jueves, 30 de noviembre de 2017

GUERRA ENTRE EL ESPÍRITU Y LA CARNE...


En esto consiste precisamente la guerra que sentimos todos los días entre el espíritu y la carne, entre nuestro hombre exterior, que depende de los sentidos, y el hombre interior que depende de la razón.

El Apetito Sensual... o sensitivo; se les llama, ordinariamente, afectos, y a éstos se les llama pasiones. El apetito intelectual o racional, llamado Voluntad. Cuántas veces sentimos pasiones en el apetito sensual o en la concupiscencia, contrarios a los afectos que, al mismo tiempo, sentimos en el apetito racional o en la voluntad! ¡Cuántas veces temblamos de miedo entre los peligros a los cuales nuestra voluntad nos conduce y en los que nos obliga a permanecer! ¡Cuántas veces aborrecemos los gustos en los cuales nuestro apetito sensual se complace, y amamos los bienes espirituales, que tanto le desagradan! 

En esto consiste precisamente la guerra que sentimos todos los días entre el espíritu y la carne, entre nuestro hombre exterior, que depende de los sentidos, y el hombre interior que depende de la razón.

Estos afectos son más o menos nobles y espirituales, según que sean más o menos elevados sus objetos, y según que se hallen en un plano más o menos encumbrado de nuestro espíritu; porque hay afectos que proceden del razonamiento fundado en los datos que nos procura la experiencia de los sentidos; los hay que se originan del estudio de las ciencias humanas; otros estriban en motivos de fe; otros, finalmente, nacen del simple sentimiento y conformidad del alma con la verdad y la voluntad divina.

 Los primeros se llaman afectos naturales, porque, ¿quién hay que no desee naturalmente la salud, lo necesario para comer y vestir, las dulces y agradables conversaciones?

Los segundos se llaman afectos racionales, porque se apoyan en el conocimiento espiritual de la razón, por la cual nuestra voluntad es movida a buscar la tranquilidad del corazón, las virtudes morales, el verdadero honor, la contemplación filosófica de las verdades eternas.

Los afectos pertenecientes a la tercera categoría se llaman cristianos, porque nacen de la meditación de la doctrina de Nuestro Señor, que nos hace amar la pobreza voluntaria, la castidad perfecta, la gloria del paraíso.

Pero los afectos del supremo grado se llaman divinos y sobrenaturales, porque es el mismo Dios quien los infunde en nuestras almas, y se refieren y tienden a Dios sin la intervención de discurso alguno ni de luz alguna natural, como se puede fácilmente concebir por lo que pronto diremos acerca de los afectos que se sienten en el santuario del alma.

Estos afectos sobrenaturales se reducen principalmente a tres: el amor del espíritu a las bellezas de los misterios de la fe; el amor a la utilidad de los bienes, que se nos han prometido en la otra vida, y el amor a la soberana bondad de la santísima y eterna Divinidad.

CÓMO EL AMOR DE DIOS DOMINA SOBRE LOS DEMÁS AMORES

La voluntad gobierna todas las demás facultades del espíritu humano; pero ella es gobernada por su amor, que la hace tal cual es. Ahora bien, entre todos los amores, el de Dios es el que tiene el cetro, y de tal manera la autoridad y el mando están inseparablemente unidos a su naturaleza, que, si no es el dueño, deja al instante de ser, y perece.

Y, aunque hay otros afectos sobrenaturales en el alma, como el temor, la piedad, la fuerza, la esperanza, sin embargo el amor divino es el dueño, el heredero y el superior, ya que en su favor ha sido el cielo prometido al hombre. La salvación se muestra a la fe, es preparada por la esperanza, pero sólo se da a la caridad. 

La fe muestra el camino hacia la tierra prometida, como una columna formada de fuego y nubes, es decir, clara y obscura; la esperanza nos alimenta con la suavidad del maná; pero la caridad nos introduce en ella, como arca de la alianza, que nos abre el paso del Jordán, es decir, del juicio, y que permanecerá en medio del pueblo, en la tierra celestial prometida a los verdaderos israelitas, donde la columna de la fe ya no sirve de guía, ni de alimento al maná de la esperanza.

El santo amor establece su morada en la más alta y encumbrada región del espíritu, donde hace sus sacrificios y sus holocaustos a la divinidad, tal como Abraham hizo el suyo, y de la misma manera que Nuestro Señor se inmoló sobre el Calvario, para que, desde un lugar tan elevado sea visto y oído por su pueblo, es decir, por todas las facultades y afectos del alma, que él gobierna con una dulzura sin igual; porque el amor no tiene forzados ni esclavos, sino que reduce todas las cosas a su obediencia con una fuerza tan deliciosa que, así como nada es tan fuerte como el amor, nada es tan amable como su fuerza.

Las virtudes están en el alma para moderar sus movimientos, y la caridad, como la primera entre todas las virtudes, las rige y las templa todas, no sólo porque el primer ser, en cada una de las especies, es la regla y la medida de todos los demás, sino también porque, habiendo Dios creado el hombre a su imagen y semejanza, quiere que, como en él, todo esté ordenado por el amor y para el amor.

La voluntad, al darse cuenta del bien y al sentirlo, por medio del entendimiento, que se lo presenta, experimenta en seguida una complacencia y un deleite en este hallazgo, que la mueve y la inclina, suave, pero fuertemente, hacia este objeto amable, para unirse con él; y, para llegar a esta unión, la impele a buscar todos los medios que son más a propósito.

Luego la voluntad tiene una conveniencia estrechísima con el bien; esta conveniencia produce la complacencia, que la voluntad siente cuando advierte la presencia del bien; esta complacencia mueve e impele a la voluntad al bien; este movimiento tiende a la unión, y, finalmente, la voluntad movida e inclinada a la unión, busca todos los medios que se requieren para llegar a ella.

Es cierto que, hablando en general, el amor abarca, a la vez, todo lo que acabamos de decir, como un frondoso árbol, que tiene por raíz la conveniencia de la voluntad con respeto al bien; por pie la complacencia; por tallo el movimiento; por ramas las indagaciones, las pesquisas, pero cuyo fruto es el gozo y la unión. 

El amor, pues, parece que está compuesto de estas cinco partes principales, bajo las cuales se contienen otras muchas más pequeñas, según iremos viendo en el decurso de este tratado.

La complacencia y el movimiento o vuelo de la voluntad hacia la cosa amable, es, propiamente hablando, el amor; de suerte, que la complacencia no es más que el comienzo del amor, y el movimiento o vuelo del corazón, que de ella se sigue, es el verdadero amor esencial. 

Pueden ambos recibir de verdad el nombre de amor, pero de una manera diversa; porque, así como el alba del día puede llamarse día, también esta primera complacencia del corazón, en la cosa amada, puede llamarse amor; porque es el primer amago del amor. Mas así como el verdadero día se pone el sol, de la misma manera, la verdadera esencia del amor consiste en el movimiento y el vuelo del corazón, que sigue inmediatamente a la complacencia y termina en la unión.

La complacencia es la primera sacudida o la primera emoción que el bien produce en la voluntad, y esta emoción anda seguida del movimiento, por el cual la voluntad camina y se acerca al objeto amado, en lo cual consiste propiamente el verdadero amor. En otras palabras, la complacencia es el despertar del corazón; el amor es la acción.

Por esta causa, este movimiento nacido de la complacencia subsiste hasta llegar a la unión y al gozo. Por lo que, cuando mira al bien presente, no hace más que impeler el corazón, apremiarle, unir-lo y aplicarlo a la cosa amada, de la cual llega a gozar por este medio; y entonces se llama amor de complacencia, porque, luego que ha nacido de la primera complacencia, se termina en la segunda, que siente cuando se une con el objeto presente.

Mas, cuando el bien hacia el cual el corazón se inclina es un bien ausente o futuro, o cuando la unión no puede realizarse con la perfección deseada, entonces el movimiento del amor, por el cual el corazón tiende, se dirige y aspira a este objeto ausente, se llama propiamente deseo; porque el deseo no es más que el apetito, la codicia, la avidez de las cosas que no tenemos y que, a pesar de todo, de-seamos tener.

Existen, además de éstos, otros movimientos amorosos, por los cuales deseamos cosas que no esperamos ni pretendemos, los cuales, según me parece, pueden propiamente llamarse aspiraciones; y, de hecho, tales afectos no se expresan como los verdaderos deseos, porque, cuando manifestamos nuestros deseos, decimos: quiero; más cuando manifestamos nuestros deseos imperfectos, decimos: desearía o quisiera.

Estos anhelos o veleidades no son sino como una miniatura del amor, que puede llamarse amor de aprobación, porque, sin ninguna pretensión, el alma se complace en el bien que conoce, y, no pudiéndolo desear de hecho, protesta que de buen grado lo desearía, y reconoce que es verdaderamente apetecible.

Hay deseos y aspiraciones que todavía son más imperfectos que los que acabamos de mencionar, porque su movimiento no se detiene entre la imposibilidad o extrema dificultad de conseguir el objeto, sino ante la sola incompatibilidad del deseo con otros deseos o quereres más poderosos.

Y estas aspiraciones que son contenidas no por la imposibilidad, sino por su incompatibilidad con otros más poderosos deseos, son quereres y deseos, pero vanos, ahogados e inútiles. Cuando apetecemos cosas imposibles, decimos: quiero, pero no puedo; cuando apetecemos cosas posibles, decimos: apetezco, pero no quiero.

El hombre por la facultad afectiva, que llamamos voluntad, tiende hacia el bien y se complace en él, y guarda, con respecto a él esta gran conveniencia, que es la fuente y el origen del amor. Ahora bien, no están, en manera alguna, en lo cierto los que creen que la semejanza es la única conveniencia que produce el amor. Porque, ¿quién ignora que los ancianos más cuerdos aman tiernamente y quieren a los niños, y son recíprocamente amados por ellos?

Porque, algunas veces, prende más fuertemente entre personas de cualidades contrarias, que entre las que son más parecidas. Luego, la conveniencia, que es causa del amor, no consiste siempre en la semejanza, sino en la proporción, en la relación y en la correspondencia a los niños no por pura simpatía, sino porque la extrema simplicidad, flaqueza y ternura de éstos realza y pone más de manifiesto la prudencia y el aplomo de aquellos, y esta desemejanza es precisamente lo que agrada; y los niños, a su vez, aman a los viejos, porque se ven acariciados y cuidados por ellos, y porque merced a un secreto sentimiento, conocen que tienen necesidad de su dirección. 

Así el amor no nace siempre de la semejanza y de la simpatía, sino de la correspondencia y proporción, la cual consiste en que, por la unión, pueden las cosas mutuamente perfeccionarse y mejorarse.

Pero, cuando a esta recíproca correspondencia se junta la semejanza, el amor que entonces se engendra es sin duda más patente; porque, siendo la semejanza la imagen de la unidad, cuando dos cosas semejantes se unen por correspondencia respecto a un mismo fin, es más bien unidad que unión lo que se produce.

Luego, la conveniencia del amante con la cosa amada es la primera fuente del amor, y esta conveniencia consiste en la correspondencia, la cual no es otra cosa que la mutua relación que hace a las cosas aptas para unirse, para comunicarse alguna perfección. Pero esto se entenderá mejor en el decurso de este tratado.

El gran Salomón describe con un aire deliciosamente admirable los amores del Salvador y del alma devota, en aquella obra divina que, por su exquisita dulzura, se llama Cantar de los Cantares. Y, para elevarnos más dulcemente a la consideración de este amor espiritual, que es práctica entre Dios y nosotros, por la correspondencia de los movimientos de nuestros corazones con las inspiraciones de su divina majestad, se vale de una continua representación de los amores entre un casto pastor y una honesta pastora. Ahora bien, haciendo que la esposa hable la primera, como sobrecogida por cierta sorpresa de amor, pone, ante todo, en sus labios este suspiro: Reciba yo un ósculo de su boca.

En todos los tiempos y entre los hombres más santos del mundo, ha sido el beso la señal del afecto y del amor, y así se practicó entre los primeros cristianos como lo testifica San Pablo cuando dice a los romanos y a los corintios: Saludaos mutuamente, los unos a los otros con el ósculo santo. 

Y, como creen muchos, Judas, para dar a conocer a Nuestro Señor, empleó el beso porque este divino Salvador besaba ordinariamente a sus discípulos cuando se encontraba con ellos; y no sólo a sus discípulos, sino también a los niños, a los cuales tomaba amorosamente en sus brazos, como ocurrió con aquel del cual sacó la comparación para invitar tan solemnemente a los discípulos a la caridad del prójimo. Muchos presumen que este niño fue San Marcial, según dice el obispo Jansenius.

Siendo, pues, el beso la señal viva de la unión de los corazones, la esposa que no desea, en todas sus pretensiones, otra cosa que unirse con su amado, exclama: Reciba yo un ósculo de su boca; como si dijera: ¿Cuándo será que yo derramaré mi alma en su corazón y que Él derramará su corazón en mi alma, para que así, felizmente unidos, vivamos inseparables?

Cuando el Espíritu divino quiere hablar de un amor humano, emplea siempre palabras que ex-presan unión y consorcio. En la multitud de los creyentes, dice San Lucas, no había más que un sólo corazón y una sola alma. Nuestro Señor rogó al Padre por todos los fieles, para que fuesen todos una misma cosa8. San Pablo nos advierte que seamos celosos de conservar la unidad de espíritu por la unión de la paz.

 ESTAS UNIONES DE CORAZÓN, DE ALMA Y DE ESPÍRITU SIGNIFICAN LA PERFECCIÓN DEL AMOR. 

Que funde muchas almas en una sola. Es en este sentido que se dice que el alma de Jonatás estaba adherida al alma de David, es decir, según añade la Escritura, amó a David como a su propia alma.

 Luego el fin del amor no es otro que la unión del amante con la cosa amada. Que tal a todos nos suceda y Dios a ello nos ayude”.

Al copiar este artículo favor conservar o citar la Fuente: EL CAMINO HACIA DIOS
www.iterindeo.blogspot.com


Publicado por Wilson f. en 10:03 Descripción: https://resources.blogblog.com/img/icon18_edit_allbkg.gif

EL SECRETO DE LA FELICIDAD



Caminad al encuentro de Cristo: sólo Él es la solución a todos vuestros problemas.
Amar a Dios sobre todas las cosas es además el secreto para conseguir la felicidad incluso ya en esta vida. No busquéis la felicidad en el placer, en la posesión de bienes materiales, en el afán de dominio. Se es feliz por lo que se es, no por lo que se tiene: la felicidad está en el corazón, está en amar, está en darse por el bien de los demás sin esperar nada a cambio.

Si el hombre quiere encontrar el modo de saciar su sed de felicidad que le quema las entrañas, es hacia Cristo hacia donde debe orientar sus pasos.

Solamente si volvéis a Cristo, hallaréis paz para vuestras conciencias perturbadas y reposo para vuestras almas angustiadas.

Cristo es el único que puede dar sentido a nuestra vida. En Él se encuentra la paz, la serenidad, la liberación completa, porque Él nos libera de la esclavitud radical, origen de todas las demás, que es el pecado, e inspira en los corazones el ansia de la auténtica libertad, que es el fruto de la gracia de Dios que sana y renueva lo más íntimo de la persona humana.

¿Hacia dónde va el hombre peregrino por el camino del mundo y de la historia? Creo que, si prestásemos atención a las respuestas, decididas o vacilantes, esperanzadas o dolorosas, que tales preguntas suscitan en cada persona – no solamente en este país, sino también en otras regiones de la tierra -, quedaríamos sorprendidos con la identidad sustancial que hay entre ellas. Los caminos de los hombres son, frecuentemente, muy diferentes entre sí, los objetivos inmediatos que se proponen presentan normalmente características no sólo divergentes, sino a veces hasta contrarias. Y sin embargo, la meta última hacia la que todos indistintamente se dirigen es siempre la misma: todos buscan la plena felicidad personal en el contexto de una verdadera comunión de amor. Si tratarais de penetrar hasta en lo más profundo de vuestros anhelos y de los anhelos de quienes pasan por vuestro lado, descubriríais que es ésta la aspiración común de todos, ésta la esperanza que, después de los fracasos, resurge siempre en el corazón humano, de las cenizas de toda desilusión.

Nuestro corazón busca la felicidad y quiere experimentarla en un contexto de amor verdadero. Pues bien; el cristiano sabe que la satisfacción auténtica de esta aspiración sólo se puede encontrar en Dios, a cuya imagen el hombre fue creado. «Nos hiciste para Ti, y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en Ti.»

Cuando Agustín, de vuelta de una tortuosa e inútil búsqueda de la felicidad en toda clase de placer y de vanidad, escribía en la primera página de sus Confesiones estas famosas palabras, no hacía sino dar expresión a la exigencia esencial que surge de lo más profundo de nuestro ser.
El mundo donde vivimos está sacudido por diferentes crisis, entre ellas, una de las más peligrosas es la pérdida del sentido de la vida. Muchos de nuestros contemporáneos han perdido el verdadero sentido de la vida y lo buscan en sucedáneos, como el desenfrenado consumismo, la droga, el alcohol o el erotismo. Buscan la felicidad, pero el resultado es siempre una profunda tristeza, un vacío del corazón y muchas veces la desesperación. ¿Cómo vivir la propia vida para no perderla? ¿Sobre qué fundamento edificar el propio proyecto de existencia? Jesucristo se nos presenta como la respuesta de Dios a nuestra búsqueda, a nuestras angustias. Él dice: «Yo soy el pan de la vida, capaz de saciar toda hambre; Yo soy la luz del mundo, capaz de orientar el camino de todo hombre; Yo soy la resurrección y la vida, capaz de abrir la esperanza del hombre a la eternidad.» Ciertamente no es fácil seguir a Cristo, no es fácil arriesgar por Él toda la propia vida, pero precisamente en esta capacidad de riesgo reside la nobleza y la grandeza del hombre. No nos arriesgamos en el vacío, sobre la nada; nos arriesgamos en Jesucristo y en su Evangelio; nos arriesgamos en el amor desinteresado a los hermanos.

La consecución de la felicidad exige, por tanto, también una rigurosa ascética personal que se proponga poner orden en el ser humano. Es una trágica mentira enseñar al hombre que la felicidad pueda, o incluso deba, alcanzarse mediante el abandono a las inclinaciones del instinto, sin ninguna renuncia, puesto que es un trágico error confundir la felicidad con el placer o con la utilidad. ¿No está este trágico error en la base de tanta desesperación, de tanto aburrimiento, de la vida que demasiado a menudo podemos constatar sobre todo en los espíritus juveniles?

Decidles que la fe y la felicidad no se excluyen mutuamente, sino que son distintos nombres dados a una misma meta. Pues la fe se le revela al hombre para su felicidad! Y una felicidad que se busca lejos de la palabra evangélica no será capaz de mantener sus promesas.

Decidles que la fe está al servicio de la vida, a la que da un sentido en sus diversas expresiones de amor, dolor, trabajo, estudio, compromiso familiar y social, búsqueda de la paz y de la solidaridad entre los pueblos.

Quizá algunos de vosotros habéis conocido la duda y la confusión; quizá habéis experimentado la tristeza y el fracaso cometiendo pecados graves.

Éste es un tiempo de decisión. Ésta es la ocasión para aceptar a Cristo: aceptar su amistad y su amor, aceptar la verdad de su palabra y creer en sus promesas; reconocer que su enseñanza nos conducirá a la felicidad y finalmente a la vida eterna.

El conocimiento de Jesús es el que rompe la soledad, supera las tristezas y las incertidumbres, da el significado auténtico a la vida, frena las pasiones, sublima los ideales, expande las energías en la caridad, ilumina en las opciones decisivas.

Sencillamente, sin palabras, presentadle vuestro sufrimiento. Es demasiado pesado para que lo llevéis vosotros solos. Con Él, si le abrís vuestro corazón, vuestro lugar de reclusión podrá generar una nueva visión de la existencia, una transformación benéfica de vuestro temperamento y, en algunos, Un descubrimiento del verdadero rostro de Dios. Queridísimos hermanos y hermanas: la peor de las prisiones sería un corazón cerrado y endurecido, y el peor de los males, la desesperación.

Os deseo la esperanza. La pido y la seguiré pidiendo al Señor para todos vosotros: la esperanza de volver a ocupar un lugar normal en la sociedad, de encontrar de nuevo la vida en familia y, ya desde ahora, de vivir dignamente, esforzándoos por crear entre todos vosotros, que compartís el dolor, un poco más de justicia, de espíritu fraterno, de apoyo amistoso. En una palabra, os deseo que realicéis el plan del Señor que os ha llamado a la existencia. Pues Él nunca pierde la esperanza en sus criaturas.

«Adorarás al Señor tu Dios y sólo a Él darás culto. » También vosotros, jóvenes, estáis llamados a mantener vuestra fe en un solo Dios, en medio de tantas propuestas de idolatría. ¡No os entreguéis a los ídolos modernos! No renunciéis a lo más valioso de vuestra existencia, que es vuestra identidad cristiana! Mantened firme vuestra adhesión al Señor Dios, el único adorable, el único dueño de la vida y de la muerte, el que da plenitud de sentido a nuestra peregrinación por la tierra y nuestra actividad humana!

¡Nada es digno de adoración fuera de Dios, nada es absoluto fuera de Él! Ni la riqueza, ni los placeres, ni la ciencia, ni la tecnología, ni la fama, ni el prestigio, ni las utopías políticas pueden convertirse en valor supremo.

Sólo Dios es capaz de saciar la sed de vuestros corazones: «Al Señor tu Dios adorarás y a Él sólo servirás. »

Me gustaría encontrarme a solas con cada uno, en el momento de estas preguntas, y conversar: oír y responder. No siendo esto posible, como amigo y como «más viejo», como quien ya hizo la confrontación de sí mismo con «la voluntad de Dios» y cree en su «amor de Padre», quiero dejar a todos mi testimonio: el testimonio de lo que yo considero la cosa más importante para los hombres, mis hermanos.

Partiendo de la certeza de que vuestra mayor fuerza está en ser personas, en ser personas al lado de otras personas y de poder realizar juntos cosas estupendas, mi testimonio es éste: sólo en Dios encuentran fundamento sólido los valores humanos; y sólo en Jesucristo, Dios y Hombre, se vislumbra una respuesta al problema que cada persona constituye para sí misma. Él es el Camino, la Verdad y la Vida para todos los hombres.

Formulad al divino Maestro, con seriedad y disponibilidad sincera, la pregunta: «Qué quieres que haga? ¿Qué proyecto tienes para mí? ¿De qué modo puedo responder a lo que la Iglesia me pide?» El Señor no os dejará sin respuesta en lo profundo de vuestro corazón; lo hará en el momento propicio y providencial.

Jesús tiene la respuesta a estos interrogantes nuestros; Él puede resolver la «cuestión del sentido» de la vida y de la historia del hombre.

¡Escuchad la voz de Cristo! Cada uno de vosotros ha recibido de Él una llamada. Cada uno de vosotros tiene un nombre que sólo Él conoce. La juventud es la edad en la que se busca descubrir la propia identidad para proyectar el futuro. Dejaos guiar por Cristo en la búsqueda de lo que puede ayudar a realizaros plenamente.


Juan Pablo II

REVELAN ANTIGÜEDAD DE LA QUE SERÍA LA TUMBA DE CRISTO


JERUSALÉN, 29 Nov. 17 / 06:34 pm (ACI).- Resultados de recientes pruebas científicas proporcionadas a National Geographic parecen confirmar que la Iglesia del Santo Sepulcro, lugar donde se habría producido la Crucifixión, sepultura y Resurrección de Cristo, tiene casi 1.700 años de antigüedad.
La tradición sostiene que la iglesia fue construida en el sitio de la tumba de Jesús 300 años después de su muerte.
Aunque aún se desconoce si la tumba realmente guardó el cuerpo de Jesús después de su crucifixión, National Geographic indicó el 28 de noviembre que las pruebas realizadas por 50 expertos de la Universidad Técnica Nacional de Atenas en la cueva de piedra caliza, revelan que el lugar fue construido alrededor del año 345 d.C durante el reinado del emperador Constantino.
Santa Elena, la madre del emperador, habría descubierto la tumba alrededor del año 327. Cuando su hijo hizo legal el cristianismo en el Imperio, los romanos construyeron una iglesia sobre la tumba.
Antonia Moropoulou, coordinadora científica principal de los trabajos de restauración en la iglesia, dijo que las pruebas eran consistentes con las creencias históricas de que los romanos construyeron el monumento en la tumba.
Este es un hallazgo muy importante porque confirma que, como se ha demostrado históricamente, Constantino el Grande fue el responsable de revestir la cueva de roca de la tumba de Cristo con las losas de mármol en la edícula”, dijo la especialista a AFP.
Los hallazgos son especialmente notables debido a que, hasta ahora, la evidencia arquitectónica más temprana encontrada en el santuario data del tiempo de las Cruzadas.
En octubre de 2016, la tumba se abrió por primera vez después siglos para realizar delicados trabajos de restauración. En el interior, los científicos encontraron una losa de mármol antigua incisa con una cruz.
El proyecto de restauración de 9 meses tomó 4 millones de dólares, informó The Guardian.

Los resultados se publicarán en el Journal of Archaeological Science: Reports.

SOY PESCADOR.


El Buen Pescador no luce exagerado ni impaciente, sino equilibrado y sereno.

Por: Oscar Schmidt | Fuente: Catholic.net

Soy pescador, hijo de la Iglesia que me envía a atravesar los mares del mundo en busca de almas, como lo hicieron Pedro y tantos otros a través de los siglos. Orgullo del pescador, la misión recibida da una inigualable alegría que ilumina el espíritu cuando un hermano se enamora del Pescador de hombres, Jesús de Galilea.

Pero Señor, qué difícil es encontrar el equilibrio necesario para acercarse a tantas almas que requieren un trato distinto, sin que se pueda comparar a la una con la otra. ¿Qué decir a ese hombre religioso pero sin amor en su corazón? ¿Y que a aquella mujer que no te conoce ni siquiera por Tu Nombre? Sin embargo yo sé muy bien que hay reglas que debo respetar, si es que deseo no alejar a tus hijos de Tu Barca.

La regla básica es la de no espantar a nuestros hermanos, no asustarlas con una postura demasiado alejada de su entendimiento actual. Muchas veces nos presentamos como nosotros quisiéramos que ellos fueran, apasionados y convencidos de nuestro carácter de hijos de Dios. Sin embargo, si la brecha entre quienes encontramos en nuestro camino y nosotros aparece ante sus ojos como demasiado grande, hacemos imposible para ellos el siquiera pensar que se puede atravesar el foso que nos separa, y entonces se asustan y alejan.

Los santos, por siglos, han comprendido esto y tornaron sus vidas en puentes que los acercaron a las almas. Fueron flexibles, dúctiles, comprendieron a aquellos que no tenían en el alma ni el amor ni la comprensión que las cosas de Dios requieren. Por esto es que la regla básica de todo pescador de almas es la de no exagerar, ni lucir amenazador, ni demasiado lejano. Jesús mismo tenía un mensaje consistente en el contenido, pero totalmente distinto en la forma, dependiendo de si el público que lo escuchaba estaba formado en las cosas del pueblo de Israel, o si eran gentiles alejados de la religión.

La otra regla fundamental es la de la paciencia, paciencia que es entrega a Dios en la confianza de que El tenderá los puentes que unan las brechas, las falencias y las incomprensiones que encontremos en nuestro trajinar de pescadores. Muchas veces nos desesperamos porque las cosas no van tan rápido ni en la dirección que esperamos. Sin embargo, Jesús está siempre detrás de los suyos, y con Su Mano corrige y modela aquello que es fundamental a Su obra. Lo demás, lo deja seguir su propio rumbo, lo que muchas veces se torna en las cruces que
Él nos pone en el camino.

El buen pescador no luce exagerado ni impaciente, sino equilibrado y sereno. Se presenta de tal modo que las almas se sienten seguras de que Dios es a Quien debemos mirar en este mundo, alejándonos paso a paso de lo que no llena nuestro interior, de aquello que es simple ruido y confusión. Pero también, el buen pescador sabe
cuándo tiene que acelerar el ritmo y empujar a las almas a dar un paso hacia adelante, hacia la luz. Ese paso creará tensión y desaliento, pero pronto será comprendido por aquellos que están bien afirmados a la Mano del Salvador. Otros, para tristeza del pescador, se soltarán de la Barca y se alejarán nuevamente, a aguas peligrosas.

No es fácil ser pescador, porque si nos equivocamos, podemos alejar a muchas almas de tal modo que después resulte muy difícil volver a acercarlas. Es una responsabilidad muy grande que todos debemos ejercer, laicos o consagrados, porque para eso fuimos izados a la Barca de la Iglesia, para ser pescadores. Nuestra sonrisa es probablemente el arma más poderosa que Dios nos ha dado para realizar nuestra tarea, porque la alegría de estar a bordo es una de las señales que nos distinguen, ¡la alegría de ser hijos de Dios!

Hermanos, pesquemos en las aguas del mundo, las almas abundan y nos esperan. Seamos eficientes en tan grandiosa tarea que Dios nos ha encomendado, la más alta que
Él ha puesto en nuestra misión de vida. Cuando estemos frente al Señor, Él nos preguntará por los actos de amor que dejamos como legado de nuestro paso por la vida. Y qué duda cabe de que el mayor acto de amor es el de poder mostrarle, orgullosos, a aquellos que hemos subido a bordo de la Barca de Pedro. Jesús sonreirá porque verá que hemos comprendido nuestro legado de pescadores, como Él lo es, como la Iglesia lo es, como todos debemos serlo.

¿QUÉ ES LA CONCIENCIA Y CÓMO EDUCARLA?


La conciencia es el núcleo más secreto y el sagrario del hombre, en el que está a solas con Dios, cuya voz resuena en lo más íntimo de ella.

Por: P. Miguel A. Fuentes, IVE | Fuente: TeologoResponde.org
PREGUNTA
Muchas personas me han consultado sobre la conciencia. Algunas de ellas explícitamente me han dicho que vivían en una situación de pecado (en concubinato, adulterio y otros vicios) pero que, al mismo tiempo, notaban cierta falta de remordimiento por su estado que los preocupaba; la pregunta en ese caso podría resumirse así: “¿se me ha dormido la conciencia?”. En otros casos el problema rondaba más bien por la conciencia escrupulosa; por ejemplo, una de estas personas decía: “tengo una conciencia algo escrupulosa que me empuja a alejarme de los sacramentos porque así vivo aparentemente más tranquilo (ya llevo más de veinte años sin recibir la comunión ni confesarme porque siempre que lo hacía igualmente me daba la impresión de seguir en pecado); ¿qué me aconseja hacer para formar mi conciencia?”. Finalmente, algunos han hecho preguntas más generales, queriendo informarse mejor sobre este tema tan importante; la más amplia de las consultas proviene de un profesor de religión y reza como sigue: “Quiero saber sobre la conciencia y cómo debe ser educada, también qué papel juega en ella la moral y los valores”.

RESPUESTA
Tomo pie de todas ellas, para exponer los principios generales de la conciencia moral.

1. ALGUNOS ERRORES SOBRE LA CONCIENCIA
Se pueden señalar fundamentalmente dos errores sobre la conciencia, que observamos a veces entre la gente común, pero sobre todo defendidos por algunos filósofos e incluso teólogos.

(a) Sobre la naturaleza de la conciencia
El primer error consiste en entender la conciencia como una especie de facultad autónoma, independientemente de la inteligencia. En realidad la conciencia es un acto y no una facultad. En efecto, para explicar su función no hace falta suponer en el hombre una facultad distinta de la inteligencia. Pablo VI, hablando de la conciencia psicológica ha dicho que “es una especie de vigilancia sobre nosotros mismos; es un mirar en el espejo de la propia fenomenología espiritual, la propia persona­lidad; es conocerse, y, en cierto modo llegar a ser dueño de sí mismo” 1. La conciencia moral es ese mismo conocerse pero respecto de la moralidad de esos actos: del bien y del mal de nuestros actos pasados, presentes y futuros (los que planeamos). Las ideas de la conciencia que divulgan en nuestro tiempo muchas corrientes inspiradas en la New Age, hacen de la conciencia una especie de superfacultad, en algunos casos separada de todo hombre, concebida a modo de “alma del mundo” o “conciencia cósmica” o “universal”, que ni es Dios ni nada que en el fondo pueda definirse. Tampoco es exacta verla como hace Häring, tratando también de hacerse eco de la visión “holistica” en la que tanto insiste la New Age: “Habita tanto en el entendimiento como en la voluntad y es una fuerza dinámica en ambos, ya que la inteligencia y la voluntad pertenecen, juntas, al campo más profundo de nuestra vida psíquica y espiritual” 2.

(b) Conciencia creadora
Un segundo desacierto es atribuir a la conciencia la función de crear los valores morales, es decir, el determinar lo que está bien y lo que está mal. Advertía Juan Pablo II contra este equívoco: “Las tendencias culturales… que contraponen y separan entre sí libertad y ley, y exaltan de modo idolátrico la libertad, llevan a una interpretación «creativa» de la conciencia moral, que se aleja de la posición tradicional de la Iglesia y de su magisterio” 3.

Lamentablemente, el Pontífice no hablaba de corrientes ajenas a la Iglesia sino de posiciones enseñadas por moralistas “católicos”. Por ejemplo, B. Häring habla de la “cualidad creativa de la conciencia”, como algo superior a lo que él llama conocimiento abstracto y sistemático 4. Esto, traducido en lenguaje comprensible para los “no iniciados” significa lisa y llanamente que es el hombre quien en última instancia debe decidir cómo obrar en cada circunstancia concreta, sirviéndose sólo de modo ilustrativo de cuanto enseña la filosofía, la tradición, el magisterio y el mismo evangelio, etc. De este modo, un acto o comportamiento sería bueno si ha sido decidido “en conciencia”; pero la expresión “en conciencia” no significa aquí, como para la sana tradición filosófica, “después de haber visto qué es lo que Dios quiere (lo que muchas veces ya está expresado en sus mandamientos, en la revelación y en el magisterio auténtico de la Iglesia) y la naturaleza de las cosas exige” sino solamente en una especie de “resolución prometeica”: pura determinación de la voluntad del individuo en contra (o al menos, con total independencia) del querer de Dios y de la naturaleza de las cosas. Juan Pablo II ha notado en su encíclicaVeritatis splendor que a esto responde el mismo cambio de lenguaje que se ha operado entre la gente común: a los actos de la conciencia no se los llama ya “juicios” sino “decisiones” 5; en efecto, el juicio implica una comparación respecto de una norma (se juzga si algo está bien o mal, según que se adapte o no con una norma superior); en la decisión, en cambio, soy yo quien sentencia el valor que tendrán las acciones. Esta concepción, lastimosamente, quiebra la función de la inteligencia como “lugar” donde el hombre encuentra la luz de Dios que ilumina su obrar 6.

De aquí se sigue que, cuando se exige “libertad de conciencia”, lo que se pide, con frecuencia, no es respeto por aquello que vemos sinceramente que Dios (a través de las vías que tiene para mostrar su voluntad al hombre: naturaleza, revelación, magisterio) quiere de nosotros, sino el “derecho” de decidir lo que a cada uno le parece bien, y obrar en consecuencia. Muy semejante a la tentación del Paraíso: el pecado de Adán y Eva —a tenor del relato bíblico— consistió en el querer determinar por su propia cuenta el bien y el mal de sus actos, sin importarle la voluntad objetiva de Dios.

(c) La conciencia, último juez absoluto
Un tercer error que podemos señalar es el de quienes hacen de la conciencia el último juez absoluto. Es la consecuencia lógica del error anterior. Si la verdad objetiva (natural o revelada) juega un papel fundamental en la determinación de lo que está bien y de lo que está mal, entonces el último juez es la verdad objetiva, y nuestra conciencia debe, ante todo, buscar y descubrir esa verdad y adecuarse con ella. Pero si no es así; si nuestra conciencia es independiente de la realidad objetiva de las cosas y de las leyes divinas y humanas, entonces, cada uno de nosotros es su propio juez. En filosofía esto se denomina “justificación absoluta de la conciencia errónea”. Lo cual se dice pronto y fácilmente, pero ¿quién es capaz de medir las consecuencias de esta falsificación de las ideas? Recomiendo vivamente la lectura de la novela de Dostoievski “Crimen y castigo” para ver cuáles son los finales de tales principios. Si no se puede acceder a esta obra, puede tenerse una visión aproximada leyendo la crónica policial de cualquiera de los diarios de esta mañana. Después nos quejamos cuando escuchamos al machista que justifica su crimen diciendo “la maté porque era mía”. Este no es más que un caso de “conciencia-juez supremo” (uno de todos los que día a día elaboran las mentes de personas que no pasan por malevos sino por honrados ciudadanos… de este mundo).

Así y todo, esto es lo que enseña, por ejemplo, el ya citado Häring, cuando escribe que, en caso de conflicto entre la razón humana (que es falible, recordamos nosotros) y las leyes divinas (que son infalibles, recordamos nuevamente nosotros) … ¡hay que dar el privilegio a la razón humana! 7

A propósito de una discusión sobre el tema, y ante alguno que defendía posiciones semejantes a la que aquí trascribimos (por supuesto, siempre en el campo abstracto de los principios donde las consecuencias últimas quedan desdibujadas por las nubes de las alturas especulativas), escribió el entonces Cardenal Ratzinger en un hermoso discurso (sugestivamente titulado “Elogio de la conciencia”): “Una persona objetó a esta tesis que, si esto tenía valor universal, entonces quedarían justificados incluso los miembros de las S.S. nazistas, a quienes tendríamos que buscar en el Paraíso. Porque estos, en efecto, realizaron sus atrocidades con fanática convicción y también con una absoluta certeza de conciencia. A esto, el otro respondió con la mayor naturalidad que las cosas eran precisamente así: no hay ninguna duda que Hitler y sus cómplices, que estaban profundamente convencidos de su causa, no hubieran podido obrar de otro modo y que, por tanto, aunque sus acciones hayan sido objetivamente espantosas, ellos, en el plano subjetivo, se comportaron moralmente bien. Desde el momento en que siguieron su conciencia —aun cuando estuviese deformada— se debería reconocer que su comportamiento era para ellos moral y, por tanto, no se podría dudar de su salvación eterna. Después de tal conversación quedé absolutamente seguro que había algo que no cuadraba en esta teoría del poder justificativo de la conciencia subjetiva; en otras palabras: quedé convencido que lo que lleva a tal conclusión debía ser una falsa concepción de la conciencia. Una convicción firme y subjetiva y la consiguiente ausencia de dudas y escrúpulos no justifican para nada al hombre” 8. Por algo Juan Pablo II afirmó que “hablar de la inviolable dignidad de la con­ciencia sin ulteriores especifi­caciones, conlleva el riesgo de graves errores” 9.

2. LA AUTÉNTICA CONCEPCIÓN SOBRE LA CONCIENCIA
El Concilio Vaticano II describió la conciencia como “el núcleo más secreto y el sagrario del hombre, en el que está a solas con Dios, cuya voz resuena en lo más íntimo de ella10. Decíamos más arriba que por “conciencia” (moral) no designamos otra cosa que el juicio moral de nuestra inteligencia sobre nuestros propios actos (presentes, pasados y futuros). Esto es posible porque se da en nosotros no sólo una conciencia psicológica de nuestro obrar (o sea, autopercepción de nuestros propios actos: yo sé lo que he hecho, lo que estoy haciendo y lo que proyecto hacer en el futuro) sino también un conocimiento de los principios fundamentales del bien y del mal (de la moral): “llevamos dentro de nosotros mismos —ha dicho el Cardenal Ratzinger— nuestra verdad, porque nuestra esencia (nuestra naturaleza) es nuestra verdad” 11. Esto nos permite captar la armonía o el desacuerdo de nuestros actos con esos principios morales que advertimos como universales y superiores a nosotros. San Pablo, al hablar de los paganos, ha escrito: cuando los paganos, que no tienen ley [es decir ley revelada], cumplen naturalmente las prescripciones de la ley, sin tener ley, son para sí mismos ley; como quienes muestran tener la realidad de esa ley escrita en su corazón (Ro 2,14). Esto explica la percepción de determinados comportamientos como abominables en cualquier cultura, época o nivel de civilización, como la traición a la patria, el filicidio, el homicidio del inocente, etc. Cada vez que obramos percibimos la conformidad o desajuste de nuestros actos con esa ley sobre el bien y el mal escrita en nuestro corazón (como lo atestiguan los remordimientos de los malos y la serenidad de conciencia de los buenos). Por eso, la conciencia moral es la inteligencia cuando descubre esa “ley que él (el hombre) no se da a sí mismo, pero a la cual debe obedecer… Ley inscrita por Dios en su corazón” 12.

De este modo, la conciencia, cumple un triple oficio: es testigo de lo que estamos haciendo o hemos hecho, de la bondad o malicia de lo que obramos o hemos obrado (cf. 2Co 1,12; Ro 9,1); es juez (aunque no supremo), porque nos aprueba cuando lo que obramos es bueno, y nos condena (remordimientos de conciencia) cuando hemos obrado o estamos obrando mal; y es pedagogo al descubrirnos e indicarnos el camino del buen obrar 13. Como decía san Buenaventura: “La conciencia es como un heraldo de Dios y su mensajero, y lo que dice no lo manda por sí misma, sino que lo manda como venido de Dios, igual que un heraldo cuando proclama el edicto del rey. Y de ello deriva el hecho de que la conciencia tiene la fuerza de obligar” 14.

3. DOS COROLARIOS FUNDAMENTALES
Yo señalaría dos temas importantísimos que deben tenerse en cuenta sobre la realidad de la conciencia: su relación con la verdad y el problema del error.

(a) La conciencia y la verdad
Con muy buen tino un teólogo de nuestro tiempo ha hablado de la función mediadora de la conciencia. ¿Qué significa esto? Quiere decir que la conciencia no es la instancia absoluta del bien y del mal en nuestros actos, sino que hay algo que está por encima de ella, y que sí merece el título de referencia moral última. Por eso, los antiguos decían que la conciencia era «regula regulata»: regla reglada; algo así como “regla medida”. Ella debe guiar nuestros actos, pero a condición de que ella misma se deje guiar, se con-forme, con algo que superior a sí misma. Eso superior es la verdad objetiva, que se contiene en Dios, porque es la Verdad Absoluta, y en la misma esencia de las creaturas, como verdad participada.

Ocurre con nuestra conciencia lo mismo que con un árbitro deportivo. Los jugadores deben atenerse a él y a sus decisiones, pero él juzga bien de un partido en la medida que aplique correctamente el reglamento y no distorsione la realidad según sus gustos, intereses o ganancias personales. A veces uno escucha: “es un referí bombero 15; sólo le pedimos que cobre lo que hay que cobrar”. El sentido común entiende que siempre hay un “lo que” (una relación objetiva) con lo que hay que ajustarse para estar en la verdad. Muchos tienen una conciencia bombera, pero como “cobra” a favor de nosotros (y en contra de la verdad) “no levantamos la perdiz” 16.
Así nuestra conciencia es árbitro de nuestros actos, pero sobreentendiendo que hay un Reglamento superior a ella; por tanto ella guía bien en la medida en que es fiel al reglamento de la verdad. La dignidad de la conciencia proviene de que nos hace de puente, intermediario, con esa verdad que, según hemos dicho, se encuentra escrita en lo profundo de nuestra naturaleza y corazón; naturaleza creada por las manos de Dios. Es por eso que la Sagrada Escritura insiste constantemente que busquemos la verdad y juzguemos de acuerdo a la verdad: No os acomodéis al mundo presente, antes bien transformaos mediante la renovación de vuestra mente, de forma que podáis distinguir cuál es la voluntad de Dios: lo bueno, lo agradable, lo perfecto (Ro 12, 2).

(b) La falibilidad de la conciencia
El segundo tema que hay que tener en cuenta es la realidad de que la conciencia a veces se equivoca, puede fallar. “Ella, dice Juan Pablo II, no es un juez infalible” 17. Es un acto de nuestra inteligencia, la cual es creada, finita, falible, herida e influenciable.
Hay afirmaciones que son puramente abstractas o especulativas y que, por tanto, no nos comprometen en absoluto (mi vida difícilmente se encuentre en una encrucijada por declarar cosas como “hoy es un día pintoresco” o “pi es la decimosexta letra del alfabeto griego”). Pero hay otras que comprometen seriamente nuestra conducta (como reconocer que “nadie puede salvarse si muere en el estado en que yo me encuentro en este momento” o “en un peligro como el que se nos viene encima, un hombre honrado debe jugarse el pellejo”); estos son “juicios prácticos” que exigen de nosotros actitudes correspondientes, sacrificios, heroísmos o simplemente “obrar de modo consecuente”. Y como no todos están dispuestos a cambiar situaciones que hay que cambiar, a afrontar riesgos que hay que afrontar, a mantenerse firmes a pesar de las desventuras que puedan venir cuando la verdad lo exige, ocurre que los gustos, miedos, hábitos, comodidades, oportunismo, cobardía, flaqueza de ánimo o ruindad, interfieren sobre nuestra conciencia para “matizar”, “acomodar”, “ahogar, “amordazar” o “cauterizar” la conciencia. De allí que no siempre ésta pueda juzgar libre de prejuicios e influencias. Y por eso, tantas veces yerra o juzga tuertamente.

Pero cuando la conciencia juzga erróneamente —apartándose de la verdad— pierde su dignidad. Sólo hay un caso en que la conciencia, aún en el error, mantiene accidentalmente cierta dignidad: cuando yerra involuntariamente y es absolutamente incapaz de salir del error porque ni siquiera sospecha que está en el error. Esto es lo que los moralistas llaman “error invencible”. Ocurre cuando buscando decididamente la verdad cree encontrarla donde la verdad no está y la persona no puede percibir su error por ningún medio. En estos casos, la conciencia es subjetivamente inocente y nos desliga de toda responsabilidad. Pero esto no ocurre siempre tan limpiamente. No es el caso de los que no aman la verdad, ni se preocupan de ella; no es tampoco el caso de los que desprecian el consejo de los sabios y prudentes, y, en nuestra condición de católicos, no es el caso de quienes desprecian la enseñanza autorizada del magisterio de la Iglesia. Juan Pablo II, hablando de los teólogos que enseñaron (y enseñan) que se puede seguir la propia conciencia aún después de haberse enterado que el magisterio, en este o aquel punto concreto, enseña lo contrario de nuestro propio parecer, afirma con particular dureza: ¡“esta negación hace vana la cruz de Cristo”! 18; porque precisamente “…el magisterio de la Iglesia ha sido instituido por Cristo el Señor para iluminar la conciencia”19. El magisterio no es una opinión más sino una de las fuentes donde debemos iluminar la conciencia. De ahí que nos deban interpelar agudamente aquellas palabras de un documento sobre la función del teólogo en la Iglesia: “Oponer al magisterio de la Iglesia un magisterio supremo de la conciencia es ad­mitir el principio del libre examen, incom­patible con la economía de la Revelación y de su transmisión en la Iglesia, así como con una concepción correcta de la teología y de la función del teólogo” 20. O sea: es mala teología y equivale a renovar el error de los reformadores protestantes.

Por eso, citando nuevamente a Juan Pablo II, debemos decir que “no es suficiente decir al hombre ‘sigue siempre tu conciencia’. Es necesario añadir inmediatamente y siempre: ‘pregúntate si tu conciencia dice la verdad o algo falso, y busca incansablemente conocer la verdad’. Si no se hiciera esta necesaria precisión, el hombre arriesgaría encontrar en su conciencia una fuerza destructora de su verdadera humanidad, en vez del lugar santo donde Dios le revela su verdadero bien” 21.

4. LA EDUCACIÓN DE LA CONCIENCIA
Esto nos lleva al último punto: la necesidad de educar nuestra conciencia para que nuestros juicios sean siempre veraces 22. Para esto son necesarias dos cosas.
Ante todo, vivir virtuosamente y buscar la virtud. Sólo la virtud puede garantizarnos que nuestras pasiones no fuercen nuestra conciencia para “justificar” los comportamientos defectuosos o los pecados que no queremos reconocer.
Y en segundo lugar, debemos iluminar (instruir) nuestra conciencia sobre el bien y sobre la verdad. Y esto se hace mediante la fe, la meditación de la Palabra de Dios y el estudio de la enseñanza del magisterio de la Iglesia. Vale para todos lo que Juan Pablo II mandaba a los Obispos de Francia: “Los Pastores deben formar las conciencias llamando bueno a lo que es bueno y malo a lo que es malo” 23. ¿Se va a exceptuar un laico católico de esta obligación por el hecho de no ser pastor de nadie? Sólo si uno ha puesto todos los medios para que su conciencia sea recta (estudio, búsqueda de la verdad, oración) puede honestamente tener la certeza moral de que es un hombre o una mujer de conciencia y que obra en conciencia. Si se equivoca, después de poner tales medios, no sería culpable. Pero sólo después de poner tales medios y no antes.
*   *   *
El 6 de julio de 1535 quien fuera Canciller del Reino de Inglaterra fue decapitado por orden del Rey. Perpetró el crimen (políticamente) imperdonable de no aceptar la nulidad del matrimonio del monarca con su primera (y única verdadera) esposa, el cual, objetivamente no era nulo. Tuvo en sus manos la llave de la vida: decir lo que el rey quería que dijese. Rechazó una llave que para él exigía un precio impagable. Y por eso Tomás Moro fue decapitado; pero antes de morir pudo escribir a su hija: “Hasta ahora, la gracia santísima me ha dado fuerzas para postergarlo todo: las riquezas, las ganancias y la misma vida, antes que prestar juramento en contra de mi conciencia”. ¡Cuántas cabezas en nuestros días viajan cómodamente sobre sus hombros, porque dentro de ellas ya no pilotea una conciencia inmaculada!
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1 Pablo VI, Alocución del 12/II/1969; Cf. Homilía en el I Domingo de Cuaresma, 7/III/1965.
2 B. Häring, Libertad y fidelidad en Cristo (Barcelona 1983), I, 244-245.
3 Juan Pablo II, Enc. Veritatis splendor, 54.
4 B. Häring, Libertad y fidelidad en Cristo, I, 249. “Una teología moral que intente afirmar la fidelidad y libertad creadoras como conceptos clave jamás podrá olvidar esta dimensión. Precisamente un consenso creciente del hecho y naturaleza de tal conocimiento empuja a numerosos teólogos a valorar el conocimiento abstracto y sistemático como una forma secundaria y derivada de conocimiento” (Ibídem).
5 Cf. Juan Pablo II, Enc. Veritatis splendor, 55.
6 “Durante estos años, como consecuencia de la contestación a la Humanae Vitae, se ha puesto en discusión la misma doctrina cristiana de la conciencia moral, aceptando la idea de conciencia crea­dora de la norma moral. De esta forma se ha roto radicalmente el vínculo de obediencia a la santa voluntad del Creador, en la que se funda la misma dignidad del hombre. La conciencia es, efectivamente, el ‘lugar’ en el que el hombre es iluminado por una luz que no deriva de su razón creada y siempre fali­ble, sino de la Sabidu­ría del Verbo, en la que todo ha sido crea­do…” (Juan Pablo II, Discurso a los participantes en el II Congreso internacional de teología moral, 12 de noviembre de 1988, L’Osservatore Romano, 22/I/1989, p. 9, n. 4).
7 “Ya que las reglas de la prudencia se muestran eficaces en las cuestiones de (…) ley humana positiva (…), no parece que haya inconveniente de aplicarlas también a la ley positiva divina, y aun a las leyes esenciales que dimanan del orden de la naturaleza y de la gracia… En principio la libertad «posee» sobre la ley” (B. Häring, La Ley de Cristo, [Barcelona 1973] I, 224-225). La aplicación de este principio a la ley humana es correcta, porque ésta es falible como también nuestra razón; pero no vale lo mismo para la ley divina ni para la ley natural (que es ley divina) que es infalible y divina (y, por tanto, no se le escapan las excepciones al legislador al formular su ley). Es una cuestión de (sana) lógica: en el conflicto entre una razón falible y una infalible, no puedo pensar que tal vez sea la falible la que tenga razón.
8 J.  Ratzinger, Elogio della coscienza, “Il Sabato”, 16 marzo 1991.
9 Juan Pablo II, Discurso a los participantes en el II Congreso internacional de teología moral, 12 de noviembre de 1988, L’Osservatore Romano, 22/I/1989, p. 9, n. 4.
10 Concilio Vaticano II, Const. Gaudium et spes, 16.
11 Cf. L’Osservatore Romano, 15/X/93, p.22.
12 Concilio Vaticano II, Const. Gaudium et spes, 16.
13 Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, nº 1777.
14 San Buenaventura, In II Librum Sententiarum, dist. 39, a. 1, q. 3, concl.
15 En lenguaje coloquial de Argentina y Uruguay “bombear” es perjudicar deliberadamente a alguien.
16 Levantar la perdiz = alertar.
17 Juan Pablo II, Enc.Veritatis splendor, 62.
18 El Papa está diciendo en este discurso que la enseñanza de la anticoncepción como gravemente ilícita (contenida en la Humanae vitae) “es una enseñanza constante de la Tradición y del Magisterio de la Iglesia que el teólogo católico no puede poner en discusión” (Discurso a los participantes en el II Congreso internacional de teología moral, 12 de noviembre de 1988, L’Osservatore Romano, 22/I/1989, p.9, n. 5).
19 Juan Pablo II, Ibídem, n. 4.
20 Congregación para la Doctrina de la Fe, Instrucción sobre la vocación eclesial del teólogo, 24/V/1990, nº 38.
21 Juan Pablo II, Catequesis del 17/VIII/83, nº 3.
22 Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, nº 1783-1784.
23 Juan Pablo II, L’Osservatore Romano, 15/III/87, p.9, nº 5.