir a tomar algo decente. Se vio a sí mismo dialogando con ella afablemente de tiempos perdidos, mientras él disfrutaba de su cercanía. ¿Quién sabe? Quizás hasta podría existir la posibilidad de decirle todas las cosas que siempre habían estado dentro suyo, y quizás ella lo sorprendiera diciéndolo que ese sentimiento había sido mutuo. Esos pensamientos lo inspiraron para encontrar la energía necesaria y verla de frente. Ella, ajena por completo a la presencia de su admirador, se disponía a servirse otra galletita. Jorge la vio nuevamente estirarse para tomar otra masa, ya quedaban pocas.

El resplandor de la alianza de matrimonio en uno de los dedos de ella lo cegó. El brillo se metió como una daga dentro de su ser, desgarrando su vida, sus recuerdos, y, peor aun, sus visiones de un futuro posiblemente mejor. Antes lo habían desmoronado los recuerdos, ahora lo abatían las realidades. Se quedó de pie mirándola. Ella charlaba animadamente con alguien, mientras Jorge sentía que su vida se terminaba en ese mismo instante. Por fin ella se alejó de él. Se dirigió hacia uno de los sillones del salón. Parecía que había hecho amistad con esa mujer. El problema del proyector estaba solucionado, así lo hizo saber una voz, anunciando que en minutos comenzaría nuevamente la conferencia. La multitud, aunque con desgano, se dirigió cada una a su lugar. Ella también se ubicó a tres filas del frente, mientras preparaba sus artículos para seguir tomando notas.

Dentro de Jorge se había plantado una semilla hacía más de veinte años. El hombre pensó que podía olvidarse de ella, pero aun sin quererlo la semilla fue germinando poco a poco. El hombre intentó durante décadas mirar para otro lado, pero en el fondo sabía, intuía que dentro de él una enredadera se estaba desarrollando, envolviéndolo todo con sus ramas. Trató do olvidar, hizo un enorme esfuerzo para tratar de vivir con ese te amo no expresado. De haberlo dicho a tiempo hubiera florecido un hermoso rosal dentro del corazón del hombre, y, probablemente, también en el de la mujer. O quizás ella lo hubiese rechazado, pero al menos el rechazo hubiera extirpado esa semilla, y la enredadera no estaría ahora allí, tapándolo todo con sus ramas.

Jorge se quedó parado junto a la mesa. No se había preparado para vivir aquello. No tenía fuerzas para seguir en ese sitio, escuchando dramas de otros, mientras él se hundía asfixiado en sus propios recuerdos. Dejó su tarjeta de identificación en la mesa de entrada, a la vez que solicitó que le devolvieran su teléfono celular. Recogió su abrigo y salió a la calle. La diferencia de temperatura entre el salón y el exterior lo hizo estremecerse. Subió la solapa de su sobretodo y caminó hacia la costa. Se sintió distinto, vacío. Sintió como que algo se había muerto definitivamente en su interior. La única cosa que parecía cobrar vida y reptar dentro suyo era una enorme enredadera.
Ricardo Gómez

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Gracias por su columna hermano José. Muy buenos los cuentos del escritor Ricardo Gomez. ¿Sería tan amable de citar la fuente de dichos cuentos? Alguna página web, blog o algo así? Desde ya muchas gracias.

Hermano José dijo...

LA FUENTE:
Unificacionistas
BENDICIONES POR CASA