miércoles, 4 de julio de 2018

INTRODUCCIÓN AL EVANGELIO DE SAN JUAN


Con el Evangelio de San Juan se completa y se cierra el número de evangelios tenidos por la Iglesia como sagrados y canónicos. Es, como los sinópticos, un “evangelio”, un anuncio de la Buena Noticia; pero supone respecto de aquéllos una profundización en la comprensión de la vida y enseñanza del Señor. [1]

Existen testimonios de principios del siglo II que muestran la gran autoridad de que gozaba este evangelio, pues ya en ese tiempo se citan de él frases literales, o se alude al sentido de sus expresiones. Así, por ejemplo, San Ignacio de Antioquía (a. 110) habla del Espíritu que sabe de dónde viene y adónde va[2], y dice que el Verbo, el Hijo de Dios, complace en todo al que lo ha enviado (Cfr. Jn 1:11). San Policarpo, en su carta a los de Filipos (a. 110), se hace eco también de algunas frases presentes en el Evangelio de Juan, y lo mismo San Justino (a. 150), al decir que es necesario nacer de nuevo para entrar en el Reino de los Cielos[3]. Por otra parte, se conserva un fragmento del cuarto evangelio en un papiro de la biblioteca John Rylands de Manchester, el P52, que fue encontrado en el Fayum (Medio Egipto) y ha sido datado en la primera mitad del siglo II. Muestra la gran difusión de este evangelio en tan temprana fecha.

Del cuarto evangelio atribuyéndole ya la autoría de San Juan habla San Ireneo, obispo de Lyon, nacido hacia el año 130 en Esmirna (Asia Menor), donde conoció a San Policarpo. Su testimonio tiene gran valor ya que, según Tertuliano[4], San Policarpo había sido constituido obispo de Esmirna por el mismo San Juan. San Ireneo dice textualmente que “Juan, el discípulo del Señor, el mismo que reposó en su pecho, ha publicado el Evangelio durante su estancia en Éfeso” [5]. A partir del siglo IV es tradición común y constante atribuir al apóstol San Juan el cuarto evangelio, y según dicha tradición se ha expresado el magisterio de la Iglesia[6].

1.- ESTRUCTURA Y CONTENIDO
En líneas generales, en San Juan, como en los Sinópticos, se encuentra el mismo esquema que presentaban los Apóstoles en su predicación oral: Jesús comienza su ministerio público tras ser bautizado en el Jordán por Juan Bautista, predica y obra milagros en Galilea y Jerusalén, y acaba su vida en la tierra con la pasión y resurrección gloriosa (Cfr Hech 10: 38-41). Pero dentro de ese cuadro general, en San Juan se descubre una estructura peculiar caracterizada por la mención de las distintas fiestas judías y por la progresiva manifestación de Jesús como Mesías e Hijo de Dios. A grandes rasgos, el esquema del cuarto evangelio puede presentarse así:
Prólogo (1: 1-18). Se ensalza a Jesucristo como el Verbo eterno de Dios, Creador del mundo junto al Padre, iluminador de todos los hombres, que se ha hecho hombre para comunicar al mundo la verdad sobre Dios y dar la posibilidad de ser hijos de Dios a cuantos crean en Él.

Primera parte: La manifestación de Jesús como el Mesías, mediante sus signos y palabras (1:19-12:50). Abarca desde el testimonio de Juan Bautista sobre Jesús hasta la Pascua en que sucederá su muerte. Tras una introducción, que recoge el primer testimonio del Bautista (1: 19-34) y la vocación de los primeros discípulos (1: 35-51), presenta la primera manifestación de Jesús como portador de la salvación, y las primeras adhesiones de fe (2: 1-4.54). Esta manifestación se realiza a través de su ministerio en Galilea, un primer viaje por la fiesta de la Pascua a Jerusalén, y el retorno a Galilea pasando por Samaría. A continuación, Jesús manifiesta su divinidad (5: 1-47) en una nueva subida a Jerusalén con motivo de una fiesta. De nuevo en Galilea, se presenta como el Pan de Vida (6: 1-71) y otra vez en Jerusalén, durante la fiesta de los Tabernáculos, se revela como enviado del Padre, la Luz del mundo y Buen Pastor (7: 1-10:21). Seguidamente, en una nueva confrontación con los judíos en Jerusalén en la fiesta de la Dedicación, Jesús dice que Él es uno con el Padre (10: 22-42) y, en Betania, cerca de Jerusalén, donde Jesús resucita a Lázaro, se presenta como el que otorga al hombre la resurrección y la vida eterna (11: 1-57). Finalmente, tras la unción por María en Betania, Jesús es aclamado Rey mesiánico en Jerusalén (12: 1-50).

Segunda parte: Manifestación de Jesús como el Mesías, Hijo de Dios, en pasión, muerte y resurrección (13: 1-21.25). Comienza con la última cena —el momento en que Jesús manifiesta su intimidad— (13: 1-17.26), sigue con su pasión y muerte (18: 1-19.42), y finaliza con las apariciones del resucitado (20: 1-21.25). El sepulcro vacío y las apariciones testimonian el realismo de la resurrección. Jesús resucitado infunde a los Apóstoles el Espíritu Santo, les da el poder de perdonar los pecados, y establece a Pedro guía de su Iglesia.

2.- COMPOSICIÓN Y MARCO HISTÓRICO
2.1.- Autor y circunstancias de composición
Al leer el cuarto evangelio se aprecian enseguida algunos detalles que parecen romper el hilo de la narración y hacen sospechar un proceso de redacción en varias etapas. Los más significativos son los siguientes: la actividad de Jesús en Jerusalén descrita en el cap. 5 con ocasión de una fiesta, sin precisar cuál sea, no parece encajar bien entre los caps. 4 y 6, en los que Jesús se encuentra en Galilea; la reanudación del discurso de Jesús en la última cena en el cap. 15, después de indicar al final del cap. 14: “Levantaos, vámonos de aquí”, resulta un tanto sorprendente; la narración de la aparición de Jesús a orillas del lago en el cap. 21, con una conclusión del escrito semejante a la que ya se encuentra al final del cap. 20, parece ser un añadido posterior. Estos y otros rasgos literarios llevan a suponer que la forma actual del evangelio es obra de un redactor final que ha reelaborado un material ya existente dándole el orden que actualmente tiene. Ese redactor final habla, al terminar el libro, en primera persona del plural —“sabemos que su testimonio es verdadero” haciéndose eco del sentir de la comunidad, al tiempo que señala al “discípulo que Jesús amaba” como el que “da testimonio de estas cosas y las ha escrito” (Jn 21:24).

El “discípulo que Jesús amaba” y, por tanto, el verdadero autor del evangelio es el apóstol San Juan, según se desprende de la comparación de los datos del mismo evangelio con los de los Sinópticos. Por otra parte, muchos rasgos literarios del Evangelio confirman que quien lo escribió era un hebreo, buen conocedor de la geografía de Palestina, y de las costumbres y fiestas judías. El estilo del escrito tiene además una clara huella semita en el vocabulario y las construcciones gramaticales. La Tradición de los santos Padres y escritores eclesiásticos confirma desde el siglo II la autoría de San Juan respecto al cuarto evangelio, y sitúa su redacción en Éfeso, adonde se había trasladado el apóstol predicando el evangelio.
El Evangelio de San Juan refleja una situación en que los cristianos se han separado definitivamente del judaísmo. Así por ejemplo, se refiere a “los judíos”, y no sólo a las autoridades judías, como un bloque unitario opuesto a Jesús (Cfr. Jn 1:19; 2:18; 5:10), y recuerda cómo decidieron arrojar a los cristianos de la sinagoga (Cfr. Jn 9:22). La mención de las fiestas judías, como marco en el que Jesús es presentado estableciendo una nueva economía salvífica, indica que la comunidad destinataria del evangelio se identifica como el verdadero y nuevo Israel al margen de las antiguas instituciones judías; la nueva religión es considerada como sustitutiva del judaísmo. Ese enfrentamiento con el judaísmo y el expulsar de la sinagoga a los cristianos se producía a finales del siglo I, por lo que es lógico pensar, de acuerdo también con la Tradición, que el evangelio fue compuesto en la década de los 90.
2.2.- Finalidad del escrito y comparación con los Sinópticos
El cuarto evangelista escribe su libro, según dice él mismo, “para que creáis que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios, y para que creyendo tengáis vida en su nombre” (Jn 20:31). Es decir, el escrito se encamina a formar y fortalecer la fe de los lectores. Para alcanzar ese objetivo señalado al final del libro, el autor del cuarto evangelio sigue un plan distinto del de los Sinópticos. Se fija sobre todo en la actividad de Jesús en Judea y en el Templo de Jerusalén, a donde el Señor sube al menos tres veces con ocasión de las fiestas (Cfr. Jn 2:13; 7:10; 12:12), y sólo refiere unos pocos detalles de la actividad de Jesús en Galilea. Resalta además su paso por Samaría (Cfr Jn 4: 1-42). En cambio, los tres primeros Evangelios sólo nos narran una subida de Jesús a la Ciudad Santa durante el ministerio público, aquella en la que morirá durante la fiesta de la Pascua.

De los veintinueve milagros que narran los Sinópticos, San Juan refiere sólo dos (Jn 6: 11.19) y habla de otros cinco milagros distintos (Cfr. Jn 2: 1-11; 4: 46-54…). Pero el rasgo más sobresaliente es que presenta los milagros como “signos”, pues le sirven de base para exponer realidades más profundas que las que se veían a simple vista: con las bodas de Caná —el primero de los signos—, se manifiesta la gloria de Jesús, se revela el comienzo de la era mesiánica y se vislumbra ya la función de su Madre Santa María en la Redención (Jn 2: 1-11); la multiplicación de los panes y los peces, testificada también por los Sinópticos, es el apoyo de las palabras de Cristo, cuando se presenta como el Pan de Vida (Jn 6); la curación del ciego de nacimiento precede a la manifestación de Jesús como Luz del mundo (Jn 9); la resurrección de Lázaro enseña que sólo Jesús es la Resurrección y la Vida (Jn 11).
En la historia de la pasión, muerte y resurrección de Jesucristo, el cuarto evangelio coincide con los Sinópticos; pero también estos acontecimientos se narran desde una perspectiva propia: a la luz de la glorificación de Cristo. En esos momentos se manifiesta “la hora” de Jesús (Jn 2:4; 7:30), en la que el Padre glorifica al Hijo, que, al morir, vence al demonio, al pecado y a la muerte, y es exaltado sobre todas las cosas (Jn 12: 32-33). De este modo, en los anuncios que Jesús hace de su pasión, los Sinópticos se fijan en la conveniencia de que el Hijo del Hombre padezca (Mt 16:21), mientras que San Juan subraya la conveniencia de que el Hijo del Hombre sea exaltado (Jn 3: 14-15; 8:28; 12: 32-33).
El cuarto evangelista presenta asimismo la enseñanza de Jesús con matices propios respecto a los Sinópticos. Por ejemplo, habla una sola vez del “Reino de Dios”, mientras que los Sinópticos, especialmente San Mateo, lo mencionan con mucha frecuencia (Jn 3:5). San Juan no trata temas frecuentes en los Sinópticos, como la cuestión del sábado, el legalismo farisaico, etc.; en cambio, habla de la vida, la verdad, la luz, la gloria, temas éstos que apenas aparecen en los tres primeros evangelios.
El propósito del escrito, tal como se dice al final del libro, es dar un testimonio de lo que el autor ha visto (Jn 19:35; 21:24). Esta intención se observa a lo largo de todo el escrito, en el que más que los términos “evangelizar” o “predicar”, emplea los verbos “testimoniar” y “enseñar”. El objeto de ese testimonio será siempre Jesucristo. Así pues, nos presenta la predicación del Bautista como un testimonio histórico a favor de Cristo (Jn 1:7). Pero, ante todo, de Él da testimonio el Padre que le ha enviado (Jn 5:37); y Jesús mismo da testimonio de Sí, porque sabe de dónde viene y adónde va (Jn 8:14), y porque testifica lo que ha visto (Jn 3:11). También las Escrituras dan testimonio de Él (Jn 5:39), y asimismo lo hará el Espíritu Santo que será enviado (Jn 15:26). Por último, el Señor dice a los Apóstoles: “También vosotros daréis testimonio, porque desde el principio estáis conmigo”(Jn 15:27). Finalmente el evangelio escrito es el testimonio dado y reconocido por la Iglesia (Jn 21:24).

3.- ENSEÑANZA DEL CUARTO EVANGELIO
3.1.- La revelación de Dios
El aspecto más importante de carácter religioso doctrinal que presenta el cuarto evangelio es mostrar cómo el Dios invisible se ha dado a conocer a través de Jesucristo: “A Dios nadie lo ha visto jamás, el Dios Unigénito, el que está en el seno del Padre, él mismo lo dio a conocer” (Jn 1:18). Solo Jesús ha podido revelar la intimidad de Dios, porque Él es el Logos de Dios, el Hijo eterno, que conoce verdaderamente al Padre, y porque, por su intercesión y en su nombre, Dios ha enviado su Espíritu que da a conocer toda la verdad. Ya en el Prólogo se dice que el Verbo era Dios; y, al mismo tiempo, se afirma implícitamente que es consustancial con el Padre al indicar que estaba junto a Dios.

El Verbo es el Hijo Unigénito del Padre (Jn 1:14). A lo largo del Evangelio Jesús hablará insistentemente de su Padre y, en las dos ocasiones que ora en voz alta, empieza su oración invocando al Padre (Jn 11:41; 17:1). Junto a esa distinción entre Él y el Padre, Jesús expresa también la identidad de naturaleza entre los dos, al manifestar: “Yo y el Padre somos uno” (Jn 10:30).
También del Espíritu habla Jesús como de una Persona. En la última cena, y después de la resurrección, Jesús habla a los suyos del Espíritu y de su acción reveladora. Les dice que Él mismo rogará al Padre para que les dé otro Consolador, el Espíritu de la Verdad (Jn 14: 16-17), y que el Padre atenderá ese ruego y enviará al Paráclito (Jn 14:26), que procede del Padre y recibe del Hijo lo que ha de anunciar (Jn 16: 13-15).
La obra de Cristo va unida a la acción del Espíritu. Ya en el testimonio de Jesús dado por el Bautista, la señal para reconocerle como el Hijo de Dios es el descenso sobre Él del Espíritu en forma de paloma (Jn 1:32), y se afirma que, en contraposición al bautismo de agua del Precursor, Jesús bautiza en el Espíritu Santo (Jn 1: 32-34). Es el Espíritu, junto con el agua, el que crea en el hombre una nueva condición, como un renacer de nuevo: “Si uno no nace del agua y del Espíritu no puede entrar en el Reino de Dios” (Jn 3:5). Esta relación entre el agua y el Espíritu vuelve a aparecer en 7: 37-39 donde el Señor afirma que de su seno brotarán ríos de agua viva, palabras que el evangelista explica así: “Se refirió con esto al Espíritu que iban a recibir los que creyeran en él, pues todavía no había sido dado el Espíritu, ya que Jesús aún no había sido glorificado” (Jn 7:39). El Espíritu es quien recordará y hará comprender a los discípulos las obras y palabras de Jesús en cuanto revelador del Padre (Cfr. Jn 14:26), llevándoles a la verdad plena y glorificándole a Él (Cfr. Jn 16:13). Por último, es el Espíritu el que actúa la liberación del hombre mediante el ministerio apostólico: “Recibid el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados, les son perdonados; a quienes se los retengáis, les son retenidos” (Jn 20: 22-23).

3.2.- El conocimiento de Dios: la fe y el amor.
Creer, según el cuarto evangelio, va unido a conocer la verdad sobre Cristo. Muchas veces encontramos los verbos “creer” y “conocer” unidos en una sola frase; incluso en ocasiones parecen intercambiables (Cfr. Jn 6:69; 17:8). El término “conocer” no tiene únicamente un sentido intelectual, de aprehensión de la verdad, sino que, indica la adhesión sin reservas a la Verdad, que es Jesucristo. Por eso, la fe incluye tanto el acto de entrega confiada como el acto de conocer. Tal conocimiento se adquiere por el testimonio del autor del Evangelio y por la acción del Espíritu de la Verdad. La fe es así al mismo tiempo un don gratuito por parte de Dios, y un acto libre por parte del hombre. Por eso Jesús exhorta insistentemente a creer en Él, es decir, a querer creer, y no cerrarse voluntariamente a la verdad (Jn 3:36).
Quien cree en Jesucristo se hace poseedor de la vida eterna, esto es, participa de la misma vida de Dios que se comunica a través de la unión con Jesús, de manera similar a como los sarmientos están unidos a la vid (Jn 15: 1-8). Comunicar esa vida es la finalidad de la revelación de Dios: “Tanto amó Dios al mundo que le entregó a su Hijo Unigénito, para que todo el que cree en él no perezca sino que tenga vida eterna” (Jn 3:16). Esa vida que tiene el hombre que cree en Jesucristo —“El que cree en el Hijo tiene vida eterna” (Jn 3:36)— es también garantía de la resurrección al final de los tiempos: “Esta es la voluntad de mi Padre: que todo el que ve al Hijo y cree en él tenga vida eterna, y yo le resucitaré en el último día” (Jn 6:40).
La vida eterna consiste en el conocimiento del Padre y del Hijo, en la fe: “Esta es la vida eterna: que te conozcan a Ti, el único Dios verdadero, y a Jesucristo, a quien Tú has enviado” (Jn 17:3). Y ese conocimiento es al mismo tiempo la participación en el amor entre el Padre y el Hijo: “Les he dado a conocer tu nombre y lo daré a conocer, para que el amor con que Tú me amaste esté en ellos y yo en ellos” (Jn 17:26). La fe que comunica al hombre la vida eterna está por tanto inseparablemente unida al amor, pues consiste precisamente en entrar en la relación de amor entre el Padre y el Hijo: “Como el Padre me amó, así os he amado yo. Permaneced en mi amor” (Jn 15:9). De ahí que deba manifestarse también en el amor fraterno, único mandamiento que da Jesús en el Evangelio, en el que se pone Él mismo como modelo (Jn 15: 9-12).
3.3.- La Iglesia y los sacramentos
Aunque en el cuarto evangelio no aparece el término “Iglesia”, el autor deja entrever que se siente miembro del grupo formado por los discípulos de Jesús. Así, por ejemplo, ocurre cuando emplea la primera persona del plural tanto para presentar el testimonio sobre Cristo —“hemos visto su gloria” (Jn 1:14)— como para garantizar la verdad de lo transmitido por el Apóstol —“sabemos que su testimonio es verdadero” (Jn 21:24)—. Además, en el Evangelio se recuerdan las palabras de Jesús que describen a los que crean en Él como un redil, cuya puerta es el mismo Cristo (Jn 10: 1-6), y aquellas otras en las que, aludiendo a las profecías del Antiguo Testamento sobre la renovación del pueblo de Israel (Ez 34), Jesús se presenta como el buen Pastor que viene a formar un solo rebaño en el que quepan todos los hombres (Jn 10: 11-17). Ese redil y ese rebaño significan a la Iglesia. Asimismo, la Iglesia está simbolizada en la vid a la que permanecen unidos los sarmientos (Jn 15: 1-8). Tanto en esta como en las imágenes anteriores, queda expresado que es Jesucristo el que rige y da vitalidad a su Iglesia, y Él mismo pide al Padre que haya entre los discípulos la misma unidad que Él tiene con el Padre (Jn 17: 21-23).
La comunidad posterior de los que crean en Jesús, la Iglesia, es continuidad del grupo de discípulos que estuvieron con Él y dan testimonio de Él. Entre éstos destaca el “discípulo amado”, mediante cuyo testimonio el lector del evangelio llega al conocimiento de Cristo (Jn 20:31). Sin embargo el discípulo que tiene la preeminencia es Pedro, como se refleja en que él es el primero que entra al sepulcro (Jn 20: 6-8) y en el hecho de que es a él a quien Cristo resucitado le concede el pastoreo de todo el rebaño de los creyentes (Jn 21: 15-19).
Podría decirse que en el cuarto evangelio las acciones que Jesús realizaba tenían un carácter sacramental, pues en ellas, mediante signos externos, se comunicaban dones divinos. Jesús promete a los discípulos que también ellos realizarán obras como las suyas (Jn 14:12), y, después de resucitar, les da el Espíritu Santo para que perdonen los pecados, es decir otorguen al hombre la salvación (Jn 20: 22-23). El evangelio da a entender de ese modo que los dones de salvación son concedidos al creyente mediante acciones realizadas por los discípulos, es decir, mediante acciones sacramentales. En definitiva, en la Iglesia, rebaño de Cristo, se entra por la adhesión a Él mediante la fe y por un nuevo nacimiento del agua y del Espíritu (Jn 3:5), expresión que alude al rito del Bautismo cristiano, simbolizado también en el relato de la curación del ciego de nacimiento (Jn 9: 1-41). Finalmente, el rebaño de Cristo cuenta también con el alimento del pan de vida, la carne y la sangre de Cristo, que se ofrece a los creyentes en la Eucaristía (Jn 6 48-59).
3.4.- La Virgen Santa María
Un rasgo peculiar del cuarto evangelio es la relevancia que en él tienen algunas mujeres, como Marta y María, María Magdalena, y, especialmente, la Madre del Señor, la Virgen María. Aunque sólo aparece dos veces, éstas son precisamente al inicio y al final de la manifestación de Jesús como Mesías e Hijo de Dios: en 2: 1-11, cuando se narran las bodas de Caná en las que Jesús dio comienzo a sus milagros, y en 19: 25-27, cuando Jesús muere en la cruz. Estos pasajes indican que la presencia de María incluye toda la manifestación de Jesús y guardan entre sí un claro paralelismo: en ambos la Virgen es designada como la “Madre de Jesús”, y en ambos Él se dirige a ella llamándola “mujer”. Por otra parte tanto en Caná como en el Calvario, se habla de la “hora” de Jesús, esa hora que marcará toda su vida (Jn 7:30; 8:20; 12:27, etc). En el primer caso, como de algo que no había llegado aún, y en el segundo, como de una realidad ya presente.
En los dos pasajes, el de Caná y el del Calvario, Jesús se dirige a su madre llamándola “mujer”. El empleo de esta palabra implica cierta solemnidad y énfasis, y por eso la mayoría de los comentaristas se inclinan a ver en este título una alusión a Gen 3:15 donde se habla de la “mujer” y de su linaje como vencedor de la serpiente. De ahí que los Santos Padres hablen del paralelismo entre Eva y María, semejante al que se da entre Adán y Cristo. Efectivamente, en la muerte de Cristo tenemos el triunfo sobre la serpiente, pues Jesús al morir nos redime de la esclavitud del demonio: “La muerte nos vino por Eva, la vida por María”.

[1] Las introducciones a cada evangelio y cartas del Nuevo Testamento están tomadas de la Sagrada Biblia, Ed. Eunsa, Navarra y de la Introducción a la Biblia de A. Robert y A. Feuillet, Ed. Herder, Barcelona 1967.
[2] San Ignacio de Antioquía, Ad Philadelphos 7,1, aludiendo a Jn 3:8.
[3] Cfr. San Policarpo, Ad Philippenses 7, 1, 2; San Justino, Apologia 1,61; cfr. Jn 3:5.
[4] Tertuliano, De praescriptionibus adversus haereticos 32.
[5] San Ireneo, Adversus haereses 3, 1, 1.
[6] Cfr. EB, nn. 180-182, 200-202 y 475.

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