Catequesis del Papa durante la audiencia general
Todos nosotros somos pecadores, pero tantas veces caemos en la tentación
de la hipocresía, de creernos mejores que los otros y decimos: Mira tu pecado
.
Por: Papa Francisco | Fuente: Radio Vaticana
Ciudad de Vaticano, 20 de abril de 2016
Por: Papa Francisco | Fuente: Radio Vaticana
Ciudad de Vaticano, 20 de abril de 2016
(RV).- La mujer pecadora del Evangelio “nos enseña el vínculo entre la
fe, el amor y la gratitud”, lo ha dicho el Papa en su catequesis de este
miércoles 20 de abril.
Meditando el pasaje del Evangelio de Lucas que describe a la mujer
pecadora lavando los pies de Jesús con sus lágrimas, el Papa explicó que
“refleja con claridad un aspecto fundamental de la misericordia: la sinceridad
de nuestro arrepentimiento suscita en Dios su perdón incondicional”.
En esta línea, el Obispo de Roma remarcó que “la actitud de la mujer
contrasta con la del fariseo” ya que la mujer “expresa con sus gestos la
sinceridad de su arrepentimiento y, con amor y veneración, se abandona confiadamente
en Jesús”.
Jesús “no rechaza a los pecadores, sino que los acoge” insiste el Papa
quien también agrega que el Hijo de Dios “se deja tocar por ellos, sin miedo de
ser contaminado, los perdona y los libera del aislamiento al que estaban
condenados por el juicio despiadado de quienes se creían perfectos, abriéndoles
un futuro”
(Mercedes De La Torre – Radio Vaticano).
Texto
completo de la catequesis del Papa
Francisco
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Hoy queremos detenernos en un aspecto de la
misericordia bien representado en el pasaje del Evangelio de Lucas que hemos
escuchado. Se trata de un hecho sucedido a Jesús mientras era huésped de un
fariseo de nombre Simón. Ellos habían querido invitar a Jesús a su casa porque
había escuchado hablar bien de Él como un gran profeta. Y mientras estaban
sentados almorzando, entra una mujer conocida por todos en la ciudad como una
pecadora. Ésta, sin decir una palabra, se pone a los pies de Jesús y rompe en
llanto; sus lágrimas lavan los pies de Jesús y ella los seca con sus cabellos,
luego los besa y los unge con un aceite perfumado que ha traído consigo.
Resalta la confrontación entre las dos figuras:
aquella de Simón, el celoso servidor de la ley, y aquella de la anónima mujer
pecadora. Mientras el primero juzga a los demás por las apariencias, la segunda
con sus gestos expresa con sinceridad su corazón. Simón, no obstante habiendo
invitado a Jesús, no quiere comprometerse ni involucrar su vida con el Maestro;
la mujer, al contrario, se abandona plenamente a Él con amor y con veneración.
El fariseo no concibe que Jesús se deja
“contaminar” – entre comillas ¡Eh! – por los pecadores. Así pensaban ellos,
¡eh! Él piensa que si fuera realmente un profeta debería reconocerlos y
tenerlos lejos para no ser contaminado, como si fueran leprosos. Esta actitud
es típica de un cierto modo de entender la religión, y está motivada por el
hecho que Dios y el pecado se oponen radicalmente. Pero la Palabra de Dios
enseña a distinguir entre el pecado y el pecador: con el pecado no es necesario
hacer compromisos, mientras los pecadores – es decir, ¡todos nosotros! – somos
como enfermos, que necesitan ser curados, y para curarse es necesario que el médico
los vea, los visite, los toque. ¡Y naturalmente el enfermo, para ser sanado,
debe reconocer tener necesidad del médico!
Entre el fariseo y la mujer pecadora, Jesús se
pone de parte de ésta última. Libre de prejuicios que impiden a la misericordia
expresarse, el Maestro la deja hacer. Él, el Santo de Dios, se deja tocar por
ella sin temer ser contaminado. Jesús es libre, libre porque es cercano a Dios
que es Padre misericordioso. Y esta cercanía a Dios, Padre misericordioso, da a
Jesús la libertad. Al contrario, entrando en relación con la pecadora, Jesús
pone fin a aquella condición de aislamiento al cual el juicio despiadado del
fariseo y de sus conciudadanos – los cuales la explotaban, ¡eh! – la
condenaban: «Tus pecados te son perdonados» (v. 48). La mujer ahora puede “ir
en paz”. El Señor ha visto la sinceridad de su fe y de su conversión; por eso
delante a todos proclama: «Tu fe te ha salvado, vete en paz» (v. 50). De una
parte aquella hipocresía del doctor de la ley, de otra parte la sinceridad, la
humildad y la fe de la mujer. Todos nosotros somos pecadores, pero tantas veces
caemos en la tentación de la hipocresía, de creernos mejores de los demás.
“Pero mira tú pecado…”. Todos nosotros miramos nuestro pecado, nuestras caídas,
nuestras equivocaciones y miramos al Señor. Esta es la línea de la salvación:
la relación entre “yo” pecador y el Señor. Si yo me considero justo, esta
relación de salvación no se da.
A este punto, una sorpresa aún más grande invade
a todos los comensales: «¿Quién es este hombre, que llega hasta perdonar los
pecados?» (v. 49). Jesús no da una respuesta explicita, sino la conversión de
la pecadora está ante los ojos de todos y demuestra que en Él resplandece la
potencia de la misericordia de Dios, capaz de transformar los corazones.
La mujer pecadora nos enseña la relación entre
fe, amor y reconocimiento. Le han sido perdonados “muchos pecados” y por esto
ama mucho; «Pero aquel a quien se le perdona poco, demuestra poco amor» (v.
47). Incluso el mismo Simón debe admitir que ama más aquel a quien se le
perdona más. Dios ha puesto a todos en el mismo misterio de misericordia; y de
este amor, que siempre nos precede, todos nosotros aprendemos a amar. Como
recuerda San Pablo: «En Cristo, hemos sido redimidos por su sangre y hemos recibido
el perdón de los pecados, según la riqueza de su gracia, que Dios derramó sobre
nosotros, dándonos toda sabiduría y entendimiento» (Ef 1,7-8). En este texto,
el término “gracia” es prácticamente sinónimo de misericordia, y es llamado
“abundante”, es decir, más allá de nuestra expectativa, porque actúa el
proyecto salvífico de Dios para cada uno de nosotros.
Queridos hermanos, ¡seamos gratificados por el
don de la fe, agradezcamos al Señor por su amor tan grande y no merecido!
Dejemos que el amor de Cristo se derrame en nosotros: de este amor el discípulo
se nutre y en él se funda; de este amor cada uno de nosotros puede nutrirse y
alimentarse. Así, en el amor agradecido que derramamos sobre nuestros hermanos,
en nuestras casas, en la familia, en la sociedad se comunica a todos la
misericordia del Señor. Gracias.
(Traducción del italiano, Renato Martinez –
Radio Vaticano)
No hay comentarios:
Publicar un comentario