Consumir las hostias podría ser
peligroso, pues no habían sido pocos los casos de envenenamiento de sacerdotes
y el morisco podría haber fingido su arrepentimiento. Y si realmente estaban
consagradas destruirlas sería un sacrilegio. Entonces decidieron ponerlas en
una relicario de plata mientras esperaban que el sol las deteriorase.
El
recorrido del milagro eucarístico de Alcalá ha sido largo, concluyéndose
misteriosamente durante la guerra de 1936.
El rostro de la Europa católica fue cambiando rápidamente del siglo XV al siglo XVI. En España, la dominación musulmana primero, la expulsión de los judíos de la península después y, por último, la cuestión protestante habían sacudido profundamente el equilibrio nacional.
Estamos en los últimos años del reinado de Felipe II; más concretamente, en el año 1597. El 1 de mayo, en Alcalá de Henares, en el colegio jesuita conocido como parroquia de Santa María, un morisco se acercó al confesional y declaró al Padre Juan Juarez que había profanado, con algunos cómplices, varias iglesias sustrayendo del tabernáculo algunas hostias consagradas. El hombre, arrepentido, había conseguido salvar veinticuatro de ellas de la destrucción y se las entregó al jesuita envueltas en una hoja de papel.
Frente a este robo los jesuitas se preguntaron cómo debían actuar. Consumir las hostias podría ser peligroso, pues no habían sido pocos los casos de envenenamiento de sacerdotes y el morisco podría haber fingido su arrepentimiento. Y si realmente estaban consagradas destruirlas sería un sacrilegio. Entonces decidieron ponerlas en una relicario de plata mientras esperaban que el sol las deteriorase. Sin embargo, once años más tarde las hostias seguían intactas y los jesuitas, que hasta ese momento habían conservado un gran silencio sobre este hecho, empezaron a mostrar más interés sobre este suceso. Decidieron añadir a las veinticuatro hostias incorruptas otras no consagradas y trasladarlas a un sótano, pensando que la humedad habría favorecido el proceso de descomposición. Efectivamente, unos meses más tarde, en un control se vio que las hostias no consagradas estaban deterioradas, mientras las otras estaban aún perfectamente conservadas.
Esperaron otros seis años y un nuevo control demostró la perfecta conservación de las veinticuatro hostias.
Entonces, el Padre Luis de Palma, que además de ser un hombre de gran virtud era en esos años el provincial de la Orden, decidió hacer público el milagro. Se llevaron a cabo otras investigaciones y el Dr. Garcia Carera, médico personal del rey, y otros teólogos redactaron un informe.
Todos convinieron la veracidad del hecho prodigioso y en 1619 las autoridades competentes concedieron el permiso oficial de culto. El año siguiente, el 25 de abril de 1620, hubo una procesión ciudadana que terminó con la solemne y pública adoración de las hostias milagrosas en la que participó el rey, Felipe III, con toda la familia real.
La presencia de este hecho milagroso marcó el destino de la ciudad de Alcalá, que no dejó de implorar la intervención divina en mil circunstancias de la vida, apoyándose en la poderosa intercesión de este milagro continuo. Por ejemplo, Alcalá se salvo de una terrible sequía en 1622 y, posteriormente, de una inundación en 1626.
En 1777, tras la expulsión de los jesuitas de España, Carlos III quiso trasladar las hostias sagradas a la Catedral. Situadas en el altar mayor, permanecieron expuestas durante un siglo y medio y fueron objeto de adoración y veneración por todo tipo de gente: españoles y extranjeros, nobles y gente común. Ni siquiera los desórdenes debidos a la tormenta napoleónica impidieron el culto: ante las sagradas hostias se arrodilló incluso José Bonaparte en 1810.
Pero llegó el año 1931, cuando el gobierno de la Segunda República prohibió toda forma de procesión pública. El culto continuó entre las paredes de la catedral, pero el clima se deterioró hasta explotar en la terrible guerra civil española de 1936.
El 22 de julio de ese mismo año las hostias desaparecieron. Fueron muchas las iglesias destruidas o dañadas, muchos los ornamentos sagrados robados y más aún las píxides profanadas, por lo que se pensó que el valioso relicario había sufrido el mismo destino. Sin embargo, después de la guerra, se sostuvo que tres sacerdotes, temiendo lo peor, habían decidido esconder las hostias milagrosas. Eran don Pedro García Izcaray, don Eduardo Ardiaca y don Pablo Herrero Zamorano y los tres fueron barbaramente asesinados, desapareciendo con ellos para siempre el recuerdo del refugio de las sagradas hostias.
Muchos esperan que más pronto o más tarde se pueda hallar este maravilloso tesoro de la fe. Ciertamente, el misterio de las hostias de Alcalá da que pensar. Tal vez el Señor espera la vuelta a la fe verdadera de la que hasta hace tiempo era la muy católica España, para manifestarse de nuevo. Tal vez las hostias, sepultadas en la memoria de los tres fervorosos sacerdotes, son como la levadura en la masa y desde su escondite quieren hacer levitar la masa de la cultura española. Tal vez es precisamente la duda de que las sagradas hostias puedan estar escondidas en algún lugar difícil lo que hace que continue la memoria de su milagro. Por lo tanto, aunque han desaparecido de la vista, estas hostias brillan aún en el corazón y en la historia de la nación.
© La Nuova Bussola Quotidiana
(Traducción de Helena Faccia Serrano, Alcalá de Henares)
El rostro de la Europa católica fue cambiando rápidamente del siglo XV al siglo XVI. En España, la dominación musulmana primero, la expulsión de los judíos de la península después y, por último, la cuestión protestante habían sacudido profundamente el equilibrio nacional.
Estamos en los últimos años del reinado de Felipe II; más concretamente, en el año 1597. El 1 de mayo, en Alcalá de Henares, en el colegio jesuita conocido como parroquia de Santa María, un morisco se acercó al confesional y declaró al Padre Juan Juarez que había profanado, con algunos cómplices, varias iglesias sustrayendo del tabernáculo algunas hostias consagradas. El hombre, arrepentido, había conseguido salvar veinticuatro de ellas de la destrucción y se las entregó al jesuita envueltas en una hoja de papel.
Frente a este robo los jesuitas se preguntaron cómo debían actuar. Consumir las hostias podría ser peligroso, pues no habían sido pocos los casos de envenenamiento de sacerdotes y el morisco podría haber fingido su arrepentimiento. Y si realmente estaban consagradas destruirlas sería un sacrilegio. Entonces decidieron ponerlas en una relicario de plata mientras esperaban que el sol las deteriorase. Sin embargo, once años más tarde las hostias seguían intactas y los jesuitas, que hasta ese momento habían conservado un gran silencio sobre este hecho, empezaron a mostrar más interés sobre este suceso. Decidieron añadir a las veinticuatro hostias incorruptas otras no consagradas y trasladarlas a un sótano, pensando que la humedad habría favorecido el proceso de descomposición. Efectivamente, unos meses más tarde, en un control se vio que las hostias no consagradas estaban deterioradas, mientras las otras estaban aún perfectamente conservadas.
Esperaron otros seis años y un nuevo control demostró la perfecta conservación de las veinticuatro hostias.
Entonces, el Padre Luis de Palma, que además de ser un hombre de gran virtud era en esos años el provincial de la Orden, decidió hacer público el milagro. Se llevaron a cabo otras investigaciones y el Dr. Garcia Carera, médico personal del rey, y otros teólogos redactaron un informe.
Todos convinieron la veracidad del hecho prodigioso y en 1619 las autoridades competentes concedieron el permiso oficial de culto. El año siguiente, el 25 de abril de 1620, hubo una procesión ciudadana que terminó con la solemne y pública adoración de las hostias milagrosas en la que participó el rey, Felipe III, con toda la familia real.
La presencia de este hecho milagroso marcó el destino de la ciudad de Alcalá, que no dejó de implorar la intervención divina en mil circunstancias de la vida, apoyándose en la poderosa intercesión de este milagro continuo. Por ejemplo, Alcalá se salvo de una terrible sequía en 1622 y, posteriormente, de una inundación en 1626.
En 1777, tras la expulsión de los jesuitas de España, Carlos III quiso trasladar las hostias sagradas a la Catedral. Situadas en el altar mayor, permanecieron expuestas durante un siglo y medio y fueron objeto de adoración y veneración por todo tipo de gente: españoles y extranjeros, nobles y gente común. Ni siquiera los desórdenes debidos a la tormenta napoleónica impidieron el culto: ante las sagradas hostias se arrodilló incluso José Bonaparte en 1810.
Pero llegó el año 1931, cuando el gobierno de la Segunda República prohibió toda forma de procesión pública. El culto continuó entre las paredes de la catedral, pero el clima se deterioró hasta explotar en la terrible guerra civil española de 1936.
El 22 de julio de ese mismo año las hostias desaparecieron. Fueron muchas las iglesias destruidas o dañadas, muchos los ornamentos sagrados robados y más aún las píxides profanadas, por lo que se pensó que el valioso relicario había sufrido el mismo destino. Sin embargo, después de la guerra, se sostuvo que tres sacerdotes, temiendo lo peor, habían decidido esconder las hostias milagrosas. Eran don Pedro García Izcaray, don Eduardo Ardiaca y don Pablo Herrero Zamorano y los tres fueron barbaramente asesinados, desapareciendo con ellos para siempre el recuerdo del refugio de las sagradas hostias.
Muchos esperan que más pronto o más tarde se pueda hallar este maravilloso tesoro de la fe. Ciertamente, el misterio de las hostias de Alcalá da que pensar. Tal vez el Señor espera la vuelta a la fe verdadera de la que hasta hace tiempo era la muy católica España, para manifestarse de nuevo. Tal vez las hostias, sepultadas en la memoria de los tres fervorosos sacerdotes, son como la levadura en la masa y desde su escondite quieren hacer levitar la masa de la cultura española. Tal vez es precisamente la duda de que las sagradas hostias puedan estar escondidas en algún lugar difícil lo que hace que continue la memoria de su milagro. Por lo tanto, aunque han desaparecido de la vista, estas hostias brillan aún en el corazón y en la historia de la nación.
© La Nuova Bussola Quotidiana
(Traducción de Helena Faccia Serrano, Alcalá de Henares)
No hay comentarios:
Publicar un comentario