La Redención son los actos, con los que Cristo,
lleno de amor, se ofrece y muere por nosotros, para satisfacer la deuda debida
a la justicia divina, merecernos de nuevo la gracia y el derecho al cielo, y
liberarnos de la esclavitud del pecado y del demonio.
10.1 LA REDENCIÓN VINO
POR MEDIO DE JESUCRISTO
10.1.1 Noción de
Redención
La
definición de Redención incluye la naturaleza de la Redención y sus efectos:
lo. La naturaleza está comprendida en las palabras:
murió por nosotros y se ofreció en nuestro lugar.
2o. Los efectos en las siguientes: para satisfacer,
merecer y liberarnos del pecado y del demonio.
Mediante
estos tres efectos: la satisfacción, el mérito y el rescate destruyó Jesucristo
los efectos que el pecado había producido en nuestra alma, y consiguió el fin
que se proponía con la Redención
10.1.2 Necesidad de la
Redención
Tres
caminos podía seguir Dios respecto al hombre, después del pecado de Adán:
a) dejarlo abandonado a su desgracia;
b) perdonarlo
sin más, es decir, sin satisfacción adecuada;
c) exigirle satisfacción plena, de acuerdo con la
ofensa.
Este
último camino le pareció más digno de su Justicia, Sabiduría y Misericordia;
así determinó que el Verbo se encarnara y muriera para reparar la ofensa y las
demás consecuencias del pecado.
La
Redención es para el hombre un misterio, porque no podemos comprender cómo es
posible que Dios muera por nosotros. Consta, sin embargo, en todo el Evangelio;
y por eso debemos creerla con fe firme, y vivir agradecidos a Dios por tan
excelente beneficio.
10.1.3 Por medio de
Jesucristo
Cristo se
ofreció en nuestro lugar al Eterno Padre, en satisfacción de nuestros pecados.
En efecto,
lo. La reparación de una ofensa no se cumple con la
sola cesación de la ofensa, sino que requiere una satisfacción.
2o. Esta satisfacción debe procurarla el mismo
culpable.
3o. Los culpables éramos los hombres; pero no siendo
capaces ni dignos de una adecuada satisfacción, fue preciso que Cristo se
pusiera en nuestro lugar.
10.2 PASIÓN, MUERTE Y
SEPULTURA DE CRISTO
10.2.1 La pasión del
Salvador
Está
referida en Mt. 6, 26-; Mc. 14, Lc. 22 y Jn. 18
La pasión
tuvo lugar en Jerusalén, capital de Judea. En aquel entonces, provincia del
Imperio romano, gobernada por Poncio Pilatos.
Empezó
por la oración del Huerto. Allí a la vista de los innumerables pecados de los
hombres, de los pavorosos tormentos que lo esperaban, y de la inutilidad de sus
sufrimientos para muchos, sufrió Cristo congoja y aflicción tan acerba, que le
sobrevino un sudor de sangre, y cayó en agonía como un hombre que va a morir.
Luego
Judas, traicionándolo, con un beso, lo entregó a sus enemigos. Estos se apoderaron
de Él y lo llevaron atado como un criminal a casa del gran Sacerdote Caifás.
Cristo
compareció a cuatro tribunales: dos religiosos, presididos por Anás y Caifás,
donde estaban reunidos los príncipes de los sacerdotes y los escribas (doctores
de Israel); y dos civiles: el de Pilatos, gobernador de Judea, y el de Herodes,
gobernador de Galilea, a quien lo remitió Pilatos, al saber que Cristo era
galileo.
Cristo
sufrió toda suerte de oprobios y sufrimientos; fue abofeteado, escupido,
tratado como rey de burlas, y paseado por las calles como loco. Por orden de
Pilatos fue azotado y coronado de espinas. Luego Pilatos lo condenó a morir, no
por creerlo culpable, sino por miedo al pueblo judío que le gritaba: -“Si perdonas a éste, no eres amigo del César” Un.
19, 12).
a)
Suplicio de la Cruz
La
Crucifixión del Señor se verificó en el calvario. Cristo llevó sobre sus
hombros la pesada cruz y varias veces cayó en el camino por su mucha
extenuación. Al llegar al Calvario lo desnudaron de sus vestiduras, y tendiéndole
sobre la cruz, clavaron sus manos y sus pies con gruesos clavos y lo elevaron
en alto.
Tanto
entre los romanos como entre los judíos, la cruz era el suplicio más cruel e
ignominioso reservado a los criminales vulgares. Cristo quiso padecerlo, para
someterse a la mayor afrenta y humillación.
Pero
desde que murió Cristo en ella, la Cruz se tornó en objeto de amor, de gloria y
de bendición. De amor, porque es el motivo que llevó al Señor a la muerte; de
gloria, porque gracias a ella alcanzamos la gloria del cielo; de bendición,
porque es fuente de innumerables gracias para el cristiano.
“La cruz sobre el Calvario, por medio de la cual Jesucristo ( … ), deja
este mundo, es al mismo tiempo una gran manifestación de la eterna paternidad
de Dios, el cual se acerca de nuevo en él, a la humanidad, a todo hombre,
dándole al tres veces santo Espíritu de Verdad” (Juan
Pablo II, Enc. Redemptor hominis, núm. 9)
b) Sufrimientos de
Cristo
Jesucristo
padeció múltiples e intensos sufrimientos:
b.1 Todo su
cuerpo fue cruelmente herido
La
cabeza, con la corona de espinas, las manos y los pies traspasados con clavos;
la cara, por las bofetadas y escupitajos; todo el cuerpo por la flagelación.
Sufrió en el sentido del gusto por la hiel y el vinagre que le dieron; el olfato,
pues el Gólgota era un lugar de calaveras; el oído, por las blasfemias y las
burlas, la vista, al ver a su madre y al discípulo amado, llorando.
Los
sufrimientos físicos de su pasión, fueron sumamente intensos y crueles:
–
La flagelación; que
ordinariamente se realizaba con varas espinosas y garfios de hierro, era
dolorosísima; la piel se entumecía al principio, después se desgarraba y por
último los azotes caían sobre la carne viva y despedazada;
–
La coronación de espinas; eran
fuertes y agudas, que penetraron hondamente en su santa cabeza;
–
El nuevo desgarramiento de su carne que
suponía quitar los vestidos para la crucifixión; como estaban adheridos a la
carne, al separarlos se abrían cruelmente todas las llagas; así permaneció a la
intemperie de los elementos durante las tres horas de crucifixión;
–
El enclavamiento en la cruz; fue
suplicio de inconcebible dolor: los clavos al penetrar sus manos y sus pies
desgarraron sus nervios y tendones y separaron sus huesos;
–
La crucifixión: permaneció
varias horas en cruz, posición de suyo muy dolorosa; soportó todo el peso de su
cuerpo en sus manos y pies taladrados, sin poderse mover, ni valer en ninguna
forma, pues tenía impedidas de movimiento hasta sus manos;
–
La sed: causada
por todo el desgaste físico y por sus muchas heridas y pérdida de sangre. Para
el que tiene heridas el mayor de los tormentos es el de la sed; también lo fue
para Cristo.
b.2 Padeció de todo aquello en lo que el
hombre puede sufrir:
Además de
los acervos dolores físicos, sufrió traición de un discípulo, el abandono de
los amigos, la negación de Pedro; padeció por las blasfemias pronunciadas en su
contra; en su honor y gloria por las burlas y vilipendios en el proceso y en la
misma muerte; en las cosas que poseía, fue de ellos despojado y, por último, en
los dolores de su espíritu: la tristeza, el tedio y el temor.
b.3 Padeció de todo tipo de hombres
De
gentiles y judíos, de hombres y mujeres, de poderosos y plebeyos, de conocidos
y desconocidos.
Santo
Tomás de Aquino, apoyándose en el texto de Isaías que dice “Mirad y ved si hay dolor como mi dolor” (Isaías
1, 12) explica por qué el dolor físico y moral de Cristo ha sido el Mayor de
todos los dolores:
1) Por las causas de los dolores: el dolor corporal
fue acerbísimo, tanto por la generalidad de sus sufrimientos (según dijimos
arriba), como por la muerte en la cruz.
El dolor
interno fue intensísimo, pues lo causaban todos los pecados de los hombres, el
abandono de sus discípulos, la ruina de los que causaban su muerte y, por
último, la pérdida de la vida corporal, que naturalmente es horrible para la
vida humana natural.
2) Por causa de la sensibilidad del paciente: el
cuerpo de Cristo era perfecto, óptimamente sensible, como conviene al cuerpo
formado por obra del Espíritu Santo. De ahí que, al tener finísimo sentido del
tacto, era mayor el dolor. Lo mismo puede decirse de su alma: al ser perfecta
aprendía efícacísimamente todas las causas de la tristeza.
3) Por la pureza misma del dolor: porque otros que sufren
pueden mitigar la tristeza interior y también el dolor exterior, con alguna
consideración de la mente, Cristo en cambio no quiso hacerlo.
4) Porque el dolor asumido era voluntario.
Y así,
por desear liberar de todos los pecados, quiso tomar tanta cantidad de dolor
cuanto era proporcionado al fruto que de ahí se había de seguir.
Y de
estas cuatro razones, concluye el Santo, se sigue que el dolor de Cristo ha
sido el mayor de cuantos dolores ha habido (cfr. S. Th. III; q. 4 6, a. 6).
La
meditación de los padecimientos de Cristo, es en extremo útil para el
cristiano. En ella se formaron los santos, y tiene la ventaja de ser un libro
en que todos, aun los más ignorantes, pueden leer. Allí viendo cuánto nos amó
Cristo, nos es fácil encendernos en su amor: “¿Quién
no amará al que nos amó de tal manera? (cfr. Adeste laderas).
Los
santos -me dices- estallaban en lágrimas de dolor al pensar en la pasión de
Nuestro Señor. Yo, en cambio… Quizá es que tú y yo presenciamos las escenas,
pero no las “vivimos” (San Josemaría Escrivá
de Balaguer, Vía Crucis, VIII, I).
c) La muerte de Cristo
Cristo en
la Cruz permaneció aproximadamente tres horas, desde el mediodía hasta las tres
de la tarde, al cabo de las cuales entregó su espíritu al Padre.
Estando
en la cruz, pronunció siete palabras.
La
1a. fue en favor de sus verdugos y de
los pecadores: “Padre, perdónalos porque no saben
lo que hacen” (Lc. 23, 24).
La
2a., una palabra de salvación para el
buen ladrón. Este, arrepentido, le dijo: “Señor,
acuérdate de mí cuando estés en tu reino” (Lc. 23, 43) y el Señor le
contestó: “En verdad te digo que hoy estarás
conmigo en el paraíso”.
La
3a., para dejarnos a María como
nuestra Madre. “Mujer, dijo Jesús a María,
señalándole a Juan, y en la persona de Juan a todos nosotros: “Ahí tienes a tu
hijo- y luego a San Juan: “Ahí tienes a tu madre” (Jn. 19, 27).
La
4a. fue un hondo clamor hacia su
Padre: “Dios mío, Dios mío ¿por qué me has
desamparado? (Mt. 27, 46).
La
5a., una manifestación de la sed que
lo devoraba: “Tengo sed” (Jn. 19, 28).
La
6a., el anuncio de que la redención
estaba consumada: “Todo está consumado” (Jn.
19, 30).
La
7a., para encomendar su espíritu al
Padre: “Padre mío en tus manos encomiendo mi
espíritu” (Lc. 23, 46).
Estas
últimas palabras las dijo con un gran esfuerzo de su voz, y luego inclinando la
cabeza, expiró.
Varios
prodigios se verificaron a la muerte de Jesús: el velo del templo se rasgó; el
sol se eclipsó; tembló la tierra; hendiéronse las rocas; se abrieron varias
tumbas y muchos muertos resucitaron y fueron vistos en Jerusalén. Todas estas
manifestaciones de la naturaleza eran otras tantas pruebas de la divinidad de
Cristo. Así lo comprendió el Centurión, quien bajó dándose golpes de pecho, y
diciendo: “¡Verdaderamente Este era el Hijo de
Dios!” (Mc. 15, 29).
La
palabra INRI, que se coloca sobre el crucifijo
está formada por las iniciales de las cuatro voces Jesús
Nazareno, Rey de los judíos (en latín, Iesus Nazarenus Rex Iudeorum).
d) Su sepultura
Dos de
sus discípulos, José de Arimatea y Nicodemo, con autorización de Pilatos,
bajaron el sagrado cuerpo, lo ungieron con perfumes y lo ligaron con lienzos, a
usanza de los judíos; y lo depositaron en un sepulcro nuevo, tallado en la
roca.
Cristo
quiso ser sepultado para que estuviéramos más ciertos de su muerte; y el hecho
de su Resurrección fuera más patente y manifiesto.
En el
sepulcro el cuerpo de Cristo no experimentó la más mínima corrupción,
cumpliéndose la profecía de David: “No permitiréis
que tu Santo experimente corrupción (Ps. 15, 10).
10.3 EFECTOS DE LA
REDENCIÓN
La
Redención tuvo como fin reparar el pecado y los desastrosos efectos que el
pecado habla traído al hombre.
La
Redención es pues, a un mismo tiempo, una satisfacción o reparación para Dios,
y una restauración y rescate para el hombre.
Vamos,
pues, a estudiar:
a) La satisfacción de Cristo, que reparó la ofensa
borró la culpa y remitió la pena.
b) El mérito de Cristo, que restauró al hombre, devolviéndole
la gracia y el derecho al cielo.
c) El
rescate de Cristo, que nos libertó del demonio
10.3.1 La satisfacción
de Cristo
“Creemos que nuestro Señor Jesucristo nos redimió por el sacrificio de
la Cruz, del pecado original y de todos los pecados personales cometidos por
cada uno de nosotros, de modo que mantenga verdadera la afirmación del Apóstol:
“Donde abundó el delito sobreabundó la gracia” (Rom. 5, 20). (Pablo VI, El Credo del Pueblo de
Dios, núm. 17).
La
satisfacción de Cristo abarca tres cosas: Cristo mediante su muerte reparó la
ofensa causada a Dios con el pecado, nos borró la culpa y nos remitió la pena.
Ofensa,
culpa y pena son tres cosas diferentes:
a) La ofensa
es el agravio que se causa a Dios con el pecado.
b) La culpa es la mancha que el pecado deja en el
alma, al despojarla de la gracia.
c) La pena
es el castigo que el pecado merece.
Pues
bien, la satisfacción de Cristo destruyó este triple efecto:
a) Reparó la ofensa hecha a Dios: “Siendo enemigos de Dios, fuimos
reconciliados con El por la muerte de Cristo” (Rom. 5,
10).
b) Borró la culpa: “Nos lavó de nuestros pecados con su
sangre” (Apoc. 1,
5).
c) Pagó la pena debida por ellos. “Llevó la pena de todos nuestros
pecados sobre su cuerpo en el madero de la Cruz” (I Pe.
2, 24).
Aunque
Cristo satisfizo por nuestros pecados en todos los actos de su vida, quiso sin
embargo, que tanto sus satisfacciones como sus méritos no produjesen sus
efectos sino después de su pasión, refiriéndolo todo a su muerte. Así nos
explicamos cómo la Sagrada Escritura aplica al
sacrificio de la Cruz todas las satisfacciones y méritos de Cristo.
a) Sus cualidades: voluntaria y completa
La
satisfacción de Cristo fue voluntaria, completa, condigna y superabundante.
Fue
voluntaria, porque Cristo dio su vida gustosamente, por el amor que nos tenía.
“Fue ofrecido porque él mismo lo quiso”, dice
Isaías (53, 7). Y el mismo Jesucristo exclama: “Nadie
me arranca la vida, sino que la doy por propia voluntad” (Jn. 10, 18).
Fue
completa, porque ella tiene la virtud suficiente para reconciliarnos con Dios y
borrar nuestros pecados. “La sangre de Cristo nos
purifica de todo pecado” (I Jn. 1, 7).
b) Condigna y superabundante
Una
satisfacción es condigna cuando hay proporción entre lo que se debe y lo que se
restituye. Es deficiente en el caso contrario.
Por
ejemplo, el acreedor que remite una parte de la deuda al deudor, no recibe
satisfacción o pago condigno, sino deficiente.
La
satisfacción de Cristo fue condigna, porque guardó proporción con la ofensa. Si
la ofensa causada a Dios con el pecado es en cierta manera infinita, la
satisfacción de Cristo fue de infinito valor.
Hay
que tener en cuenta que:
a) La magnitud de una ofensa se mide por la dignidad
de la persona ofendida. Así, es mucho más grave la ofensa causada a un superior
que la causada a un compañero; y tanto más grave cuanto más alto es el
superior. Siendo Dios de majestad infinita, la ofensa hecha a Él con el pecado,
era en este sentido infinita.
b) La magnitud de una satisfacción a causa del honor ofendido,
se mide por la dignidad de la persona que la ofrece. Así cuando se trata de
injurias a una nación, no basta la satisfacción que pueda dar uno a título
particular sino que se requiere que ella venga del que preside la nación.
La
satisfacción de Cristo no sólo fue condigna, sino también superabundante; esto
es, pagó más de lo que debíamos.
San Pablo
dice que “donde abundó el pecado sobreabundó la
gracia” (Rom. 5, 20). En efecto, el pecado no es un acto infinito en sí
puesto que procede de una criatura, y la criatura es incapaz de un acto
infinito. Sólo puede llamarse ofensa infinita, en cuanto ofende a Dios, Ser
infinito.
Por el
contrario cualquier acto del Hijo de Dios era infinito en sí, porque procedía
de la persona del Verbo.
Jesucristo
quiso que su satisfacción fuera superabundante y “copiosa
su redención” (Ps. 20, 7) para hacernos comprender la excelencia de tan
divina obra, y darnos plena confianza en sus méritos y en nuestro perdón.
10.3.2 Los méritos de
Cristo
Cristo no
solamente nos perdonó el pecado y la pena por él debida, sino que nos mereció
la gracia y el derecho al cielo.
Si la
satisfacción de Cristo borra en el hombre la culpa y la pena del pecado, los
méritos de Cristo, son una verdadera restauración del hombre, pues le devuelven
los dones de orden sobrenatural que el pecado le habla arrebatado.
Veamos,
pues, qué méritos alcanzó Cristo, por qué pudo Cristo merecer para nosotros, y
cómo mereció.
a) ¿Qué bienes mereció Cristo?
El mérito
implica la consecución de un don que no tenemos, pero que nos es debido en
alguna manera.
lo. Cristo no pudo merecer para sí mismo ni la gracia
ni la gloria, porque ya las tenía, y no las podía perder. Para sí mismo no
mereció sino la glorificación de su Cuerpo, después de haberlo sometido al
sufrimiento y al oprobio.
2o. Pero para nosotros sí pudo merecer. El, mediante su
pasión y muerte, nos mereció la gracia, la gloria y toda suerte de bienes
espirituales.
a) La gracia: “Si por el pecado de uno sólo
murieron todos los hombres, mucho más copiosamente la gracia de Dios se derramó
sobre todos” (Rom. 5,
10).
b) La gloria: “Tenemos la firme esperanza de entrar
en el santuario del cielo por la sangre de Cristo” (Heb. 10, 19).
c) Toda clase de bienes espirituales: “Nos bendijo con toda suerte de
bienes espirituales en Jesucristo” (Ef. 1,
3). “El que no perdonó a su propio Hijo, sino que
lo entregó, ¿cómo será posible que no nos dé con El todos los bienes?” (Rom.
8, 32).
b)
¿Por qué pudo Cristo merecer por nosotros?
Siendo el
mérito un fruto personal, ¿cómo se explica que Cristo mereciera por nosotros?
San Pablo lo explica de dos maneras:
1o. Todos los cristianos formamos con Cristo un cuerpo
místico, en el cual El es la Cabeza y nosotros los miembros; y es natural que
los miembros participen de los bienes de la cabeza. (cfr. Rom. 12, 4; 1 Cor.
12, 12; Ef. 4, 15 y 5, 23).
Santo
Tomás se expresa así: “La cabeza y los miembros
pertenecen a la misma persona; siendo, pues, Cristo nuestra cabeza, sus méritos
no nos son extraños, sino que llegan hasta nosotros en virtud de la unidad del
cuerpo místico” (Sent. 3, c. 18, a. 3).
2o. Porque así como toda la naturaleza humana, por
estar encerrada en Adán, mereció la privación de la gracia, así toda la
naturaleza humana encerrada en Cristo, mereció que la gracia se le devolviera.
Dice San
Pablo: “Como todos mueren en Adán, todos en Cristo
han de recobrar la vida” (I Cor. 15, 22).
c) ¿Cómo nos mereció Jesucristo estos
bienes?
Los
méritos de la pasión de Cristo se basan en su amor y en su obediencia.
Por amor
y por obediencia a su Padre quiso Cristo someterse al sufrimiento y la muerte;
y de ambas virtudes recibió la pasión de Cristo toda la grandeza y eficacia.
Además,
convenía sobremanera que la Redención fuera una obra de amor y obediencia. Ya
que el pecado del primer hombre fue un pecado de desobediencia fundado en el
orgullo. Por amarse el hombre excesivamente a sí mismo, no vaciló en
desobedecer a Dios.
La
Redención vuelve al hombre a Dios: y debía consistir en un acto de obediencia,
por amor.
De esta
suerte los infinitos merecimientos de la pasión y muerte de Cristo, se deben
principalmente a su amor y a su obediencia.
10.3.3
La Redención nos liberó del poder del demonio
El pecado
nos constituyó deudores a la justicia divina; y Dios permitió que, en castigo,
el demonio tuviera poder sobre el hombre. Este poder Regó a ser tan grande, que
los Padres de la Iglesia, lo comparan a un cautiverio o esclavitud.
Pues
bien, Cristo con la Redención pagó la deuda debida a la justicia divina; y en
consecuencia cesamos de vernos sometidos al demonio.
Es de
advertir que la deuda de justicia que el hombre tenla contraída no era con el
demonio, sino con Dios. El demonio por tanto, no tenía ningún derecho de
justicia sobre nosotros.
En
consecuencia el poder de liberarnos, o de mantenernos cautivos no correspondía
al demonio, sino a Dios; así como el poder de dar libertad a un prisionero no
corresponde al simple carcelero, sino a aquél por cuya orden estaba preso.
10.4 NECESIDAD Y
UNIVERSALIDAD DE LA REDENCIÓN
10.4.1 Su necesidad
La
Redención, como la Encarnación, no era absolutamente necesaria, pues Dios podía
dejar abandonado al hombre, o perdonarlo generosamente.
Pero si
era necesaria en el supuesto de que Dios exigiera una reparación condigna. En
este caso era preciso que una de las divinas Personas se hiciera hombre y
reparara la ofensa causada a Dios, porque sólo un hombre-Dios puede reparar de
una manera digna la ofensa cometida contra Dios.
10.4.2 Su universalidad
y nuestra cooperación
Es de fe
que Cristo murió por todos los hombres, esto es, que se entregó en rescate para
que todos se salven.
Aunque de
hecho muchos no lo consigan, por no emplear los medios de salvación necesarios.
Calvino
enseñó que Cristo no murió por todos los hombres, sino sólo por los elegidos.
Lo mismo enseñan los jansenistas, quienes para denotar esta idea no representan
a Cristo crucificado con los brazos abiertos, sino casi cerrados.
Esta
enseñanza está en contradicción con la Sagrada Escritura. San Juan nos dice: “Cristo es propiciación por nuestros pecados, y no sólo
por los nuestros, sino por los del mundo entero (I Jn. 2, 2). Y San
Pablo: “Cristo se dio a sí mismo en rescate por
todos” (I Tim. 2, 6).
Cuando la
Escritura dice que “Cristo murió por muchos”, de
acuerdo con el género de la lengua hebrea y los textos ya citados, muchos debe
entenderse en el sentido de multitud: Cristo murió por la multitud, esto es,
por todos.
Aunque
Cristo murió por todos los hombres, no podemos salvarnos sin la cooperación de
nuestra parte. Es el mismo Cristo quien nos enseña: “Si
quieres entrar en la vida eterna, guarda los mandamientos” (Mt. 19, 17).
Y San Agustín dice: “El que te creó sin ti, no te
salvará sin ti”. Esto es, sin tu cooperación.
“Este hombre es el camino de la Iglesia, camino que conduce en cierto
modo al origen de todos aquellos caminos por los que debe caminar la Iglesia,
porque el hombre -todo hombre sin excepción alguna- ha sido redimido por
Cristo, porque con el hombre -cada hombre sin excepción alguna- se ha unido
Cristo de algún modo, incluso cuando ese hombre no es consciente de ello.
Cristo, muerto y resucitado por todos, da siempre al hombre -a todo hombre y a
todos los hombres- su luz Y su fuerza para que puedan responder a su máxima
vocación” (Juan
Pablo II, Enc. Redemptor Hominis, num. 14), cfr. Puebla, núm. 1310.
Los
protestantes, en especial Lutero y Calvino niegan la necesidad de cooperar a la
gracia, enseñando que sólo la fe justifica; esto es, que ella nos aplica los
méritos de Cristo, sin necesidad de cooperación de nuestra parte.
Este es
un gravísimo error, que está en evidente contradicción con la enseñanza de la
Sagrada Escritura. “La fe sin obras es muerta”, declara
Santiago (2, 20). Y San Pablo: “No son justos los
que oyen la ley, sino aquéllos que la cumplen” (Rom. 2, 13). Y el mismo
Cristo declara que en el juicio final recibirán la recompensa del cielo los que
hayan practicado las obras de misericordia para con su prójimo (cfr. Mt. 25,
34).
10.4.3 Aplicación de
los méritos
Es
necesario, pues, que nos apliquemos los méritos de Cristo mediante los medios
instituidos por El con este fin: la fe, los mandamientos, los sacramentos, la
oración. Quienes desprecian estos medios no pueden salvarse.
Sería
falso afirmar que los méritos de Cristo, por ser de infinito valor, se
extienden sin más a todos. Porque aunque sean de infinito valor, son como una
medicina, que no aprovecha sino al que se la aplica.
Advirtamos
aquí dos circunstancias:
a) Cristo no se contentó con merecernos la salvación,
sino que nos dio también la oportunidad de merecerla con nuestros propios
méritos. Lo cual es mucho más honroso para nosotros, pues no la recibimos como
limosna, sino con cierto derecho a ella.
b) Nuestros méritos no menoscaban los de Cristo, pues
de ellos reciben toda su eficacia. Además es indispensable que unamos nuestra
satisfacción a la de Cristo, esto es, que expiemos nuestros pecados para poder
salvarnos. Y así nos dice: “Si no hacéis
penitencia, todos por igual pereceréis” (Lc. 13, 5).
En este sentido
debe entenderse la frase de San Pablo: “Completo en
mi carne lo que falta por padecer a Cristo” (Col. 1, 24). Esto es,
mortifico mi carne para que puedan aplicárseme los méritos y satisfacción que
Cristo me alcanzó con sus padecimientos y su muerte.
Pbro. Dr. Pablo Arce Gargollo
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