Así como no puede dejarse a un hombre sin alimento, es impensable dejar a la familia sin Dios.
En más de
una ocasión escuchamos las arengas que recibe un matrimonio desganado, cansado
o poco amante. Muchas de esas veces nos decimos, cuando no es tal nuestro caso
o lo hemos superado: ¿Acaso no soy yo un/a esposo/a amante y fiel? ¿Por qué sin
embargo no estoy feliz?
Evidentemente,
en esta época es cada vez más difícil de encontrar una persona que pueda, libre
de toda mancha en su conciencia, encontrarse fiel y amante con su familia. Sin
embargo, a quienes ya han empezado el arduo camino de la santificación, o
incluso quienes con esfuerzo, sudor y lágrimas alcanzaron una relativa paz en
sus hogares, creen en más de una ocasión haber alcanzado el punto culmine de su
perfeccionamiento familiar, o incluso social.
¿Por qué,
entonces, muchas veces obtenemos tan poco éxito en la organización y gobierno
de nuestra familia? ¿Por qué fracasamos en la educación de nuestros hijos?
Fácil es
encontrar familias devastadas, pero más fácil aún es encontrar familias
aparentemente “normales” y “felices” que se encuentran, pese a la fachada,
carcomidas por los ratones del desorden, la frustración, la tibieza o la
rebeldía.
Cuenta la
Sagrada Escritura que cuando los futuros apóstoles se esforzaron toda la noche
en su labor de pesca, nada lograron, pero cuando de día fueron con Jesucristo y
siguieron sus instrucciones, la pesca fue copiosa.
Suele
suceder, en todo tipo de familias, que toda la falla se encuentra en esto:
falta de Dios en sus vidas. Cada quien olvida con facilidad a Jesús y se empeña
en obrar por su cuenta. Así sus afanes se ven frustrados. Por eso el Señor nos
dice que quiere niños en la fe, niños demandantes, niños indefensos, niños que
lo necesiten y lo llamen ante cada necesidad y cada alegría.
Para el
espíritu es de noche, como aquella infructuosa noche de los apóstoles, cuando
las tinieblas de las preocupaciones terrenas o de las concupiscencias cubren su
horizonte, sin que lleguen hasta él las luces religiosas.
Así,
afanándose cada cual en sus tareas propias como esposo, esposa, hijo, es
llevado por una serie de móviles únicamente terrenos. Contentar al marido,
consentir al niño, hacer la tarea escolar o halagar a la esposa, se convierte
entonces en un mero impulso terreno. ¡Pero si así soy bueno! Bueno, sí, pero no
es suficiente.
Contentar
a los suyos, disfrutar de los hijos, labrarles un porvenir, mejorar la fortuna
y la posición social, sentirse amados y rodeados de bienestar y… ¿qué más?
¿cuándo abrimos nuestra puerta a la gracia sobrenatural que diariamente llama
desde el otro lado?
Es de
noche, y no está Jesús. Es probable que, tarde o temprano, fracasemos. Por eso
aquellas personas que nos causan una cierta envidia por su vida llena de
opulencias, de largueza económica, de reconocimiento social, de aventuras y de
amores, son vidas, sin embargo, que terminan por lo general en la
desesperación. Es de desesperación de la falta de Dios, la desesperación de
haberlo probado todo y no estar satisfecho y feliz. Tal vez sea una de las
derrotas más tristes de un ser humano.
¿Queremos
el éxito? Busquemos a Dios. Dios es Perfección y Bien absolutos. Donde Él está
es de día. Su luz lo ilumina todo, y junto a su luz está su ley. Ambas cosas
son inseparables: luz de Cristo y ley de Cristo.
La luz
nos alcanza por medio del sentido cristiano de la vida, que debemos procurar
adquirir a través de toda una existencia forjada en el amor a Dios, en
necesidades, en alegrías, en soledad, en búsqueda, en esperanza: siempre Dios.
Si desarrollamos
nuestros afanes a la luz de Cristo, si observamos su ley, si saturamos de ambas
nuestra vida, acaso tengamos fracasos materiales, y no logremos la prosperidad
terrena, ni consigamos mejorar la fortuna o la posición (acaso sí), pero
tendremos un éxito espiritual que se trasparentará en todos los ámbitos de
nuestra vida, personal, familiar, social. Gozaremos de la paz del alma, de la
tranquilidad del hogar honrado y de la satisfacción de ver a nuestros seres
amados felices y contentos en cuanto pueden estarlo en la tierra.
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