Es nuestro deber
recordar las grandes verdades sobre este tema, es nuestro deber no callar.
Por: P. Miguel A. Fuentes, IVE | Fuente: TeologoResponde.org
PREGUNTA:
En mi país hay una campaña muy fuerte a favor del aborto; varias veces
me he preguntado cuándo callar ante una campaña así puede ser pecado. ¿Puede usted orientarme?
RESPUESTA:
Estimado:
Le respondo con el sermón que prediqué en la Parroquia Nuestra Señora de
los Dolores, de san Rafael, Argentina, el 6 de marzo de 2005 con ocasión de la
campaña que la prensa argentina y parte del gobierno nacional ha llevado
adelante contra Mons. Baseotto a raíz de su carta al Ministro de Salud Ginés
González; creo que responde precisamente a lo que usted pregunta.
NO CALLAR EL CRIMEN
DEL ABORTO
El 16 de marzo de 1998, la Santa Sede publicó un documento llamado “Nosotros recordamos: una reflexión sobre la Shoah”,
dedicado a la terrible tragedia desatada durante la Segunda Guerra Mundial y la
persecución del nazismo contra los judíos (que no fue sólo contra los judíos
sino contra muchos más como los gitanos y contra muchos católicos y cristianos
en general). En ella se leen estas palabras: “En los territorios donde el nazismo practicó la
deportación de masas, la brutalidad que acompañó esos movimientos forzados de
gente inerme debería haber llevado a sospechar lo peor. ¿Ofrecieron los
cristianos toda asistencia posible a los perseguidos, y en particular a los
judíos?
Muchos lo hicieron, pero otros no. No se debe
olvidar a los que ayudaron a salvar al mayor número de judíos que les fue
posible, hasta el punto de poner en peligro su vida. Durante la guerra, y
también después, comunidades y personalidades judías expresaron su gratitud por
lo que habían hecho en favor de ellos, incluso por lo que había hecho el Papa
Pío XII, personalmente o a través de sus representantes, para salvar la vida a
cientos de miles de judíos. Por esa razón, muchos obispos, sacerdotes,
religiosos y laicos fueron condecorados por el Estado de Israel.
A pesar de ello, como ha reconocido el Papa Juan
Pablo II, al lado de esos valerosos hombres y mujeres, la resistencia
espiritual y la acción concreta de otros cristianos no fueron las que se podía
esperar de unos discípulos de Cristo. No podemos saber cuántos cristianos en
países ocupados o gobernados por potencias nazis o por sus aliados constataron
con horror la desaparición de sus vecinos judíos, pero no tuvieron la fuerza
suficiente para elevar su voz de protesta. Para los cristianos este grave peso
de conciencia de sus hermanos y hermanas durante la segunda guerra mundial debe
ser una llamada al arrepentimiento. Deploramos profundamente los errores y las
culpas de esos hijos e hijas de la Iglesia”.
Estas palabras escritas medio siglo después de aquellos acontecimientos
nos recuerdan la mala actitud de muchos cristianos que “no
tuvieron fuerza suficiente para elevar su voz de protesta”. Y el
documento habla de “grave peso de conciencia” y
de la necesidad del arrepentimiento.
¿Cuál es el pecado cometido por estos cristianos? El no elevar la voz de
protesta frente a un crimen sólo puede ser pecado cuando hay obligación de
protestar y de no callar. Y acusar a un cristiano por “no
haber tenido fuerza suficiente” sólo es posible si no existe en verdad
tal falta de fuerza, es decir, si en el fondo la razón no es otra que la
tibieza, la desidia, la cobardía, el miedo o el desinterés por la vida ajena en
peligro.
Hubo muchos cristianos, pastores, sacerdotes y obispos, que dieron la
cara y arriesgaron la vida. El Papa ha declarado las virtudes heroicas de Mons.
Clemens August von Galen, llamado el León de Münster, quien no tuvo reparo en
predicar con valentía contra Hitler y su exterminio de discapacitados en las
mismas narices del Führer. Hitler no lo tocó en aquel momento porque decidió
asesinarlo cuando hubiera alcanzado la victoria definitiva.
En su primera carta pastoral diocesana de la Pascua de 1934, von Galen
condena sin reservas la cosmovisión neopagana del nazismo poniendo claramente
en evidencia el carácter religioso de esta ideología: «Una
nueva y nefasta doctrina totalitaria que coloca a la raza por encima de la
moralidad, coloca a la sangre por encima de la ley […] repudia la revelación,
pretende destruir los fundamentos del cristianismo […]. Es un engaño religioso.
A veces ocurre que este nuevo paganismo se esconde incluso bajo nombres
cristianos […]. Este ataque anticristiano que estamos viviendo en nuestros días
supera, en violencia destructiva, a todos los demás de los que tenemos
conocimiento desde los tiempos más lejanos». La carta termina con una
admonición a los fieles a no dejarse seducir por tal «veneno
de las conciencias» e invita a los padres cristianos a vigilar a sus
hijos. El mensaje pascual cayó como una bomba y tuvo un efecto liberador en el
clero y en el pueblo, teniendo eco no sólo en Alemania, sino también en el
extranjero.
El sábado 12 de julio de 1941 el obispo recibe la comunicación de que
han sido ocupadas las casas de los jesuitas de la Königstrasse y de Haus
Sentmaring. Con el avance de la guerra los jefes supremos del partido
intensificaron el secuestro de bienes de las confesiones cristianas, y
precisamente en los días en que Münster sufría graves daños por los bombardeos,
la Gestapo comenzó sistemáticamente a deportar a religiosos y a ocupar y
confiscar los conventos. También fueron secuestrados los conventos de las
monjas de clausura. Los religiosos y religiosas fueron insultados y expulsados.
El obispo se puso en movimiento inmediatamente. Afrontó personalmente a los
hombres de la Gestapo, diciéndoles que estaban realizando «un acto infame y vergonzoso», y los llamó con
mucha claridad y franqueza «ladrones y bandoleros».
Consideró que había llegado el momento de intervenir públicamente.
Estaba listo para cargar con todo por Dios y por la Iglesia, aunque esto
pudiera costarle la vida. El día siguiente, tras prepararse bien el sermón,
subió al púlpito decidido a llamar a las cosas por su nombre. «Ninguno de nosotros está al seguro, ni siquiera el que
en conciencia se considera el ciudadano más honesto, el que está seguro de que
nunca llegará el día en que vengan a arrestarle a su propia casa, le quiten la
libertad, le encierren en los campos de concentración de la policía secreta de
Estado. Soy consciente de que esto puede sucederme hoy también a mí…» Y
no duda en desenmascarar frente a todos las viles intenciones de la Gestapo,
considerándola responsable de todas las violaciones de la más elemental
justicia social: «El comportamiento de la Gestapo
daña gravemente a amplísimos estratos de la población alemana… En nombre del
pueblo germánico honesto, en nombre de la majestad de la justicia, en el
interés de la paz… yo levanto mi voz como hombre alemán, como ciudadano
honrado, como ministro de la religión católica, como obispo católico, yo grito:
¡exijamos justicia!».
Este es sólo un ejemplo, tal vez de los más hermosos que nos legó la
historia. Junto al suyo, muchos otros cristianos se callaron la boca. Tuvieron
miedo. O simplemente pensaron que no era problema de ellos; era una pelea que
no les incumbía. ¿Es eso pecado? Sí, es uno
de los dos pecados que cometió Caín. El primero fue el fratricidio. El segundo
fue sostener una mentira gigantesca que destruye la base de toda sociedad:
decir que no somos responsables ni guardianes de la sangre de nuestros
hermanos. Este segundo pecado es el que cometen los que se callan cuando hay
que hablar para salvar al inocente. Aunque no podamos salvarlo, aunque sólo
podamos patalear para que no lo asesinen contando con nuestra mudez.
Queridos hermanos, el silencio, la pereza, la desidia o el miedo de
estos cristianos dio por resultado la muerte de menos diez millones de
inocentes (judíos la mayoría, pero también un innumerable número de gitanos,
discapacitados, sacerdotes, religiosas y religiosos, católicos, etc.). Esto
pasó hace 50 años.
Dentro de 50 años o mucho menos tal vez también seamos juzgados nosotros
por nuestra actitud ante el más grande genocidio que ha conocido la historia de
la humanidad: el del aborto y la eutanasia que revive en nuestro tiempo la
misma mentalidad pagana del nazismo y de los campos de exterminio comunistas.
Cada año este crimen deja 60 millones de muertos (teniendo en cuenta sólo los
abortos quirúrgicos que pueden llegar a cerca de 500 millones con los abortos
provocados por píldoras abortivas y otros dispositivos); víctimas que tienen
como característica el ser niños, inocentes, no haber cometido mal alguno, no
tener capacidad de defenderse y ser el futuro de nuestro mundo. A esto se suma
el creciente fenómeno del homicidio/suicidio llamado eutanasia.
HAY DOS SERIES DE PECADOS QUE SE PUEDEN COMETER
RELACIONADOS CON ESTE CRIMEN:
(1) Ante todo, todos los pecados que se relacionan directamente con este
homicidio cualificado: el practicar un aborto, el ayudar a realizarlo, el
pedirlo, el aconsejarlo, el votarlo o hacer campañas a favor del mismo, el
presionar para que alguien lo realice. Muchos de estos casos incluso conllevan
cuando se reúnen ciertas condiciones la pena de excomunión automática, además
de encuadrarse como pecado gravísimo. Más grave que todos estos es el reclamar
o simplemente postular que el aborto “es un
derecho” de la mujer . En seguida diré algo más al respecto.
(2) El otro pecado es callarse ante este mal; no hacer nada para intentar
detenerlo; pensar que no nos toca o que no es asunto nuestro; no apoyar a
quienes dan la cara para frenar esta tragedia colectiva, o peor todavía
considerar que quienes luchan contra el aborto y ponen la cara son imprudentes
o fanáticos, o hacernos eco de la prensa que los despedaza, por estar ella
involucrada con los que manejan las campañas abortistas. Ejemplo notable
tenemos en la valiente carta de Mons. Baseotto contra el aborto dirigida al
Ministro de Salud Gines González y todas las criticas que ha desatado por parte
del Gobierno incluso pidiendo su destitución a la Santa Sede, incluso
haciéndole decir cosas que no ha dicho y cambiándole el verdadero sentido a sus
palabras. En un caso como este, guardar silencio puede ser pecado. No olvidemos
que el pedido de perdón de la Iglesia por la mala actitud de algunos católicos
ante la persecución nazista se debió a que se quedaron callados; ellos no
asesinaron a nadie ni entregaron a nadie al perseguidor; simplemente miraron el
espectáculo como si no fuese problema de ellos. A los que hablaron (como mons.
von Galen) los persiguieron y algunos terminaron en la cárcel, como suele
ocurrir en los tiempos difíciles.
Por tanto, es nuestro deber recordar las grandes
verdades sobre este tema que podemos resumir en los siguientes puntos:
1º Matar al inocente es un pecado abominable.
2º Asesinar al inocente indefenso, siendo niño,
enfermo, anciano o discapacitado es un pecado más abominable aún.
3º Cuando los que lo asesinan o piden su muerte son
sus padres, sus hijos, sus parientes, éste se convierte en un pecado que no
tiene nombre.
4º Cuando los que lo practican son los que se han
comprometido a defender la vida, a curar, a aliviar el dolor, como son los
médicos y enfermeros, conlleva además la traición de sus juramentos y horroriza
al cielo.
5º Cuando los que trabajan por imponer una pena de
muerte al inocente, como es este caso pues se condena a muerte por venir al
mundo, por ser enfermo, por estar postrado o por ser deficiente, cuando los que
hacen esto son los Gobernantes, entonces es probable que Dios entregue a esa
Nación a su propia destrucción.
6º Y finalmente, cuando se defiende no sólo el
aborto sino la existencia de un “derecho a abortar” o un “derecho a que se
practique la eutanasia” se comete no sólo un pecado contra la vida y el quinto
mandamiento de la ley divina, sino que además se incurre en una herejía porque
está revelado como consta en la Tradición y el Magisterio de la Iglesia que no
existe derecho a matar al inocente. Y en esto entramos en otro terreno, pues el
que comete pecado de herejía destruye la fe en su alma, aunque por fuera se
siga llamando católico. Observemos que no estoy hablando aquí del que hace o
pide un aborto sabiendo que hace algo abominable ante Dios, sino del que
defiende “la existencia de un derecho” a hacer el mal del aborto o de la
eutanasia. Eso ya afecta a la fe.
Queridos hermanos, no todos tenemos las mismas posibilidades de decir
estas cosas, pero ha llegado el momento en que debemos buscar el modo de que
nuestras convicciones no queden guardadas en nuestro corazón. El que pueda
proclamarlo desde el púlpito o desde la cátedra debe hacerlo; el comerciante
que pueda decirlo o hacerlo leer a sus clientes debe hacerlo, aunque no sepa
encontrar otro modo que empapelar las paredes y vidrieras de su negocio con
estas verdades; la ama de casa que no tenga otro medio, al menos puede decirlo
a sus vecinas y defender el más sagrado de los dones naturales que Dios nos ha
dado. Cada uno verá el modo. Lo que no se puede es callar.
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