Te basta mi gracia, dijo Jesús a
Pablo cuando un sinnúmero de tribulaciones, pruebas y sufrimientos a causa de
su misión, se abatían sobre todo su ser dejándole al filo del desmayo anímico,
psicológico y físico. No fueron pocas las veces que el apóstol se sintió al
límite de sus fuerzas o, como diría el salmista, “a punto de resbalar” (Sl
38,18). Tantas otras veces el Señor le habló, le confortó y, sobre todo, le
levantó de sus tristezas y debilidades en los términos a los que ya hemos hecho
alusión: “te basta mi gracia”.
Volveremos más adelante sobre
esta experiencia de Pablo, de incalculable riqueza para él y también para los
que vemos, en su discipulado y ministerio pastoral, un espejo en el que
mirarnos. Decimos que es un espejo no tanto para que le imitemos tal y como es,
pues el Señor Jesús es totalmente original y no forma –como Maestro que es–
ningún discípulo igual a otro, cuanto para tener en cuenta las líneas maestras
que diseñó en él en vistas a su seguimiento y pastoreo.
Partimos de la confesión de su
llamada, la misión recibida para anunciar el Evangelio a los gentiles y que le
llevó a romper todas sus fronteras, no sólo las geográficas sino también las
culturales, étnicas e incluso el sustrato más que milenario propio de su
pertenencia al pueblo elegido; ninguna frontera fue lo suficientemente
inexpugnable como para frenar su impulso misionero. Oigamos su testimonio:
“…Cuando Aquel que me separó desde el seno de mi madre y me llamó por su
gracia, tuvo a bien revelar en mí a su Hijo, para que le anunciase a los gentiles…
me fui a Arabia, de donde nuevamente volví a Damasco…” (Gá 1,15–17).
El apóstol testifica que Dios se fijó en él, le
llamó por su gracia. Pablo ha hallado gracia a los
ojos de Dios. Ésta no es un don estático: lleva consigo la revelación
progresiva del misterio del Hijo de Dios. Analizamos el verbo revelar en su más
genuino sentido, que apunta a un manifestar, hacer partícipe a otro, desvelar,
un secreto. Este significado, en nuestro ámbito cultural, alcanza una dimensión
inimaginable si tenemos en cuenta que es Dios quien se revela, es decir, quien
manifiesta, hace partícipe o desvela a alguien su secreto: ¡su Misterio! En
realidad estamos hablando de Dios–Palabra que se confidencia con los suyos
abriendo sus oídos interiores, sembrando en sus corazones su Sabiduría, a fin
de que puedan anunciar, como pastores que son: “lo que ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni al corazón del hombre llegó, lo
que Dios preparó para los que le aman” (1Co 2,9).
Ya hemos dicho que la gracia de
Dios no es estática, y que, en el mismo sentido, tampoco lo es su revelación,
la que nos ofrece por medio de su Palabra. En realidad estamos hablando del
mismo hacer, actuar, de Dios en el hombre. Juan, en el Prólogo de su Evangelio,
nos dice que el Hijo de Dios es la plenitud de la gracia y la verdad (Jn
1,14b). Plenitud que se vierte en nosotros “gracia tras gracia” (Jn 1,16).
Gracia tras gracia, así es como
Pablo fue creciendo como discípulo y como apóstol. Sabe que la experiencia de crecimiento en la fe y
en el amor que se está operando en él por medio de la gracia es tan
personalizante que es como si fuera una entidad propia que convive con él
haciendo parte de su ser: “Por la gracia de Dios, soy lo que soy; y la gracia
de Dios no ha sido estéril en mí” (1Co 15,10a).
P.Antonio Pavía
No hay comentarios:
Publicar un comentario