Si la felicidad consiste en la plenitud del vivir humano, y si la ética nos ayuda a orientar nuestros actos hacia esa plenitud, entonces la ética nos debería llevar a ser felices.
Es decir, quien vive éticamente se pone en marcha para vivir plenamente su condición humana, y en la medida en que lo logra alcanzará la deseada felicidad.
Aquí, sin embargo, hay que reconocer de nuevo que un sinfín de obstáculos nos separa de la meta. De modo especial, podemos fijarnos en dos aspectos.
El primero consiste en la fragilidad de nuestro cuerpo. Vivimos una existencia temporal en la que la enfermedad, los imprevistos, los peligros de todos los días, ponen en juego nuestra integridad física y nuestras posibilidades de llevar a cabo aquello que desearíamos hacer. Si una madre o un padre anhelan cuidar a sus hijos y se enferman, la debilidad del cuerpo les aleja de su deseo paterno. No podrán mostrar su amor y su generosidad con aquellos actos con los que antes atendían a cada hijo. La pena profunda que experimentan nace de ese sentirse impedidos, “fracasados”, ante un deseo vehemente, profundo, noble.
En segundo lugar, constatamos la fragilidad de nuestra voluntad. Hay momentos en los que vemos con claridad que un acto nos conviene, que es bueno, que beneficia a otros. Luego, el cansancio, la pereza, el miedo al fracaso o a las críticas, nos acorralan, y no hacemos aquello que deberíamos y que nos habíamos propuesto.
Los casos son infinitos:
- Un señor que se había comprometido a visitar a un amigo enfermo termina la tarde en el bar junto a sus amigos.
- Un joven que estudia medicina y tiene que pasar un examen vuelve a suspender porque prefirió ir a la discoteca en vez de dedicar la tarde para hacer sus deberes universitarios.
- Un político sabe que esta decisión le quitará votos pero beneficiaría al país, y al final prefiere ceder al miedo y opta por otra decisión más cómoda que le permita mantenerse en el poder aunque a la larga provocará muchos males sociales.
Estos y otros miles de ejemplos muestran la debilidad que nos asalta, sea por miedo, sea por intereses turbios, sea por otros factores. Por eso, el camino hacia la felicidad está lleno de baches, de accidentes, de fracasos.
Unos, que escapan a nuestro control. Nos llegan, previstos o imprevistos, y parecen truncar proyectos profundamente acariciados.
Otros, que pudimos haber evitado, y no lo hicimos porque no quisimos o no supimos vencer perezas, deseos de placer o ambiciones de poder, porque nos dejamos esclavizar por un “triunfo” aparente.
Al mirar hacia atrás, y al ver nuestro presente, pensamos: ¡qué difícil resulta llegar a la plenitud humana! Parece un camino lleno de insidias, parece que no hay posibilidad alguna de ser felices. Sin embargo, quien es capaz de orientarse siempre hacia el bien, quien forma su conciencia y la sigue gustosamente, quien antepone la verdad y la justicia a cualquier interés egoísta, podrá quizá no realizar algunos de sus sueños... pero sentirá en su corazón que, a pesar de todo, ha querido hacer el bien, y ello produce una felicidad profunda, que permite brillar en una cama de dolor, en un campo de exterminio, en una casa mientras se vive abandonado por familiares y amigos, con una luz que es propia de almas grandes.
Esa luz nos lanza hacia lo eterno, descubre que existe un Dios que no es indiferente a la vida de sus hijos. Un Dios que
acompaña a los débiles, levanta a los caídos, ayuda a los necesitados, consuela a los tristes, da la felicidad a los buenos, los justos, los sinceros, los limpios...Aquí, sin embargo, hay que reconocer de nuevo que un sinfín de obstáculos nos separa de la meta. De modo especial, podemos fijarnos en dos aspectos.
El primero consiste en la fragilidad de nuestro cuerpo. Vivimos una existencia temporal en la que la enfermedad, los imprevistos, los peligros de todos los días, ponen en juego nuestra integridad física y nuestras posibilidades de llevar a cabo aquello que desearíamos hacer. Si una madre o un padre anhelan cuidar a sus hijos y se enferman, la debilidad del cuerpo les aleja de su deseo paterno. No podrán mostrar su amor y su generosidad con aquellos actos con los que antes atendían a cada hijo. La pena profunda que experimentan nace de ese sentirse impedidos, “fracasados”, ante un deseo vehemente, profundo, noble.
En segundo lugar, constatamos la fragilidad de nuestra voluntad. Hay momentos en los que vemos con claridad que un acto nos conviene, que es bueno, que beneficia a otros. Luego, el cansancio, la pereza, el miedo al fracaso o a las críticas, nos acorralan, y no hacemos aquello que deberíamos y que nos habíamos propuesto.
Los casos son infinitos:
- Un señor que se había comprometido a visitar a un amigo enfermo termina la tarde en el bar junto a sus amigos.
- Un joven que estudia medicina y tiene que pasar un examen vuelve a suspender porque prefirió ir a la discoteca en vez de dedicar la tarde para hacer sus deberes universitarios.
- Un político sabe que esta decisión le quitará votos pero beneficiaría al país, y al final prefiere ceder al miedo y opta por otra decisión más cómoda que le permita mantenerse en el poder aunque a la larga provocará muchos males sociales.
Estos y otros miles de ejemplos muestran la debilidad que nos asalta, sea por miedo, sea por intereses turbios, sea por otros factores. Por eso, el camino hacia la felicidad está lleno de baches, de accidentes, de fracasos.
Unos, que escapan a nuestro control. Nos llegan, previstos o imprevistos, y parecen truncar proyectos profundamente acariciados.
Otros, que pudimos haber evitado, y no lo hicimos porque no quisimos o no supimos vencer perezas, deseos de placer o ambiciones de poder, porque nos dejamos esclavizar por un “triunfo” aparente.
Al mirar hacia atrás, y al ver nuestro presente, pensamos: ¡qué difícil resulta llegar a la plenitud humana! Parece un camino lleno de insidias, parece que no hay posibilidad alguna de ser felices. Sin embargo, quien es capaz de orientarse siempre hacia el bien, quien forma su conciencia y la sigue gustosamente, quien antepone la verdad y la justicia a cualquier interés egoísta, podrá quizá no realizar algunos de sus sueños... pero sentirá en su corazón que, a pesar de todo, ha querido hacer el bien, y ello produce una felicidad profunda, que permite brillar en una cama de dolor, en un campo de exterminio, en una casa mientras se vive abandonado por familiares y amigos, con una luz que es propia de almas grandes.
Esa luz nos lanza hacia lo eterno, descubre que existe un Dios que no es indiferente a la vida de sus hijos. Un Dios que
Vale la pena vivir a fondo los principios éticos.
Vale la pena construir la vida no según el capricho del instante, sino según aquello que no pasa.
Vale la pena arriesgarse a aparentes fracasos en el tiempo, cuando lo eterno llena de esperanza y da una felicidad profunda que se inicia aquí abajo e ingresa, de un modo que aún no vislumbramos plenamente, en el cielo.
Catholic Net (Extracto)
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