jueves, 22 de junio de 2017

16. LA VIDA ETERNA



En el fin del mundo los hombres resucitarán y habrá una vida futura distinta a la presente.
LA RESURRECCIÓN DE LOS MUERTOS Y LA VIDA ETERNA

16.1 LA RESURRECCIÓN DE LOS MUERTOS
16.1.1 El hecho de la Resurrección

El artículo del Credo: “… espero la resurrección de los muertos y la vida del mundo futuro”, nos enseña que al fin del mundo los hombres resucitarán, esto es, que el alma de cada hombre volverá a juntarse con el cuerpo que tuvo en la tierra, para no separarse ya de él. Enseña también la existencia de una vida futura distinta a la presente.

Se trata de una resurrección de la carne, porque son los cuerpos los que vuelven a la vida, ya que el alma ni ha muerto, ni puede morir.

Es posible que se junten los átomos dispersos de los cuerpos por la virtud omnipotente de Dios. 

Dios, en efecto, no tendrá más dificultad en reunirlos, que la que tuvo en sacarlos de la nada.

Que los muertos resucitarán es una verdad de fe, no alcanzable con el sólo esfuerzo racional.

Consta:
a) Por el testimonio de la Escritura. Así, dice San Juan: “Todos los que están en los sepulcros oirán la voz del Hijo de Dios, y resucitarán, los que obraron el bien para la vida eterna; y los que obraron el mal para ser condenados” (5, 28, 29).
b) Por la enseñanza de la Iglesia en los Concilios y en los Símbolos (cfr. Dz. 1 ss, 40, 287, 464, 531,etc.).

Dios ha dispuesto la resurrección de la carne para que el cuerpo participe del premio o castigo del alma, como participante que fue de su virtud o de sus pecados.

16.1.2 MODO DE LA RESURRECCIÓN

No todos los hombres resucitarán en el mismo estado, pues mientras los cuerpos de los condenados aparecerán llenos de ignominia, los de los justos, a semejanza de Cristo resucitado, tendrán las dotes de los cuerpos gloriosos.

” Todos resucitaremos, mas no todos seremos mudados”, esto es, glorificados (1 Cor. 15, 51). “Cristo transformará nuestro cuerpo abatido para hacerlo conforme al suyo glorioso” (Fil. 3, 21).

Las dotes de los cuerpos gloriosos son cuatro:

a) La impasibilidad, que consiste en que el cuerpo no estará sujeto al sufrimiento ni a la muerte.
b) La agilidad, que consiste en que podrá trasladarse en un momento a lugares muy remotos.
c) La claridad, que consiste en que estará vestido de incomparable gloria y hermosura.
d) Y la sutileza, que consiste en que podrá penetrar otros cuerpos, como Cristo penetró en el cenáculo después de la Resurrección.

La consideración de este dogma debe movernos a mortificar nuestro cuerpo y apartarlo de la sensualidad, para que un día ostente las señales de los cuerpos glorificados.

16.2 FE Y ESPERANZA EN LA VIDA ETERNA

“La catequesis no puede seguir siendo una enumeración de opiniones, sino que debe volver a ser una certeza sobre la fe cristiana con sus propios contenidos, que sobrepasan con mucho a la opinión reinante. Por el contrario, en tantas catequesis modernas la idea de vida eterna apenas se trasluce, la cuestión de la muerte apenas se toca, y la mayoría de las veces sólo para ver cómo retardar su llegada o para hacer menos penosas sus condiciones. Perdido para muchos cristianos el sentido escatológico, la muerte ha quedado arrinconada por el silencio, por el miedo o por el intento de trivializarla. Durante siglos la Iglesia nos ha enseñado a rogar para que la muerte no nos sorprenda de improviso, que nos de tiempo para prepararnos, ahora, por el contrario, es el morir de improviso lo que es considerado como gracia. Pero el no aceptar y el no respetar a la muerte significa no aceptar ni respetar tampoco la vida. (Card. Ratzinger, Informe sobre la fe, BAC. 1985, p. 160), (cfr. Puebla, nn. 166, ss., 347, 349, 371, 378-384).

El último artículo del Credo: “Creo en la vida del mundo futuro”, nos enseña que después de la muerte hay otra vida, eternamente feliz para los que murieron en gracia de Dios, o eternamente desgraciada para los que murieron en pecado mortal.

Dios se llama Remunerador precisamente en cuanto remunera a los buenos con la gloria eterna, y a los malos con el eterno suplicio.

Las verdades que miran a nuestra suerte postrera, y que por eso se llaman postrimerías, son cuatro: muerte, juicio, infierno y gloria, Llámense también novísimos, palabra que significa “los últimos sucesos”.

El Purgatorio no figura entre las postrimerías porque no es para las almas un lugar definitivo, como el cielo o el infierno. El Limbo tampoco figura entre ellas, porque es tan sólo una forma particular del infierno (hay pena de daño pero no de sentido, cfr. Dz. 493 a).

16.2.1 LA MUERTE NO ES EL FIN

Sobre la muerte sabemos con certeza algunas cosas; otras en cambio, las ignoramos por completo.

lo. Es cierto: a) que todos moriremos; b) que la muerte es castigo del pecado; c) que fijará nuestro destino por toda la eternidad.
“Por un solo hombre (Adán) entró el pecado en este mundo, y por el pecado la muerte” (Rom. 5, 12). “Donde caiga el árbol, al sur o al nortea allí quedará” (Ecle. 11, 3).
2o. Es incierto: el lugar, tiempo y modo de nuestra muerte, y la suerte que nos espera. Dios ha querido ocultarnos estas cosas para que en todo momento lo respetemos y temamos como dueño de nuestra vida, y siempre estemos preparados a comparecer ante Él.

El Señor nos dice en la Escritura que la muerte llegará como un ladrón, esto es, cogiéndonos desprevenidos. Y la experiencia prueba que con muchísima frecuencia acontece así (Lc. 12, 39 y 40).

Dios lo quiere así para que estemos siempre en su gracia y servicio. Si supiéramos el día de nuestra muerte, dejaríamos tal vez de servir y temer a Dios durante nuestra vida, en la confianza de tener a última hora tiempo seguro para arrepentirnos.

16.2.2 NECESIDAD DE OBRAR CON RECTITUD

La muerte da importantes lecciones de prudencia, que hemos de saber aprovechar.

La primera nos la da el Salvador cuando nos dice: “Estad preparados, porque no sabéis el día ni la hora” (Mt. 25, 13).

La segunda es desprendernos de lo terreno, pues sólo lo eterno perdura.

La tercera nos la da San Pablo cuando dice: “Mientras tengamos tiempo, obremos el bien” (Gal. 6, 10). En efecto el tiempo de expiar nuestros pecados y de obtener méritos para el cielo termina con la muerte.

Nos enseña también la Sagrada Escritura que “La muerte del justo es preciosa a los ojos del Señor” (Ps. 115, 15); pero que “la muerte de los pecadores es pésima” (Ps. 33, 22). En consecuencia que conforme es nuestra vida, será nuestra muerte.

Son terribles las palabras con que Dios amenaza a los impíos en el libro de los Proverbios: “os estuve llamando y no me respondisteis; menospreciasteis todos mis consejos y ningún caso hicisteis de mis reprensiones; yo también miraré con risa vuestra perdición, y me mofaré de vosotros cuando os sobrevenga lo que temíais, cuando la muerte se os arroje encima como un torbellino” (1, 24 ss.).

16.2.3 EL JUICIO PARTICULAR

El juicio particular, que se realiza inmediatamente después de la muerte de cada hombre, consiste en que Jesucristo, en cuanto Dios y en cuanto hombre, juzga a aquella alma sobre el grado de caridad: si murió o no en el Amor de Dios, y en qué grado. En seguida dictará sentencia de salvación o condenación eterna.

La justicia del supremo juez será: a) estricta: “Descubrirá lo más secreto de los corazones” (I Cor. 4, 5); b) inapelable, pues es tan sólo poner de manifiesto aquello que el hombre libremente determinó cuando podía hacerlo.

Dios juzgará nuestros pensamientos, deseos, palabras, obras y omisiones. “Daremos cuenta hasta de una palabra ociosa” (Mt. 12, 36) dice la Escritura.

La norma según la cual nos juzgará el Señor no son los falsos principios del mundo, ni el dictamen de nuestras pasiones; sino las máximas de su Evangelio y las enseñanzas de su Iglesia. En definitiva, del grado de gracia -unión con Dios- que el alma posee en su último instante.

16.3 LA ETERNA CONDENACIÓN EN EL INFIERNO

El infierno es un lugar de tormentos, donde sufrirán eternos suplicios los que mueren en pecado mortal.

Respecto al infierno son verdades de fe: lo. que existe; 2o. que hay en él pena de fuego; 3o. que sus tormentos son eternos; y 4o. que van a él los que mueren en pecado mortal.

Esto consta por muchas y muy claras palabras de la Escritura. Ella llama al infierno “lugar de tormentos” (Luc. 16, 28), “suplicio eterno”, (Mt. 25, 46), “fuego inextinguible” (Mc. 9, 42). Y Dios dirá a los réprobos: “Apartaos de mí, malditos, al fuego eterno que está preparado para el demonio y sus ángeles” (Mt. 25, 41).

Setenta veces habla la Escritura del infierno; de éstas, veinticinco en los Evangelios.

La Iglesia siempre ha enseñado la existencia del infierno: “las almas de los que salen del mundo con pecado mortal actual, inmediatamente después de su muerte bajan al infierno, donde son atormentadas con penas infernales (Benedicto XII, Const. “Beneditus Deus” Dz. 53l).

“Los que hayan respondido al amor y a la piedad de Dios irán a la vida eterna, pero los que hayan rechazado hasta el final, serán destinados al fuego eterno que nunca cesará”.

El Papa Paulo VI lo volvió a recordar en el “Credo del Pueblo de Dios (n.12): “los que hayan rechazado hasta el final, serán destinados al fuego que nunca cesará”.

La Sagrada Congregación para la Doctrina de la fe insiste que “la Iglesia, en una línea de fidelidad al Nuevo Testamento y a la Tradición….cree en el castigo eterno que espera al pecador, que será privado de la visión de Dios, y en la repercusión de esta pena en todo su ser” (Sobre algunas cuestiones referentes a la escatología, carta del 9-V-1979).

16.3.1 PENAS DEL INFIERNO

Las penas del infierno son:

la. La privación de todo bien: de todo reposo, alegría, amor y esperanza; y en especial la privación de Dios. Es la llamada “Pena de daño”.

2a. El sufrimiento de todo mal y dolor. La escritura lo llama “Lugar de tormentos” y especialmente insiste en el suplicio del fuego. Se le denomina “Pena de sentido”.

Las penas del infierno serán iguales en duración para todos los condenados, pues son eternas; pero en cuanto a la acerbidad, serán diferentes, de acuerdo con la gravedad de los pecados y el abuso de las gracias recibidas.

Dios dará a cada uno según sus obras (Rom 2, 6). “Cuanto a engreído y regalado dadle otro tanto de tormento y llanto” (Apoc. 28, 7).

16.3.2 PENA DE DAÑO Y PENA DE SENTIDO

la. La privación de la vista de Dios se llama pena de daño, y es la más terrible de las penas del infierno. En efecto, nos priva para siempre de Dios, el bien infinito para el que fuimos creados; y al privarnos de Dios, nos priva de todo otro bien y felicidad.

En esta vida no podemos tener siquiera idea aproximada de la pena de daño, porque los bienes de este mundo nos entretienen v cautivan. Pero en la otra, al ver que fuera de Dios no puede haber bien alguno, los condenados experimentarán en toda su terrible realidad la infelicidad de verse privados de El para siempre.

Dios no deja de ser para el condenado el último fin y felicidad. Y esto es precisamente lo que hace la infelicidad del condenado, al considerar que ya nunca podrá alcanzar su último fin, ni ser feliz.

El condenado tiende a Dios con la misma violencia con que una piedra dejada en el aire se lanza a su centro de gravedad; pero Dios lo rechazará, y entonces entrará aquél en eterno llanto y desesperación.

2a. La pena de sentido consiste en el fuego y demás tormentos que experimentarán los condenados. La Escritura lo llama fuego voraz e inextinguible; “Juego que nunca se apaga”, repite tres veces Cristo (Mc. 9, 42).

16.3.3 REMORDIMIENTO Y DESESPERACIÓN

Todas las facultades tendrán en el infierno su castigo especial. Y si el castigo de los sentidos es el fuego, y el de la inteligencia y la voluntad es la pena de daño, el castigo de la memoria es el remordimiento, y el de la imaginación es la desesperación.

lo. El remordimiento es la pena de la memoria, que le recuerda al condenado los muchos medios de salvación que tuvo en la tierra, el desprecio que hizo de ellos, y cómo vino a condenarse sólo por su culpa.
2o. La desesperación es la pena de la imaginación, que le vive representando que sus tormentos durarán no por mil años, ni por millones de anos, sino mientras Dios sea Dios, por toda la eternidad.

16.3.4 ETERNIDAD DE LAS PENAS

La eternidad de las penas del infierno es dogma de fe definido por la Iglesia, que consta en muchos lugares de la Sagrada Escritura.

Así leemos en el Apocalipsis: “Serán atormentados día y noche por los siglos de los siglos” (14, 10). Dios dirá a los réprobos: “Id, malditos, al fuego eterno”. Jesucristo lo nombra “El suplicio eterno” y “el fuego que nunca se extingue” (Mt. 25, 41, 26).

La eternidad de las penas no contradice la misericordia divina, porque si ésta es infinita, también es infinita su justicia.

Por otra parte esta verdad está tan claramente establecida en la Escritura y en las definiciones de la Iglesia que el negarla equivale a dejar de ser católico.

Para evitar el infierno debemos pensar con frecuencia en la eternidad de sus penas para fomentar en nuestra alma el temor de Dios y el cumplimiento de sus mandamientos.

“No olvides hijo, que para ti en la tierra sólo hay un mal, que habrás de temer, y evitar con la gracia divina: el Pecado” (San Josemaría Escrivá de Balaguer, Camino, n. 386).

16.4 EL PURGATORIO

16.4.1 Su existencia

El Purgatorio es un lugar de purificación, en donde las almas justas que no han expiado completamente sus pecados, los expían con graves sufrimientos antes de entrar al cielo.

Respecto al purgatorio son verdades de fe: a) que existe como lugar de expiación; b) que podemos ayudar a las almas allí detenidas.

La existencia del Purgatorio está claramente enseñada en el Magisterio, implícitamente contenida en la Escritura, y confirmada por la misma razón..}

lo. Claramente enseñada por el Magisterio eclesiástico.

Baste citar estas palabras del Concilio de Trento: “La Iglesia Católica enseña que hay un purgatorio y que las almas allí detenidas reciben alivio por los sufragios de los fieles, principalmente por el santo Sacrificio de la Misa” (Dz. 983).

2o. Implícitamente contenida en la Sagrada Escritura.

En efecto, después de narrar el libro de los Macabeos, cómo Judas envió doce mil dracmas de plata a Jerusalén, “para que se ofreciese un sacrificio por los muertos en el combate”, agrega: “Es cosa santa y saludable el rogar por los difuntos a fin de que sean libres de sus pecados” (II Mac. 12, 46). Pues bien, si no hubiera purgatorio, esta práctica no sería santa y saludable, sino inútil; pues ni las almas del cielo necesitan oraciones, ni las del infierno pueden aprovecharlas.

3o. Confirmada por la razón. En efecto, hay almas que mueren en gracia de Dios pero sin haber expiado convenientemente sus pecados. Pues bien, Dios seria injusto al condenarlas, porque están en gracia y sería injusto el introducirlas así al cielo, porque no han satisfecho debidamente a su justicia. Debe, pues existir para estas almas un lugar intermedio, donde se purifiquen antes de entrar al cielo.

“La Reforma protestante, en teoría, no admite el purgatorio, por consiguiente, las oraciones por los difuntos. Pero en la práctica, al menos los luteranos alemanes han vuelto a ellas justificándolas con algunas consideraciones teológicas. Las oraciones por los propios allegados son un impulso demasiado espontáneo para que pueda ser sofocado; es un testimonio bellísimo de solidaridad, de amor, de ayuda que va más allá de las barreras de la muerte. De mi recuerdo o de mi olvido depende un poco de la felicidad o de la infelicidad de aquel que me fue querido y que ha pasado ahora a la otra orilla, pero que no deja de tener necesidad de mi amor” (Card. Ratzinger, Informe sobre la fe, BAC, 1985, p. 162).

16.4.2 PENAS DEL PURGATORIO

Dos clases de pena se sufren en el purgatorio: la pena de daño o privación de la vista de Dios; y la de sentido, que consiste en el fuego y otros padecimientos.

a) Respecto a su intensidad, sabemos que son proporcionados al número y gravedad de los pecados; y que son mucho más intensas que los sufrimientos de esta vida; pero que las benditas almas las sufren con resignación, y aun con alegría, por la certidumbre de su salvación.

b) Respecto a su duración, no tenemos dato cierto. Sin embargo, es claro que socorrer a las benditas ánimas es: a) grato a Dios, quien las ama tiernamente, y quiere verlas pronto en su gloria; b) provecho para ellas, que nada pueden por sí mismas ya que ha pasado el tiempo de satisfacer; c) útil a nosotros, pues se convertirán en poderosas intercesoras nuestras.

En especial hemos de pedir por aquéllas con quienes nos unan vínculos de parentesco, amistad y gratitud; y por aquéllas que puedan estar sufriendo por causa nuestra.

Podemos socorrer a las benditas almas: con oraciones, comuniones, limosnas y buenas obras, por indulgencias ganadas en su favor, y sobre todo por el Santo Sacrificio de la Misa.

16.5 LA ETERNA FELICIDAD DEL CIELO

El cielo es el lugar de la eterna felicidad donde Dios recompensa a los justos: “venid benditos de mi padre, a poseer el reino que os tengo preparado desde el principio del mundo” (Mt. 25, 34). Es tan diferente a todo lo que conocemos, que nos es difícil imaginar ese premio. Por la fe, sin embargo, sabemos que existe.

La gloria del cielo es esa felicidad que el hombre desea vehementemente en esta tierra. El corazón humano está hecho para amar a Dios, y algunas veces lo consigue y otras, en cambio, se queda en las criaturas, que nos ocultan a Dios.

Pero en la tierra el gozo es siempre incompleto, mientras que en el cielo la dicha es perfecta y no tendrá ya fin: es la felicidad poseída eternamente, sin descanso y sin cansancio.

No podemos expresar con palabras humanas la gloria del cielo. San Pablo nos advierte que “ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni vino a la mente del hombre lo que Dios ha preparado para los que le aman” (I Cor. 2, 9)

• el Apocalipsis canta que “Dios mismo será con ellos su Dios y enjugará las lágrimas de sus ojos, y la muerte no existirá más, ni habrá duelo, ni gritos, ni trabajo, porque todo esto es ya pasado” (Apoc. 21. 3-4).

• San Agustín comenta: “Descansaremos y contemplaremos y amaremos, y alabaremos (De civitate Dei, 22, 30: PL 41, 804).

Es lo que enseña la Iglesia “veremos con claridad al mismo Dios, Trino Uno, tal cual es” (Conc. de Florencia, Dz. 693).Este contemplar a Dios cara a cara es lo que llamamos visión beatífica, y ocupará nuestra vida en el cielo, llenándonos de felicidad.

16.5.1 LA VISIÓN BEATIFICA

La visión beatífica es la visión directa e intuitiva de Dios. En este mundo no conocemos a Dios sino por raciocinio, en cuanto las criaturas nos revelan su existencia. En la otra vida “lo veremos tal como es”, en su misma esencia y belleza infinita (I Jn. 3, 2).

Para poder ver a Dios éste nos eleva a un modo de conocer mucho más perfecto, que se llama la luz de la gloria (lumen gloriae), luz sobrenatural que perfecciona nuestro entendimiento. Ya que la visión de la esencia de Dios, está sobre la naturaleza del hombre.

El objeto principal de la visión beatífica es Dios mismo. Pero en la esencia divina verán las almas cuanto les cause placer, como los misterios que creyeron en la tierra, y muchas verdades y sucesos de este mundo.

La visión de Dios produce el amor beatífico. Conociendo su infinita bondad y belleza no podemos menos de amarlo con todo nuestro corazón.

Nos advierte el Apóstol que la fe y la esperanza desaparecen en la otra vida. Ahí ya no creemos, sino que vemos; ya no esperamos, sino que poseemos; mientras que el amor en el cielo se aumenta y perfecciona.

El amor de Dios nos hará felices, porque comprendemos que Dios, infinito Bien e infinita Belleza, es nuestro bien propio, esto es, se nos dará para saciar la sed de felicidad de nuestro corazón.

16.5.2 POSESIÓN DE TODO BIEN. AUSENCIA DE TODO MAL

lo. En el cielo tendremos en Dios todo Bien, toda felicidad, y la realización de todo deseo, porque Dios es el bien infinito. “Quedarán embriagados con la abundancia de tu casa, y les harás beber en el torrente de tus delicias”, dice el Rey David (Ps. 35, 9).
2o. Ningún mal puede haber en el cielo, ni pecado, ni posibilidad de él, pues seremos confirmados en gracia; ni dolor, ni inquietudes, ni siquiera necesidades o deseos, porque todos se verán de antemano satisfechos.

No podemos comprender la felicidad del cielo, porque para ello necesitaríamos comprender la infinita Bondad y Belleza de Dios. Sabemos, sí, que es una felicidad que no tendrá fin, y será sin interrupción ni menoscabo.

16.5.3 LA GLORIA ACCIDENTAL

Además de la felicidad esencial de la visión beatifica, en el cielo los justos gozarán de una bienaventuranza accidental: la compañía de Jesucristo, de María Santísima y de San José, de los ángeles y de los santos; el bien realizado en este mundo; y, después del juicio universal, la posesión del propio cuerpo resucitado y glorioso.

Por otra parte, los gozos del cielo no serán iguales para todos, sino en proporción a los méritos de cada uno. El amor de Dios hace con los justos algo parecido a lo que hace el fuego con el hierro candente, que resplandece y arde gracias al calor, que recibe. Todos los bienaventurados serán eternamente felices, pero serán premiados de modo diverso.

Habrá premios diferentes según haya merecido cada uno, y, sin embargo, todos serán absolutamente felices porque estarán plenamente llenos de Dios, de acuerdo con su capacidad adquirida por la correspondencia a la gracia durante la vida terrena.


Pbro. Dr. Pablo Arce Gargollo

No hay comentarios: