sábado, 24 de diciembre de 2022

¡DONDE NACE LA ALEGRÍA!

Una guía navideña hacia la felicidad auténtica

Por: P. Alejandro Ortega Trillo, L.C. | Fuente: CatholicnetLA NOCHE DE LA ALEGRÍA

El hombre fue concebido para la alegría. Ella es su destino original. De ahí que su corazón la busque sin cansarse, como siguiendo un instinto inextinguible. Vida y tristeza deberían ser realidades antagónicas, tan inconciliables como el aceite y el agua.

Por desgracia, la tristeza se ha posado sobre el mundo como una espesa niebla que envuelve muchas vidas. Hablo de tristeza de la mala. Porque hay una tristeza buena y santa; una tristeza cristiana, que añora a Dios y suspira por su gracia. La mala, en cambio, carece de fe y esperanza; y abre la puerta a ese espantoso sinsentido que convierte las vidas en indescifrables laberintos que topan con la nada.

Jesús devolvió al mundo la alegría. Le bastó una noche para desbordar el universo y hacer de la alegría el verdadero parte-aguas de la historia. Alegría en los Cielos, que cantaban gloria a Dios y paz a los hombres; y alegría en la Tierra, que se estremecía de reverente gozo bajo el diminuto peso infinito de un Dios hecho bebé.

         El Evangelio, que es buena noticia encarnada en páginas y letras, hace una cuidadosa reseña de lo que pasó en los corazones que protagonizaron el momento. Corazones que se fueron iluminando en cascada, como se iluminan una a una las casas de un pequeño pueblo cuando corre de pronto entre ellas una gran noticia.

         Un arcángel, una joven de quince años, una anciana estéril y el hijo que milagrosamente llevaba en su seno, un coro de ángeles, unos pastores, unos magos, todos y cada uno a su manera, experimentaron la Alegría divina, materializada en una Palabra, en un Mensaje, en una Carne, en un Niño.

         El mundo cristiano revive cada año –está invitado a hacerlo– la alegría del “Dios con nosotros”. Alegría sin otro límite que las dimensiones del corazón que la recibe. La Navidad es fiesta de alegría. Y hay que rescatar siempre de nuevo ésta, su esencia. Vivir la Navidad es permitir que el gozo de Dios, Felicidad Eterna, tome posesión de nuestro corazón, morada siempre suya por más que a veces la encuentre demasiado nuestra.

         “Con Jesucristo siempre nace y renace la alegría”, escribió el Papa Francisco en su exhortación Evangelii gaudium[1]. Las siguientes reflexiones quieren prolongar esta misma intuición y convicción. Nos servirá de itinerario la experiencia personal de Cristo que hicieron ángeles y humanos en torno al Misterio de la Navidad.

Que el Espíritu de Dios, Protagonista invisible y eficaz de aquel Misterio, llene de gozo nuestra alma y nos transforme, al mismo tiempo, en heraldos incansables de esta alegría cuyo destino es el corazón de cada hombre y mujer en cualquier latitud y meridiano de la Tierra.

UN MUNDO SIN ALEGRÍA

         Todos batallamos para dar con la alegría. Quiero decir con la alegría verdadera; porque las falsas alegrías siempre las hemos buscado y encontrado. La alegría auténtica, en cambio, nos resulta a menudo la perla inalcanzable, el eslabón perdido, la pieza que falta entre el vivir y ser feliz.

         Cansado el hombre de buscarla, le asalta la tentación de desistir, de negar incluso su existencia. Escepticismo, nihilismo, existencialismo, hedonismo, indiferentismo y otros modos de pensar y concebir la vida no son sino máscaras que se pone casi al azar la frustración.

         Tampoco faltan quienes viven tales condiciones de pena y sufrimiento que les resulta una cruel ironía y hasta un insulto que se les hable de alegría. El Dios Creador y Bueno, que a todos nos hizo para la alegría, pareciera haberse desmentido en cada una de esas historias de dolor. Pero no; no es un querer maléfico de Dios el que subyace a tales sufrimientos. Es la naturaleza que falla, como consecuencia del pecado que entró y perturbó las entrañas de la creación. Cabe también reconocer que los mayores afluentes del caudal del sufrimiento humano manan del corazón del propio hombre. El mal hecho torrente a lo largo de los siglos –secuela del pecado en todas sus formas: violencia, injusticia, abuso y desenfreno– desemboca en un mar cada vez más hondo y dilatado de lágrimas y sangre.

         Pero el corazón humano, sin importar sus desengaños, posee la insobornable ingenuidad de un niño. Cuando aspira a la felicidad auténtica sabe que no se engaña, que ella existe, que su sed de alegría no podría brotar de él sin que hubiera en algún lugar un manantial inagotable de ella.

         Por lo demás, como escribe Víctor Hugo, “¿no hay en toda alma humana una primera chispa, un elemento divino, incorruptible en este mundo, inmortal en el otro, que el bien puede desarrollar, encender, purificar, hacer brillar esplendorosamente, y que el mal no puede nunca apagar del todo?”[2].

LA ALEGRÍA DE GABRIEL: ANUNCIAR A CRISTO

De entre los Arcángeles que forman el séquito más íntimo de Dios, Gabriel fue llamado para un encargo particular. Su nombre significa “fuerza de Dios”. Ésa sería también su misión: anunciar al mundo la llegada de una Fuerza omnipotente, de un Poder salvador al que ningún mal podrá ya hacerle frente. Fuerza y Poder que, en los inescrutables designios de Dios, debía revestirse –también en las palabras del Arcángel– de debilidad, de modesto sigilo, de humildad, de tímida propuesta.

Gabriel entró descalzo al aposento de una joven casi niña llamada María; y la saludó del modo más tierno y suave que pudo; sin conseguir por ello evitar un sobresalto. Según el evangelista Lucas, la saludó con la palabra griega “Xaire”, que significa “alégrate”[3]. El saludo no sólo correspondía al anuncio que él trajo a María; también al anuncio que ella fue para Gabriel con su corazón inmaculado. El anuncio del Ángel era el de la Victoria decisiva de Dios sobre el mal; el de María, el de su primera conquista.

La Navidad nos recuerda que todo cristiano está llamado a ser un “ángel” para los demás. Uno que lleve el doble mensaje de un Dios que salva con ternura y de una vida que se deja salvar por ella. Mensaje siempre alegre, sin importar las veces que el mal nos muerda e inocule su veneno. Porque la obra de Dios siempre es victoriosa. Como escribe el Papa Francisco: “Él nos permite levantar la cabeza y volver a empezar, con una ternura que nunca nos desilusiona y que siempre puede devolvernos la alegría”[4].

LA ALEGRÍA DE MARÍA: CONCEBIR A CRISTO

María es la alegría silenciosa. El Evangelio guarda un escrupuloso recato sobre sus emociones de aquella noche. Sólo dice que meditaba y conservaba –literalmente “atesoraba”– todo aquello en su corazón[5]. Pero la emotividad de una mujer no puede permanecer al margen de sus pensamientos. A partir de entonces y por el resto de su vida, cada palmo del mundo interior de María vibraría intensamente, con sensaciones e intuiciones, esperanzas y alegrías; sobresaltos, temores y dolores, siguiendo uno a uno los pasos de su Hijo por la Tierra. Ella sí viviría con “el Jesús en la boca” cada día.

De hecho, el Evangelio dice que “Ella se turbó”[6] al oír las palabras del Arcángel. Turbación no significa miedo, aunque lo incluya. La turbación de María era una novedosa mezcla de temor y confianza, de perplejidad y certeza, de asombro y paz, de rubor y valentía, de elevación y humildad, todo ello matizado por una irreprimible alegría.

Lo cierto es que en el instante en que María dijo “sí” y concibió a Jesús, nació por primera vez la alegría cristiana. Una alegría que inspiraría, a partir de entonces, el genio de los compositores, la vena de los poetas, la destreza de los artistas, la oración de los místicos y la ilusión de los niños. La alegría cristiana nació en la íntima oscuridad del seno de María y llegó a ser el Sol inextinguible que ilumina por los siglos cada corazón y el mundo entero.

María canta la alegría del saberse escogida; pero canta sobre todo la alegría de un Dios que, a través de Ella, abre los tesoros de su misericordia a todos los hombres. De Ella toma la Iglesia el “estilo mariano” en su actividad misionera. Un estilo maternal siempre eficaz, siempre fecundo, porque se basa en dos coordenadas que hacen encontradizo cualquier corazón, por perdido que parezca: el afecto y el perdón. Por eso, como afirma el Papa Francisco, “cada vez que miramos a María volvemos a creer en lo revolucionario de la ternura y del cariño”[7].  

LA ALEGRÍA DE ISABEL Y JUAN BAUTISTA: PRESENTIR A CRISTO

Testigos privilegiados de la alegría cristiana fueron Isabel y Juan, su hijo. María, recién concebido Jesús en su seno, acude a las montañas de Judea para visitar a su prima Isabel, anciana estéril que, según las palabras de Gabriel, estaba esperando un hijo e iba ya en su sexto mes[8].

Toda alegría es comunicativa. No existen alegrías aisladas. El aislamiento y la alegría se excluyen entre sí. María, alegre, visita a su prima, también alegre; y al encontrarse, estas dos alegrías se mezclan, se funden, se potencian exponencialmente y danzan al compás de unos versos dignos del más inspirado poeta. Alegría, belleza y poesía dan voz a una Palabra que es ya Presencia que conmueve entrañas y despierta gozos: “Porque así que sonó la voz de tu saludo en mis oídos, exultó de gozo el niño en mi seno”[9].

Siempre hay visitas portadoras de alegría: un hijo o un hermano que vienen de lejos –física o afectivamente–; un amigo de antaño; quizá un desconocido, un recién llegado que de pronto viene a decirle algo a nuestra alma y a llenarle un hueco a nuestra vida. En el fondo, todas esas visitas traen a Cristo, porque nos hacen presentir en un saludo, en un apretón de manos, en un abrazo, que hay Alguien que jamás nos olvida y nos sale al paso cuando menos lo esperamos y más lo necesitamos.

Jesús sabe hacer buenas visitas. Sólo necesita que lo presintamos, que aprendamos a “leer” su presencia mediada por tantos saludos, miradas, sonrisas, semblantes y gestos que desbordan el solo contacto humano. La alegría cristiana tiene mucho de esto. Algunos dicen que es sólo buena educación. Quizá tengan razón. Sólo que Jesús se sirve también de esas buenas formas para comunicarse, para hablarnos con un lenguaje que todos entendemos y también agradecemos.

Hay quien huye de los demás para refugiarse en un mundo aislado, cómodo y sin compromisos. Pero eso no lleva a la alegría. Como dice la Evangelii Gaudium, “uno no vive mejor si escapa de los demás, si se esconde, si se niega a compartir, si se resiste a dar, si se encierra en la comodidad. Eso no es más que un lento suicidio”[10]. Por el contrario, quien sale al encuentro, quien da y se da a los demás, además de saborear lo mejor de la vida –que es la alegría de la generosidad– permite intuir a quienes le rodean la presencia viva de Jesús, que jamás se cansa de hacer felices a los demás.

LA ALEGRÍA DE LOS ÁNGELES: PROCLAMAR A CRISTO

“Hay pájaros en las nubes, lo mismo que hay ángeles sobre las miserias humanas” –escribió Víctor Hugo–. Innumerables ángeles, que vuelan y revuelan siempre sobre toda suerte humana, y especialmente la mala. Los ángeles no sólo anuncian; también consuelan. Y ese consuelo es también un anuncio. El anuncio de que Dios no nos deja; de que está siempre cerca, especialmente en nuestras tribulaciones.

En la noche de Navidad, el Cielo ofreció un espectáculo de ángeles jamás visto en la Tierra. Tocaron trompetas, cantaron, bailaron y ejecutaron indescriptibles piruetas en el cielo: era el momento de anunciar y celebrar el gaudium magnum–el gran gozo– de la salvación en Cristo.

El Antiguo Testamento había previsto ya este momento: “¡Aclamad, cielos, y exulta, tierra! ¡Prorrumpid, montes, en cantos de alegría! Porque el Señor ha consolado a su pueblo, y de sus pobres se ha compadecido!”[11].

Quizá hemos llorado de emoción alguna vez escuchando un “bel canto”. Ciertamente, el de los ángeles es inigualable. Su ser y su vida son un canto de sublimes acordes y vibrantes armonías que extasían a las estrellas. La vida de Jesús en la Tierra, desde su nacimiento, lo fue infinitamente más: un canto incomparablemente hermoso, por más que los oídos humanos no escucharan más que balbuceos.

La vida cristiana participa de este canto; y así proclama las glorias de Dios. Cada vida es un himno que brota de la Tierra e inunda el Cielo con una melodía única, misteriosa. Todas las vidas juntas se hacen sinfonía. Dios es un gran Compositor. A cada uno le corresponde un tono, una armonía, un acorde, un segmento de la partitura de esa sinfonía.

No hay canto más bello que proclamar con nuestra vida a Cristo. “Cantar las maravillas de Dios” en la propia vida es dejarse transformar por la gracia de Cristo. Jesús es la “alegría de los hombres”, como expresó Bach en una de sus más célebres composiciones. Él supo traducir en una cadenciosa melodía esta realidad. Y tengo para mí que el mismísimo Beethoven, con su “Oda a la alegría”, no hizo más que reflejar pálidamente el himno de los ángeles que resonó sobre la Tierra en la noche de la Navidad.

“Hay cristianos –dice el Papa Francisco en su exhortación– cuya opción parecer ser la de una Cuaresma sin Pascua”[12]. Los ángeles de la Navidad nos recuerdan que la alegría es esencial al cristianismo; o, mejor, que un cristianismo sin alegría es un falso cristianismo. Cierto, como también recuerda el Papa, “que la alegría no se vive del mismo modo en todas las etapas y circunstancias de la vida, a veces muy duras […] Comprendo a las personas que tienden a la tristeza por las graves dificultades que tienen que sufrir, pero poco a poco hay que permitir que la alegría de la fe comience a despertarse, como una secreta pero firme confianza, aun en medio de las peores angustias”[13].

Los ángeles nos recuerdan que siempre hay espacio en la vida para el canto y la alegría. Más aún, que todos podemos hacer felices a los demás al menos tarareando esa connatural melodía de la alegría, cuya partitura se encuentra disponible en cada corazón. Quizá la clave de lectura sea siempre el compartir; sea el dolor, sea la alegría, según aquello de que dolor compartido, mitad de dolor; alegría compartida, doble alegría.

LA ALEGRÍA DE LOS PASTORES: ENCONTRAR A CRISTO

Los pastores representan la alegría llana de la vida cotidiana. Lucas los describe viviendo al raso y vigilando su ganado[14]. Sin otro aliciente en la vida que “tirar pa’lante”, su existencia austera y simple no daba para vislumbrar más horizonte que el de aquellos campos y una vida trashumante.

         De pronto, un ángel se les apareció y dijo por primera vez esas solemnes palabras que utiliza el cardenal protodiácono para comunicar al mundo que la Iglesia tiene un nuevo Papa: “Os anuncio una gran alegría”.

         El anuncio del ángel deslumbró a los pastores como un rayo que desgarró la oscuridad de su noche y la tristeza de su vida. El profeta Sofonías, siglos atrás, vislumbró la escena: “Tu Dios está en medio de ti, poderoso salvador. Él exulta de gozo por ti, te renueva su amor, y baila por ti con gritos de júbilo”[15]. Y el Papa Francisco añade: “Es la alegría que se vive en medio de las pequeñas cosas de la vida cotidiana”[16].

         Los pastores dejaron sus rebaños y fueron corriendo a buscar al Niño. La piedad popular ha supuesto los innumerables obstáculos que el demonio y sus secuaces interpusieron en su camino, trama clásica de las pastorelas. Hoy los obstáculos siguen siendo reales. El espíritu del mal hace siempre lo imposible para extraviar al hombre, desviarlo del camino y evitar que encuentre a Cristo. Sin embargo, todo hombre puede reencontrar el camino si se deja conducir por un insobornable instinto: el de la auténtica alegría. Tarde o temprano, su corazón se percata de que nada le llena fuera de Cristo, y entonces puede volver sobre sus pasos y reemprender el camino.

         La alegría cristiana tiene este poder: mostrar la autenticidad de los caminos. Ella es un nítido criterio de discernimiento espiritual. Porque a la vida le ocurre lo mismo que a los pastores: cuanto más cerca de Cristo, tanto más experimenta la alegría. De este modo, la alegría cristiana es como una brújula interior que apunta siempre a Cristo. Sólo hay que seguirla.

LA ALEGRÍA DE LOS MAGOS: BUSCAR A CRISTO

         Hay un tipo de alegría que sólo se experimenta “de camino” hacia un bien que nos espera. Se ha dicho que a veces es más feliz el tiempo de la espera que el de la fiesta. Los magos son el paradigma de este tipo de alegría. Ellos se llenaron de gozo mucho antes de encontrar a Cristo. Les bastó mirar la estrella y seguirla. Dice el Evangelio: “y al ver la estrella, se regocijaron con muy grande gozo”[17].

Las esperas pueden ser una tortura o un deleite. Todo depende de la actitud con que se vivan. La de los magos fue una actitud abierta, casi ingenua: no dudaron que la estrella era verdadera, que el camino era correcto, que, tras un largo recorrido, quizá de años, encontrarían al nuevo Rey. El tiempo que hiciera falta, no importaba; sus cofres irían siempre preparados.

Hoy son muchos los que buscan y pocos los que esperan. Tratándose de la alegría, la búsqueda suele ser más urgente y la espera, más impaciente. Tristemente, con frecuencia la alegría nunca llega, al menos la alegría verdadera. Y entonces se pierde el rumbo y se agotan las certezas. Los magos, en cambio, nos enseñan que, para los ojos que buscan las estrellas, siempre hay rumbo y hay certeza. El peligro, en todo caso, es no alzar la mirada a lo alto, y quedarse con los ojos sólo puestos en la Tierra. “Buscad las cosas de arriba, no las de la tierra”[18], exhortaba san Pablo a los colosenses.

Posiblemente haya cada vez más ateos y agnósticos en el mundo. Pero ello no se debe a que haya menos estrellas. Quizá los recursos informáticos nos concentran demasiado sobre lo que ocurre en la Tierra. Por otra parte, la religión del siglo XXI parece cada vez más humana y menos divina; más inmanente y menos trascendente; más horizontal y menos vertical. Una religión así no puede más que desembocar en la tristeza.

El Papa Francisco, en la oración conclusiva de su exhortación, pide a María que nos dé a todos “la santa audacia de buscar nuevos caminos para que llegue a todos el don de la belleza que no se apaga”[19]. Porque la belleza y la alegría, en lo más profundo de sus significados, se entremezclan. De hecho, como dice Hans Urs von Balthasar, lo primero que percibimos del misterio de Dios no es la verdad sino la belleza. Fue lo que le sucedió a los magos cuando vieron aquella estrella. De su belleza brotó una incomparable alegría como de su luz brotó una imperturbable certeza.

LA ALEGRÍA DE JESÚS: SALVAR A LOS HOMBRES

Jesús significa “Dios salva”. En última instancia, la alegría cristiana se funda en esta convicción. Siendo, como somos, extremadamente débiles, estaríamos condenados a la tristeza del fracaso irremediable, de la inevitable caída, de la victoria del mal en nuestra alma. “Vida y muerte se batieron en singular duelo”, reza un célebre himno Pascual. “La muerte fue vencida y la vida victoriosa se levanta”.

         Jesús sólo necesita encontrar un corazón abierto. Él está siempre a la puerta y llama. Si alguno le abre, Él entra sin pensarlo[20]; y con Él, entra también la alegría. Es la experiencia cristiana por antonomasia. Sin embargo, a veces titubeamos; su presencia nos resulta incómoda y le pedimos que mejor salga de nuevo; y Él, para nuestra pena y desgracia, mansamente nos obedece. Luego nos arrepentimos, abrimos de nuevo y constatamos que en realidad Él sigue ahí en un rincón, sin alejarse jamás de nuestra puerta.  

También hay quienes nunca abren la puerta. Les ocurre lo que al posadero de Belén, líricamente descrito por el sacerdote jesuita y poeta Ramón Cué: “El Evangelio empieza ante la puerta de una fonda en Belén y un posadero. –¿No habrá una habitación para esta noche? –‘Ninguna cama libre, todo lleno’. Y Dios pasó de largo. ¡Qué pena posadero! Todo hubiera empezado de otro modo; las estrellas columpiándose en tus aleros; los ángeles cantando en tus balcones; los reyes perfumando tus patios con incienso, y en tu fonda el Divino alumbramiento. Pero, ‘no queda sitio, ni una cama. Lo tengo todo lleno’. Y Dios pasó de largo. ¡Qué pena posadero! Tu casa es un trasiego trashumante de gente que va y viene, sin arrimo ni apego. Hoy hubieras tenido un Huésped fijo. Entra de Huésped Dios y acaba Dueño. Viene por una noche y su amor es ya eterno. Pide una sola cama, y te ocupa, después, todos los lechos. Pero, ‘no queda sitio, ni una cama. Lo tengo todo lleno’. Y Dios pasó de largo, ¡Qué pena posadero! Hubieras liquidado, por cierre, tu negocio. No hay sitio para huéspedes cuando Dios está dentro. Dios va ocupando cámara tras cámara, hasta invadir el corazón entero. Cerrarías la fonda, pues Dios te reclamaba toda tu casa para el Evangelio. Pero, ‘no queda sitio, ni una cama. Lo tengo todo lleno’. Y Dios pasó de largo, ¡Qué pena posadero! Tienes razón: hubieran surgido compromisos con Herodes, registros, pesquisas y arrestos; y así la policía nunca turba tu fonda. Estás muy bien situado, con clientes y dinero. Pero perdiste a Cristo, perdiste el Evangelio. ‘Ya no me queda sitio, lo tengo todo lleno’. Y Dios pasó de largo. ¡Qué pena posadero! El Evangelio empieza ante la puerta de una fonda de Belén y un posadero. Y el Evangelio sigue reclamando hospedaje: ‘Sólo por esta noche’. ‘No hay sitio: todo lleno’. ¿Será mía la fonda? ¿Seré yo el posadero? La mano que llamaba a mi puerta, ¿no sería la estrella de Belén con serrín de carpintero? Si ya no tengo sitio, y si está todo lleno; si Dios pasó de largo, ¡qué pena posadero!”[21].

El Papa Francisco, en cambio, nos invita a abrir la puerta, a no tener miedo; a dejar que Cristo tome posesión de esa vida y de ese corazón que sólo en apariencia es nuestro, y a experimentar así la alegría: “Invito a cada cristiano, en cualquier lugar y situación en que se encuentre, a renovar ahora mismo su encuentro personal con Jesucristo o, al menos, a tomar la decisión de dejarse encontrar por Él, de intentarlo cada día sin descanso. No hay razón para que alguien piense que esta invitación no es para él, porque nadie queda excluido de la alegría reportada por el Señor”[22].

LA ALEGRÍA DE LOS CRISTIANOS HOY: SER PROFETAS DE LA ALEGRÍA

         El Arcángel, la Virgen, los ángeles, los pastores y los magos: todos fueron profetas de la alegría. Gracias a ellos, el eco de la fiesta de aquella noche resuena cada año con renovado acento en la Iglesia, en el pueblo cristiano, en todo hogar que mantiene la llama de la fe encendida. 

         La alegría cristiana necesita hoy nuevos profetas: nuevos ángeles, nuevas estrellas que lleven la feliz certeza del “Dios con nosotros” a un mundo cada vez más urgido de este anuncio. Y como lo fue en su tiempo, también hoy la noticia del Cristo vivo y salvador es venero de alegría para quien la canta y para quien la escucha.

         No se puede ser cristiano feliz de manera egoísta. “La vida –dice el Papa– se acrecienta dándola y se debilita en el aislamiento y la comodidad. De hecho, los que más disfrutan de la vida son los que dejan la seguridad de la orilla y se apasionan en la misión de comunicar vida a los demás!”. Y más adelante, citando la exhortación Evangelii nuntiandi del nuevo Beato Papa Pablo VI, nos motiva: “Recobremos y acrecentemos el fervor, la dulce y confortadora alegría de evangelizar, incluso cuando hay que sembrar entre lágrimas […] Y ojalá el mundo actual –que busca a veces con angustia, a veces con esperanza– pueda así recibir la Buena Nueva, no a través de evangelizadores tristes y desalentados, impacientes o ansiosos, sino a través de ministros del Evangelio, cuya vida irradia el fervor de quienes han recibido, ante todo en sí mismos, la alegría de Cristo”[23].

         Desde hace algunos años me he propuesto, al salir a la calle, al subir al metro, al entrar en una sala de espera y toparme con un rostro triste o indiferente, mirarlo a los ojos y esbozarle una sonrisa. No es ningún experimento. Sólo quiero ofrecer cada día una pequeña dosis de alegría en medio del estrepitoso tránsito mudo de los corazones que me topo. Casi siempre me retiran la mirada; otros fruncen el ceño; pero no faltan quienes, sorprendidos y agradecidos, me devuelven la sonrisa. No puedo recibir mejor premio.

         La Navidad tampoco es un experimento social. Pero sí la ocasión para salir a la calle a profetizar la alegría con una sonrisa, una ayuda material, un gesto amigable, una mirada afable y, ¿por qué no?, con un sincero y afectuoso “¡Feliz Navidad!”.

[1] Evangelii Gaudium 1
[2] Víctor Hugo, Los miserables, Parte I, Libro II, Capítulo V
[3] Lc 1, 28
[4] Evangelii Gaudium, 4
[5] Cf. Lc 2, 19.51
[6] Lc 1, 29
[7] Evangelii Gaudium 288
[8] Cf. Lc 1, 36
[9] Lc 1, 44
[10] n. 272
[11] Is 49 13
[12] Evangelii Gaudium 6
[13] Ibid.
[14] Cf. Lc 2, 8
[15] So 3, 17
[16] Evangelii Gaudium 4
[17] Mt 2, 10
[18] Col 3, 2
[19] Evangelii Gaudium 288
[20] Cf. Ap 3, 20
[21] R. Cué, El posadero de Belén
[22] Evangelii Gaudium 3
[23] Ev
angelii Gaudium 10

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