Martes cuarta semana de Cuaresma. No podemos regresar auténticamente a Dios si no es desde el corazón.
Por: P. Cipriano Sánchez LC | Fuente: Catholic.net
Es demasiado fácil dejar pasar el tiempo sin
profundizar, sin volver al corazón. Pero cuando el tiempo pasa sobre nosotros
sin profundizar en la propia vocación, sin descubrir y aceptar todas sus
dimensiones, estamos quedándonos sin lo que realmente importa en la existencia:
el corazón (entendido como nuestra facultad
espiritual en la que se manejan todas las decisiones más importantes del
hombre). El corazón es el encuentro del hombre consigo mismo.
“Volved a mí de todo corazón”. Son palabras
de Dios en la Escritura. No podemos regresar auténticamente a Dios si no es
desde el corazón, y tampoco podemos vivir si no es desde el corazón. Dios llama
en el corazón, pero, en un mundo como el nuestro, en el cual tan fácilmente nos
hemos olvidado de Dios, en un mundo sin corazón, a nosotros, hombres y mujeres
del siglo XXI, nos cuesta llegar al corazón. Dios llama al corazón del hombre,
a su parte más interior, a ese yo, único e irrepetible; ahí me llama Dios.
Yo puedo estar viviendo con un corazón alejado, con un corazón distraído en el
más pleno sentido de la palabra. Y cuánto nos cuesta volver. Cuánto nos cuesta
ver en cada uno de los eventos que suceden la mano de Dios. Cuánto nos cuesta
ver en cada uno de los momentos de nuestra existencia la presencia reclamadora
de Dios para que yo vuelva al corazón. El camino de vuelta es una ley de vida, es
la lógica por la que todos pasamos. Y mientras no aprendamos a volver a la
dimensión interior de nosotros mismos, no estaremos siendo las personas
auténticas que debemos de ser.
Podría ser que estuviésemos a gusto en el torbellino que es la sociedad y que
nuestro corazón se derramase en la vida de apariencia que es la vida social.
Pero es bueno examinarse de vez en cuando para ver si realmente ya he aprendido
a medir y a pesar las cosas según su dimensión interior, o si todavía el peso
de la existencia está en las conveniencias o en las sonrisas plásticas.
¿Pertenezco yo a ese mundo sin corazón? ¿Pertenezco
yo a ese mundo que no sabe encontrarse consigo mismo? Dios llama al
corazón para que yo vuelva, para que yo aprenda a descubrir la importancia, la
trascendencia que tiene en mi existencia esa dimensión interior. Estamos
terminando la Cuaresma, se nos ha ido un año más de las manos, recordemos que
es una ocasión especial para que el hombre se encuentre consigo mismo.
Curiosamente la Cuaresma no es muy reciente en la historia de la Iglesia, los
apóstoles no la hacían. La Cuaresma viene del inicio de la vida monacal en la
Iglesia, cuando los monjes empiezan a darse cuenta de que hay que prepararse
para la llegada de Cristo. Todavía hoy día hay congregaciones que tienen dos
Cuaresmas. Los carmelitas tienen una en Adviento, cuarenta días antes de
Navidad, y tienen cuarenta días antes de Pascua, de alguna manera significando
que a través de la Cuaresma el espíritu humano busca encontrarse con su Señor.
Las dos Cuaresmas terminan en un particular encuentro con el Señor: la primera
en el Nacimiento, en la Natividad, en la Epifanía, como dicen estrictamente
hablando los griegos; y la segunda, en la Resurrección. Si en la primera
manifestación vemos a Cristo según la carne; en la segunda manifestación vemos
a Cristo resucitado, glorioso, en su divinidad.
De alguna manera, lo que nos está indicando este camino cuaresmal es que el
hombre que quiera encontrarse con Dios tiene que encontrarse primero consigo
mismo. No tiene que tener miedo a romper las caretas con las que hábilmente ha
ido maquillando su existencia. El hombre tiene que aprender a descubrir dentro
de su corazón la mirada de Dios.
Para este retorno es necesario crear una serie de condiciones. La primera de
todas es ese aprender a ensanchar el espacio de nuestro espíritu para que pueda
obrar en nuestro corazón el Espíritu Santo. Ensanchar nuestro espíritu a veces
nos puede dar miedo. Ensanchar el corazón para que Dios entre en él con toda
tranquilidad, no significa otra cosa sino aprender a romper todos los muros que
en nosotros no dejan entrar a Dios.
¿Realmente nuestro espíritu está ensanchado? ¿Mi
vida de oración realmente es vida y es oración? ¿Realmente en la oración soy
una persona que se esfuerza? ¿Consigo yo que mi oración sea un momento en el
que Dios llena mi alma con su presencia o a veces con su ausencia? Dios
puede llenar el corazón con su presencia y hacernos sentir que estamos en el
noveno cielo; pero también puede llenarlo con su ausencia, aplicando
purificación y exigencia a nuestro corazón.
Cuando Dios llega con su ausencia a mi corazón, cuando me deja totalmente
desbaratado, ¿qué pasa?, ¿Ensancho el corazón o lo
cierro? Cuando la ausencia de Dios en mi corazón es una constante —no me
refiero a la ausencia que viene del sueño, de la distracción, de la pereza, de
la inconstancia, sino a la auténtica ausencia de Dios: cuando el hombre no
encuentra, no sabe por dónde está Dios en su alma, no sabe por dónde está
llegando Dios, no lo ve, no lo siente, no lo palpa—, ¿abrimos
el espíritu?, ¿Seguimos ensanchando el corazón sabiendo que ahí está Dios
ausente, purificando mi alma? O cuando por el contrario, en la oración
me encuentro lleno de gozo espiritual, ¿me quedo en
el medio, en el instrumento, o aprendo a llegar a Dios?
Cuando nuestra vida es tribulación o es alegría, cuando nuestra vida es gozo o
es pena, cuando nuestra vida está llena de problemas o es de lo más sencilla, ¿sé encontrar a Dios, sé seguirle la pista a ese Dios que
va abriendo espacio en el corazón y por eso me preocupo de interiorizar en mi
vida? Uno podría pensar: ¿Cuál es mi
problema hoy? ¿Hasta qué punto en este problema —un hijo enfermo, una
dificultad con mi pareja, algún problema de mi hijo—, he visto el plan de Dios
sobre mi vida?
Tenemos que experimentar la gracia de esta convicción, hay que ensanchar el
corazón abriéndolo totalmente a la acción transformadora del Señor. Sin
embargo, nunca tenemos que olvidar, que contra esta acción transformadora de
Dios nuestro Señor hay un enemigo: el pecado. El
pecado que es lo contrario a la Santidad de Dios. Y para que nos demos cuenta
de esta gravedad, San Pablo nos dice: “Dios mismo,
a quien no conoció el pecado, lo hizo pecado por nosotros”. Pero,
mientras no entremos en nuestro corazón, no nos daremos cuenta de lo grave que
es el pecado.
Cuando yo miro un crucifijo, ¿me inquieta el hecho
de que Cristo en la cruz ha sido hecho pecado por mí, de que la mayor
consecuencia del pecado es Cristo en la cruz? ¿Me ha dicho Dios: quieres ver
qué es el pecado? Mira a mi Hijo clavado en la Cruz.
Cuando uno piensa en el hambre en el mundo; o cuando uno piensa que en cada
equis tiempo muere un niño en el mundo por falta de alimento y por otro lado
estamos viendo la cantidad de alimento que se tira, preguntémonos: ¿No es un
pecado contra la humanidad nuestro despilfarro? No el vivir bien, no el tener
comodidades, sino la inconsciencia con la que manejamos los bienes materiales. ¿Nos damos cuenta de lo grave que es y lo culpable que
podemos llegar a ser por la muerte de estos hermanos?
¿Me doy cuenta de que cada persona que no vive en gracia de Dios es un muerto
moral? ¿No nos apuran la cantidad de muertos que caminan por las calles de
nuestras ciudades? Tengo que preguntarme: ¿Me
preocupa la condición moral de la gente que está a mi cargo? No es cuestión de
meterse en la vida de los demás, pero sí preguntarme: ¿Soy justo a nivel
justicia social? ¿Me permito todavía el crimen tan grave que es la crítica? ¿Me
doy cuenta de que una crítica mía puede ser motivo de un gravísimo pecado de
caridad por parte de otra persona?
Siempre que pensemos en el pecado, no olvidemos que la auténtica imagen, el
auténtico rostro donde se condensa toda la justicia, todo desamor, todo odio,
todo rencor, toda despreocupación por el hombre, es la cruz de nuestro Señor.
El abandono que Cristo quiere sufrir, el grito del Gólgota: “¿Por qué me has abandonado?” pone ante nuestros
ojos la verdadera medida del pecado. En Cristo esta medida es evidente por la
desmesurada inmensidad de su amor. El grito: “¿Por
qué me has abandonado?” es la expresión definitiva de esta medida. El
amor con el que me ha amado, el amor que ama hasta el fin. ¿He descubierto esto y lo he hecho motivo de vida; o sólo
motivo de lágrimas el Viernes Santo? ¿Lo he hecho motivo de compromiso, o sólo
motivo de reflexión de un encuentro con Cristo? ¿Mi vida en el amor de Dios se
encierra en ese grito: ¿“Por qué me has abandonado”?, que es el amor que ama
hasta el último despojamiento que puede tener un alma?
En esta Cuaresma es necesario volver al interior, descubrir la llamada de Dios
a la entrega y al compromiso, volver a la propia vocación cristiana en todas
sus dimensiones. Y para lograrlo es necesario abrir primero nuestro espíritu a
Dios y comprender la gravedad del pecado: del pecado de omisión, de
indiferencia, de superficialidad, de ligereza. Es ineludible volver a la
dimensión interior de nuestro espíritu, en definitiva, no ir caminando por la
vida sin darnos cuenta que en nosotros hay un corazón que está esperando
ensancharse con el amor de Dios.
P. Cipriano Sánchez LC
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