Se necesita más empeño y más fortaleza para perdonar que para dejarse llevar por el rencor y los deseos de venganza.
Por: Alfonso Aguiló | Fuente: interrogantes.net
Stefan Zweig cuenta en su biografía la triste y
fugaz historia de Ernst Lissauer, un escritor alemán de los tiempos de la
Primera Guerra Mundial.
Lissauer era un hombre de enorme erudición. Nadie dominaba la lírica alemana
mejor que él. También era un profundo conocedor de la música y poseía un gran
talento para el arte. Cuando estalló la guerra, quiso alistarse como voluntario
pero no fue admitido por su edad y su falta de salud. En medio de aquel fervor
patriótico contra los países que ahora eran enemigos, pronto se vio arrastrado
por el ambiente de exaltación bélica propiciado desde la maquinaria de
propaganda de la Wilhelmstrasse de Berlín. El sentimiento de que los ingleses
eran los principales culpables de aquella guerra lo plasmó Lissauer en el
famoso “Canto de odio a Inglaterra”, un
poema en catorce versos duros, concisos y expresivos que elevaban el odio hacia
ese país a la condición de un juramento de animadversión eterna. Aquellos
versos cayeron como una bomba en un depósito de municiones. Pronto se hizo
evidente lo fácil que resulta encrespar y azuzar con el odio a todo un país. El
poema recorrió Alemania de boca en boca, el emperador concedió a Lissauer la
cruz del Águila Roja, todos los periódicos lo publicaron, se representó en los
teatros, los maestros lo leían a los niños en las escuelas, los oficiales
mandaban formar a los soldados y se lo recitaban, hasta que todo el mundo acabó
por aprenderse de memoria aquella letanía del odio. De la noche a la mañana,
Ernst Lissauer conoció la fama más ardiente que ningún poeta consiguiera en
aquella época. Una fama que, por cierto, acabó por quemarle como la túnica de
Neso, porque en cuanto terminó la guerra todos se esforzaron por desembarazarse
de la culpa que les correspondía en esa enemistad y señalaron a Lissauer como
el gran promotor de aquella insensata histeria de odio que en 1914 todos habían
compartido. Fue desterrado, todos le volvieron la espalda y murió en el olvido,
como trágica víctima de aquella marejada de sinrazón que lo había encumbrado
primero para hundirlo luego todavía más.
Esta historia es un buen ejemplo de lo que sucede cuando se hace redoblar el
tambor del odio. El rencor genera más rencor, y si no se está en guardia contra
él pronto se convierte en una ola imparable que hace retumbar los oídos más
imparciales y estremece los corazones más equilibrados. En aquella ocasión hubo
unos pocos que tuvieron fuerzas y lucidez suficientes para escapar de ese
círculo vicioso de odio y agresión que parecía querer absorberlo todo. Fueron
personas que no se dejaron llevar por la credulidad propia del rencor, y que
lograron superar la torpe y simple idea de que la verdad y la justicia están
siempre del propio lado. Y fueron pocos porque, por desgracia, soplar a favor
de lo que desune suele ser más fácil y tentador que lo contrario.
Nietzsche consideraba la misericordia y el perdón como la escapatoria de los
débiles. Sin embargo, se necesita más empeño y más fortaleza para perdonar que
para dejarse llevar por el rencor y los deseos de venganza. Hace falta más
talla moral y más inteligencia para descubrir lo bueno que hay en los demás que
para obsesionarse con lo que no nos gusta. Es mejor y más meritorio tirar de lo
bueno que hay en cada uno en vez exasperarles con nuestra arrogancia. La
historia de la humanidad manifiesta de forma trágica los frutos amargos de
todas aquellas ocasiones en que se fomentaron y exaltaron los sentimientos de
violencia, intolerancia, soberbia e insolidaridad entre los hombres.
El resentimiento lleva a las personas a sentirse dolidas y a no olvidar. Muchas
veces ese resentimiento llega a ser enfermizo y se convierte en una
hipersensibilidad para sentirse maltratado, y esa convicción es reactivada una
y otra vez por la imaginación, como las vueltas que da una lavadora, impidiendo
olvidar, deformando la realidad y conduciendo a la obsesión. Otras veces son explosiones
momentáneas que enseguida dejan el amargo sabor del hastío de las propias
palabras, en cuanto se evapora el aguardiente del primer entusiasmo.
Hay personas que, allá donde están, los conflictos -sean grandes o pequeños-
tienden a relajarse, y se acaban superando o resolviendo. Pero hay muchos otros
que los exacerban y cronifican. Frente al resentimiento está el perdón y el
esfuerzo por superar los agravios. Acostumbrarse a ser persona conciliadora
requiere unos resortes psicológicos de más empaque, pero están al alcance de
cualquiera, y merece la pena esforzarse por adquirirlos.
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