Durante la Audiencia General celebrada este
miércoles 10 de abril en la Plaza de San Pedro del Vaticano, el Papa Francisco
reflexionó sobre el pedido del Padre Nuestro “perdona nuestras deudas, como
nosotros perdonamos a nuestros deudores”.
El Pontífice explicó que en esa petición se encuentra “la primera verdad de toda oración: aunque fuésemos
personas perfectas, santos cristalinos que no se desvían nunca de una vida de
bien, siempre seremos hijos que se lo deben todo al padre”.
A continuación, el texto completo de la catequesis
del Papa Francisco:
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días! No
hace buen día, pero ¡buenos días, lo mismo!
Después de pedir a Dios el pan de cada día, la oración del "Padre Nuestro" entra en el campo de
nuestras relaciones con los demás. Jesús nos enseña a pedirle al Padre: "Perdona nuestras ofensas, como también nosotros
perdonamos a los que nos ofenden" (Mt 6,12). Lo mismo que
necesitamos el pan, así necesitamos el perdón. Y esto cada día.
El cristiano que reza pide a Dios ante todo que le perdone
sus ofensas, es decir sus pecados, el mal que hace. Esta es
la primera verdad de cada oración: aunque fuéramos personas perfectas, aunque
fuéramos santos cristalinos que no se desvían nunca de una vida de bien,
somos siempre hijos que le deben todo al Padre.
La actitud más peligrosa de toda vida cristiana ¿cuál
es? Es la soberbia. Es la actitud de quien se coloca ante Dios
pensando que siempre tiene las cuentas en orden con Él: el soberbio cree que
hace todo bien. Como ese fariseo de la parábola, que en el templo cree que está
rezando pero que, en realidad, se elogia ante Dios “Te
doy gracias, Señor, porque no soy como los demás”.
Es la gente que se siente perfecta, la gente que critica a los demás, es
gente soberbia. Ninguno de nosotros es perfecto, ninguno. Por el contrario, el
publicano, que estaba detrás, en el templo, un pecador despreciado por todos,
se detiene en el umbral del templo y no se siente digno de entrar y se confía a
la misericordia de Dios. Y Jesús comenta: "Este,
a diferencia del otro, regresó a su casa justificado" (Pc 18, 14),
o sea, perdonado, salvado. ¿Por qué? Porque
no era soberbio, porque reconocía sus limitaciones y sus pecados.
Hay pecados que se ven y pecados que no se ven. Hay pecados flagrantes
que hacen ruido, pero también hay pecados tortuosos, que se anidan en el
corazón sin que nos demos cuenta. El peor es la soberbia que también puede
contagiar a las personas que viven una vida religiosa intensa.
Había una vez un convento de monjas, en el año 1600- 1700, famoso, en la
época del jansenismo: eran perfectísimas y se decía de ellas que eran
purísimas, como los ángeles, pero soberbias como los demonios. Es algo muy
feo. El pecado divide la fraternidad, el pecado nos hace
suponer que somos mejores que los demás, el pecado nos hace creer que somos
similares a Dios.
Y, en cambio, ante Dios, todos somos pecadores, y tenemos razones
para darnos golpes de pecho -¡todos!- como
el publican en el templo. San Juan, en su Primera Carta, escribe: "Si decimos no tenemos pecado, nos engañamos y la
verdad no está en nosotros" (1 Jon 1: 8). Si quieres engañarte, di
que no tienes pecados: así te engañas.
Somos deudores sobre todo porque en esta vida hemos recibido
mucho: la existencia, un padre y una madre, la amistad, las maravillas de la
creación ... Incluso si a todos nos toca pasar días difíciles, siempre debemos
recordar que la vida es una gracia, es el milagro que Dios ha sacado de la
nada.
En segundo lugar, somos deudores porque, aunque consigamos amar,
ninguno de nosotros puede hacerlo solamente con sus propias fuerzas. El amor
verdadero es cuando podemos amar, pero con la gracia de Dios. Ninguno de
nosotros brilla con luz propia. Es lo que los antiguos teólogos llamaban
un "mysterium lunae" no
solo en la identidad de la Iglesia, sino también en la historia de cada uno de
nosotros.
¿Qué significa este mysterium lunae"?
Que es como la luna, que no tiene luz propia:
refleja la luz del sol. Tampoco nosotros tenemos luz propia: nuestra luz es un reflejo de la gracia de Dios, de la luz
de Dios. Si amas es porque alguien, que no eras tú, te sonrió cuando
eras un niño, enseñándote a responder con una sonrisa. Si amas es porque
alguien a tu lado te despertó al amor, haciendo que entendieras que en él
reside el sentido de la existencia.
Tratemos de escuchar la historia de una persona que ha cometido un
error: un prisionero, un convicto, un drogadicto… conocemos a tanta gente que
se equivoca en la vida. Sin perjuicio de la responsabilidad, que siempre es
personal, a veces te preguntas a quién se debe culpar por sus errores, si sea
solamente su conciencia, o la historia de odio y abandono que algunos llevan
tras de sí.
Y este es el misterio de la luna: amamos, ante todo, porque hemos sido
amados, perdonamos porque hemos sido perdonados. Y si alguien no ha sido iluminado
por la luz solar, se vuelve tan frío como la tierra en invierno.
¿Cómo podemos dejar de reconocer, en la cadena de
amor que nos precede también la presencia providente del amor de Dios? Ninguno de nosotros ama tanto a Dios como Él nos ha amado. Basta ponerse
ante un crucifijo para comprender la desproporción: Él
nos ha amado y nos ama siempre a nosotros primero.
Recemos, pues: Señor, incluso el más santo de nosotros no deja de ser
deudor tuyo. Oh Padre, ¡ten piedad de todos
nosotros!
Al final de la catequesis el Papa ha saludado, entre otros, a los
peregrinos de lengua española provenientes de España y de América Latina. “Acercándonos cada vez más a las fiestas de Pascua, -ha
dicho- los animo a no dejar de mirar a Cristo en la cruz, para que su amor purifique
todas nuestras vidas y nos libre del orgullo de pensar que somos
autosuficientes. Que la gracia de la resurrección de Cristo transforme
totalmente nuestra vida. ¡Qué Dios los bendiga!
Redacción ACI
Prensa
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