lunes, 26 de junio de 2017

UNA ÉPOCA AZUL


Un bellísimo texto que nos invita a tener más amor y confianza en la Madre de Dios que también es Madre nuestra: María.
Hoy recabo la presencia de un amigo, pequeño, zascandil, chisgarabís y poeta. Esto último le salva. También se orna con ribetes de filósofo, y a menudo me interroga sobre ciertas grandes cuestiones que escrutan los sabios (no siempre con éxito). Pero se muestra seguro en asuntos como el que ha de ocuparnos enseguida. Lo encontré en Belén, pero lo había visto ya en Nazaret, cuando el Arcángel San Gabriel anunció a María.

Ahora dice hallarse en una época azul. Sucede, en su opinión, que el azul es el color mariano por excelencia, y basta que se abra un claro entre las nubes para que exclame con entusiasmo:
– ¡Mira, el manto azul de la Virgen!

A su juicio, el cielo visible, cuando está limpio, es el manto de la Madre de Dios. Así, siempre, dondequiera que va, se encuentra guarecido, seguro, entero, firme, inexpugnable bajo los pliegues del manto -inmenso o breve, según se mire-, pero siempre humano. Porque -como ha leído en algún lugar-, para quien lo sabe amar el mundo pierde el disfraz de infinito «y se hace pequeño como una canción, como un beso de lo eterno».

El ama tiernamente los cielos tersos, los lagos altos, limpios, tranquilos de la montaña y los mares sosegados del mediodía. En ellos percibe con todos los sentidos la presencia de la Inmaculada.

También gusta de contemplar, bajo el manto azul, cómo vienen las nubes de lejos, enormes blancuras que se arrebolan, forman y deforman, se hacen y deshacen con belleza fascinante ante su mirada absorta. Son pinceladas divinas, luces de maravilla con las que juega la Luz, envidia de Velázquez, Goyas y Tizianos. Al fondo, siempre el azul, dando unidad y armonía al cuadro entero; es lo permanente, lo eterno que presta al alma aquel sosiego sin el cual no vive.

Yo le pregunto:
-¿Y de noche, no lloras un poco?
Entonces abre los brazos, solemne, y sentencia:
-Donde el sol se oculta, estalla el cielo. Si de noche lloras por el sol, no verás las estrellas. Nunca se debe llorar o temer. La luz no ha desaparecido; se ha ido a los luceros, para cantarnos la inmensidad del universo, en el que reina como Emperatriz la Madre de Dios. Yo creo en las noches, concluye el pequeño, con Rilke.

Sigo indagando:
-¿Pero cuando cae la niebla y nada se ve, o las nubes densas no dejan resquicio al cielo alto?
-Entonces -explica-, el corazón se yergue, lo traspasa todo, hasta donde jamás deja de brillar el sol y es diamantino el azul. También la ausencia consciente es un modo de presencia, quemazón saludable, que enciende el deseo de ver y tener. Hay soledades sonoras, músicas calladas, vacíos llenos de plenitud, como aquel «¡Dios mío, Dios mío, por qué me has abandonado!». Nunca el Padre Dios -y la Madre Virgen- estuvieron tan metidos en el Corazón de Cristo. La ausencia viva es presencia aguda, dulce, aunque un poco dolorosa. Algo así acontece cuando se trata a la Humanidad Santísima de Jesús: Él pone en el alma un hambre insaciable, un deseo “disparatado” de contemplar su Faz.

En esa ansia -que no es posible aplacar en la tierra-, hallarás muchas veces tu consuelo
En esa ansia -que no es posible aplacar en la tierra-, hallarás muchas veces tu consuelo (del Via Crucis, del Beato Josemaría)

¿Qué será, además, contemplar el otro rostro bellísimo, el de la Virgen Santa, que aguarda allá, tras el manto azul?

Sabiduría antigua

Cuando son negras las nubes y rugen con la luz lívida del relámpago, mi pequeño amigo asevera:
-Ya está el diablo metiendo el rabo. Siempre anda como león rugiente, buscando presa que devorar (esto lo ha leído en San Pedro).
Y yo inquiero por qué nuestra Madre buena, que podría enviar al infierno el Infierno entero, permite que el demonio meta el rabo bajo su manto.

El pequeño teólogo se ajusta las gafas en el ceño y acto continuo extiende el brazo cuan largo es, vibrando su dedo índice hacia mi cara:
-No debemos olvidar que es muy antigua la sabiduría de la Madre de Dios. Ella sabe bien que si vemos bajo su manto, algunas veces, el rabo del gran cornúpeta -corniabierto y astifino-, sabremos inferir que fuera está el diablo entero, y no saldremos de la zona de seguridad. Aunque el demonio meta el rabo, ¡ahí no pasa nada!

En su concepto, como en el de ilustres pensadores, el mundo entero es una gran parábola del Reino de los Cielos. Las parábolas de Jesús no son tan sólo un modo pedagógico de elevar la mente humana desde las cosas más asequibles a los más altos misterios, son también una muestra de la más honda y veraz lectura del mundo. El mero físico, o químico, o biólogo, no entiende casi nada. Sólo ve en el agua, H2O; y en la vida, DNA.

Pero la realidad es mucho más. El agua es río y mar, cascada, refrigerio para la boca cuarteada, pulcritud para el manchado, motivo siempre de encendida acción de gracias. Las cosas todas son señales indicadoras del Amor divino, transparencias del poder creador de Dios, de quien proceden y a quien conducen. El materialismo, el positivismo -¡ay, esos “ismos”…!- han puesto a las gentes anteojos de madera. Incluso inteligencias agudas que leen y entienden voluminosos libros ininteligibles, ya no saben leer en las cosas más sencillas y elocuentes. Les urge volver a la escuela, escuela primaria, a empezar de nuevo: la eme con la a, ma.
Pero, cuidado, es preciso escoger bien.

La mejor escuela

La mejor es, sin duda, la escuela de Santa María, escogida por Dios mismo cuando quiso hacerse Niño y aprender a ser Hombre. Ella es Sedes sapientiae, Asiento de una sabiduría más antigua que el mundo. La Liturgia pone en labios de la Madre de Dios estas palabras de la Escritura: Antes de los siglos, desde el principio me creó, y por los siglos subsistiré. No es, éste, un principio de orden cronológico, sino de lógica divina, trascendente al tiempo. Antes del comienzo de la creación, Dios tiene en su mente la criatura de insuperable belleza, compendio de toda humana perfección.

Es la que puede decir: El Señor me estableció al principio de sus tareas, al comienzo de sus obras antiquísimas. En un tiempo remotísimo fui formada.

Por eso, hay un clásico que le canta:
Fuera de Dios no hay quien sea tan antigua como vos.
Y le hace decir Quevedo:
Soy más antigua que el tiempo (…)
Infinitos siglos antes que criara el firmamento, ya él me había criado en mitad de aquel silencio.
Pero oigamos la voz autorizada: “Cuando colocaba los cielos, allí estaba yo; cuando trazaba la bóveda sobre la faz del abismo; cuando sujetaba el cielo en la altura, y fijaba las fuentes abismales. Cuando ponía un límite al mar, y las aguas no traspasaban sus mandatos; cuando asentaba los cimientos de la tierra, yo estaba junto a él, como aprendiz, yo era su encanto cotidiano…”.

Niña de los ojos de Dios

Parece que la creación entera contiene un cierto sello, un dulce y vigoroso toque mariano. Cabe una lectura mariana del mundo. Tienen fundamento los versos de Lope: Vos sois aquella Niña con que el Señor del cielo y tierra mira.

También Calderón de la Barca llama a la Virgen niña, Niña de los ojos de Dios. Y nuestro pequeño amigo remacha gozoso: ¡cabe una lectura mariana del mundo!

Yo quiero, Madre mía, que tú seas la Niña de mis ojos; ver las cosas todas a tu luz. Y así, ¡cuánto más hermoso se ve el Niño! Y José, qué espléndido, qué bien plantado, qué bien trabaja, qué bien habla y qué bien calla; qué santazo es José: no hay otro como él.

¿Y el establo? ¡si no huele sino a clavel! ¡si es un palacio lleno de Ángeles, los Príncipes del Cielo!

¿Y el sudor de la frente cuando se trabaja recio? Son perlas que se engarzan en la corona del Rey de reyes. La fatiga ya no enoja, es medio y fuente de santificación. Incluso las mayores contrariedades, incomprensiones, calumnias, persecuciones, son piedras preciosas que fulgen y adornan la Cruz victoriosa de Nuestro Señor Jesucristo.

Y el infierno ya no son “los otros”, como acontece en el angustiado mundo ateo de un Jean Paul Sartre. El infierno es lo que vio Paul Claudel, tras su fulgurante conversión: “pocas horas me bastaron para enseñarme que el Infierno está allí donde no está Jesucristo”. ¡Qué mal se pasa si Él no está! Y si se pasa “bien” en apariencia, qué vacío, luego.

El encuentro con los demás es siempre un encuentro con Cristo. Cristo, que sufre en los enfermos del cuerpo. Cristo, que sufre más en los enfermos del alma. Cristo, que triunfa en las almas que están en gracia de Dios y caminan hacia la santidad.

Cristo, en la lectura mariana del Evangelio, aparece en toda su belleza, sencilla y magnífica, humana y divina. Cada detalle de cada gesto, de cada palabra y de cada silencio de Jesús, adquiere un relieve de intensidad conmovente. Se desvanecen los temores infundados: la época azul resulta la más cristocéntrica que pueda pensarse. Nunca se está más cerca de Jesús que cuando se está con su Madre: ¡El Señor es contigo!

Leer los grafismos del mundo, siendo María la Niña de nuestros ojos, es descubrir siempre nuevas bellezas en lo creado y redimido por Cristo; abrirse a la posibilidad apasionante de hacer de la prosa de cada día, endecasílabos, verso heroico (Esto lo aprendió el pequeño, como tantas otras cosas, del Beato Josemaría Escrivá). Una mañana de octubre, de 1967, que esplendía bajo el manto azul de Navarra, en el campus de la Universidad, con millares de personas embebidas, nuestro hombre escuchó con emoción contenida estas palabras antológicas: Os aseguro, hijos míos, que cuando un cristiano desempeña con amor lo más intrascendente de las acciones diarias, aquello rebosa de la trascendencia de Dios. Por eso os he repetido, con un repetido martilleo, que la vocación cristiana consiste en hacer endecasílabos de la prosa de cada día. En la línea del horizonte, hijos míos, parecen unirse el cielo y la tierra. Pero no, donde de verdad se juntan es en vuestros corazones, cuando vivís santamente la vida ordinaria.

Y qué gozoso resulta andar, con la Niña de Nuestros Ojos, descubriendo ese algo divino que en los detalles se encierra. ¡Los detalles! Ahí está sobre todo la Madre de Dios: en los detalles.

Cualquier momento es óptimo para comenzar o recomenzar a vivir en el encanto de una nueva, definitiva e insuperable época azul. Ya no se ansía otra, porque ésta está siempre abierta a nuevas y mayores maravillas.

PIROPOS A LA MADRE VIRGEN

Al pequeño filósofo, como a cualquier hijo de María Santísima, le encanta encontrar más piropos -antiguos y nuevos- a la Madre de Dios. Por ejemplo, este de Gómez Manrique: Toda eres toda bella.

No es poco lo que afirma Jerónimo del Río, que debió de ser un excelente jugador de ajedrez: Dama con que el Rey mata al diablo, ¡al gran cornúpeta!

En el Cancionero general de Hernando del Castillo, se encuentra una letanía espléndida:
clara lumbre
luz del día
espejo de Dios
templo santo
perla
zafiro
vaso blanco cristalino
paraíso
huerto precioso
planta de fértil rosa
Rosa
flor de flores
rosa de rosas
madre preciosa
madre cristalina
la rosa entre las flores
lucero amado

Y en el Poema de la Bestia y el Ángel, se dice que éste es el dogma de María:
…que tiene finura de cristal, hipérbole de amores y gracias de requiebro.

Todo es muy razonable si se tiene en cuenta que Ella es el Sol que da a luz al Sol hermoso (Lope), Madre de fremosura (Alfonso X, Cantiga X), Madre del Amor hermoso.

Y como es a la vez Madre de Dios y Madre nuestra, bien dice Calderón cuando en El cubo de la Almudena explica la universal experiencia de los buenos hijos de Dios: Si trabajando vosotros aclamáis a María bella, cuidando nosotros de ella, Ella cuida de nosotros.

Y Hernando de Talavera, del XVI:
Llena de inmensidad
De aquel Dios inmensurable,
Dios de Dios;
Llena de sonoridad
Del Verbo eterno inefable.

Pero ahora nos sorprenden unos versos con una enseñanza inesperada, en el Tratado de la Asunción, del sin par Juan del Encina:
Dame tu gracia graciosa,
gracia de gracia de Dios,
pues, aquél y tu sois dos
en querer sois una cosa,
¡o Madre de Dios y Esposa!
ven, Señora, ven a mí,
que no ay fuerza tan forzosa
que pueda ser poderosa
de escribir de ti y sin ti.

Luego, es evidente que Ella está con nosotros, los que de Ella escribimos y, sin duda también, con los que de Ella leemos.

En fin, para acabar de un plumazo, si no, no habría final, leamos lo dicho por Fray Pedro Manrique del Beato Alonso de Orozco, que “lo más de la vida gastó en alabanzas suyas (de María Santísima): perdía el seso en la consideración de esta Señora, de lo que fue y de lo que merecía”.

Oh, si esto pudiera decirse del pequeño poeta… Perder el seso, querer con locura a la Madre de Dios. Esta es una expresión muy del Beato Josemaría Escrivá de Balaguer: amar a la Virgen con locura: Te daré un consejo, que no me cansaré de repetir a las almas: que ames con locura a la Madre de Dios, que es Madre nuestra.

COLECCIÓN ARVO, Nº 130. AÑO XII. DICIEMBRE 1992.

Pbro Dr. Antonio Orozco Delclós


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