martes, 18 de septiembre de 2012

NUESTRO CONCEPTO DEL CIELO



 
La gente ha discutido por siglos acerca del Cielo. Algunos dicen que es un lugar y otros que es un estado, pero la Escritura no habla de las dos cosas. Nos dice en muchos lugares que el Reino de los Cielos está en nosotros y entre nosotros. Jesús nos dice “Nadie ha subido al Cielo sino Aquél que ha venido del Cielo, el Hijo del hombre que está en los Cielos”. (Jn 3, 13)

Allí tenemos una clara indicación de que el Cielo es ambas cosas a la vez, un lugar y un estado del alma. Jesús vino del Cielo, y por su unión con el Padre, a la vez estaba en el Cielo.

Lo mismo ocurre con nosotros. Cuando guardamos su Palabra, Él hace morada en nosotros, y eso es el Cielo en la tierra, el Reino en nosotros. (Jn 14, 23)

Cuando morimos y nuestras almas dejan el cuerpo para esperar la Segunda Venida, Jesús nos promete un lugar para vivir. “Ahora me voy a prepararles un lugar, y después que me haya ido y les haya preparado una morada, vendré de nuevo y los llevaré conmigo, de modo que donde esté Yo ahí también ustedes estén.” (Jn 14, 2-3)

En la muerte, vemos a Jesús frente a frente. Viene por nosotros, porque durante toda nuestra vida, a través de dolores y alegrías, nos prepara un lugar de gloria en su Reino. Echa mano a todo para que nos conformemos con Él y habremos de tomar nuestro lugar en el Reino de acuerdo a la claridad de Su imagen en nuestras almas. Hay muchas moradas en la casa de su Padre y la gloria diferirá de la gloria como las estrellas difieren entre ellas.

Jesús utilizó varias parábolas para mostrarnos a qué se asemejaba el Reino de los Cielos, pero la mayoría nos muestra solo el bosquejo de la construcción, un edificio incompleto y sin acabados.

La razón de esto es que el Señor nos está hablando de diversos aspectos del mismo Reino de los Cielos. Donde está Dios, ahí está el Cielo y como Dios está en todas partes, el Cielo está en todas partes.

Debemos recordar que no hay tres cielos, sino sólo uno. Vivimos las dos primeras fases de aquél mientras peregrinamos en la tierra, y la tercera fase en el Reino Eterno.

Nuestro concepto del Cielo, con toda su gloria, y nuestra percepción de las miserias en nosotros y a nuestro alrededor, hace de la idea de un cielo aquí en la tierra algo irreal y exagerado.

Nadie se atrevería a pensar en la posibilidad de algo semejante a un cielo en la tierra, pero desde que Jesús lo revelara, debemos entender a qué se refería.

La primera cosa que pensamos del Cielo es el Amor que debe reinar en él. Amaremos a todos y seremos amados por todos, el amor será completamente desinteresado, amaremos tal como Dios ama.

Todos seremos transformados de individuos centrados en nosotros mismos hijos centrados en Dios, nos veremos como Él nos ve y nos conoceremos como Él nos conoce.

Nuestra voluntad estará completa y totalmente unida a Dios, nunca vacilará ni buscará alejarse de su camino.

Nuestra memoria estará en paz, no nos atormentará más con complejos de culpa, resentimientos ni con la suma de pasadas ofensas, se alegrará con sus debilidades pasadas mientras bendice la Misericordia de Dios que ha sido tan generosa con ella.

Nuestra inteligencia entenderá los misterios más profundos con facilidad, deleitándose en los confines de saber ilimitados que puede recorrer mientras aprende constantemente nuevas cosas sobre Dios y sus gloriosas acciones.

Seremos libres, verdaderamente libres, de aquellas pasiones irrefrenables que generan turbación en nuestras almas, libres de aquellas emociones incontrolables que nos llevan de la exaltación de la desesperación, libres de la dependencia desordenada de los amigos y del odio de nuestros enemigos.

Nos pararemos firmes y sin temor ante quien sea y ante lo que sea. La muerte y todas las rupturas que nos había impuesto se habrán ido para siempre. El temor será desconocido e inexistente en aquel lugar, nuestra porción serán solo una perfecta paz y una amorosa serenidad, y esto para siempre.

Veremos a Dios en todo y en todos, y las criaturas más excelsas, la gran multitud de ángeles serán nuestros más íntimos amigos.

El Reino entre nosotros depende del Cielo en cada miembro de la Comunidad Cristiana, debe empezar adentro antes de alcanzar a los demás. No puede haber ninguna clase de contacto entre el bien y el mal, entre la virtud y el vicio.

Nuestra naturaleza humana anhela el amor y estar al lado de aquel que ama, de modo que el desear a Dios y el Cielo es algo natural y sobrenatural a la vez, anhelar el Amor y la posesión de dicho Amor, anhelar la unión y el lugar en donde dicha unión sea perfecta. Jesús nos ha pedido que guardemos las palabras del Padre de modo que podamos vivir en la Casa del Padre, porque este es el fin de la Creación y la meta de nuestra peregrinación.

Jesús nunca olvidó a su Padre o a su hogar, así que debemos seguir sus pasos y contemplar el lugar al que Él nos conduce.

Es difícil concebir las alegrías del Cielo ya que todas las alegrías que experimentamos en esta vida son de corta duración, éstas son aplacadas por la conciencia de que siempre vendrá alguna pena.

En el Cielo esto no habrá de ocurrir. Nuestra alegría será completa y eterna, nunca será menguada por ninguna tristeza, porque no habrá más penas. “Dios secará todas las lágrimas de nuestros ojos, no habrá más muerte ni habrá llanto ni tristezas.”(Ap 21, 4)

Cuando estas lágrimas hayan sido enjuagadas por la Mano de Dios, veremos su rostro y contemplaremos lo que ningún ojo ha visto o imaginado. La Belleza y la Alegría de aquel momento son tan exquisitas que sólo el alma inmortal, separada del cuerpo en la muerte, podrá verlas y vivir.

Es una luz tan brillante y una belleza tan deslumbrante, que el alma creada sería aniquilada por aquella visión, si es que Dios no le hubiera dado la gracia, la divina participación en su propia naturaleza, un don por el cual esta alma es capaz de “cargar el peso de la Gloria Eterna”. (2 Cor 4, 17)

Saber que somos amados totalmente y sin límites por tal Dios llenará nuestras almas con una alegría que no podemos concebir.

La alegría de todas las alegrías se dará cuando Dios escriba Su nombre sobre nuestras frentes y nos dé a nosotros un nombre misterioso, que sólo Dios y nosotros podremos entender. (Ap 22, 4; Is 62, 2)

En el Cielo nuestra alegría será acrecentada por la presencia de nuestros seres queridos, de conocidos y de personas de las que hemos leído u oído hablar. Seremos felices al verlos y ellos se alegrarán también por nuestra presencia en medio de ellos.

Cada uno en el Cielo irradia a Dios en una forma y en un grado distintos, cada uno tendrá el mismo grado de amor y de unión que tuvo en el momento de su muerte. Cuando morimos, dejamos de ganar méritos, dejamos de usar nuestros talentos, es el tiempo de la recompensa o el castigo. Cualesquiera que hayan sido los talentos que recibimos, usamos y fructificamos, serán nuestros para toda la Eternidad. Seremos recompensados según la medida en que nuestra voluntad escogió a Dios por encima de nosotros y del mundo.

Esto significa que nuestra capacidad de amar y nuestra alegría serán dispuestas de una vez para siempre y que irradiaremos a Jesús de una forma distinta.

Recibiremos un “denario” (El Cielo) por salario, pero cada uno disfrutará de la Gloria del Cielo según haya sido su capacidad de amar.

Lo mismo ocurre en el mundo. Todos vivimos en el mismo planeta, sin embargo cada cual tiene una personalidad, una inteligencia, virtudes y talentos diferentes. Todos hemos recibido el denario de la vida pero cada uno lo usa de distinto modo.

No importa lo que poseamos en este mundo, es la manera como usamos de ello lo que cuenta. Jesús nos advirtió de juzgar el Cielo con parámetros del mundo, porque el primero en éste puede ser el último en aquél.

La alegría de aquellos que han sufrido mucho será mayor que la de aquellos que no han sufrido tanto.

La alegría de aquellos que han amado mucho será mayor que la de aquellos que han amado menos.

Porque nuestra alegría en el Cielo tiene a Dios por fuente, será eterna en duración e ilimitada en su capacidad. Será siempre nueva porque siempre habrá algo nuevo de que alegrarse.

No habrá nada que la opaque o disminuye, porque a diferencia de la alegría en la tierra que brota de personas y cosas en constante cambio, esta alegría es como Dios, inmutable, porque brota de una fuente infinita de belleza y de amor.

El asunto de qué cosa haremos en el Cielo ha preocupado a millones de personas a lo largo de los siglos. Aunque pensamos en el Cielo como en un lugar de descanso, ciertamente éste no será el lugar del “no hacer nada”.

Olvidamos con frecuencia que todo lo que vemos, sea animado o inanimado, es una manifestación visible del trabajo de nuestro Dios invisible. Nos hemos acostumbrado tanto a los árboles, las montañas, el cielo, el aire, el agua, las flores, los animales, los vegetales y a las personas que ya no las contemplamos como lo que son: una obra maestra de Dios.

Pero será mejor, antes de seguir adelante, examinar lo que entendemos por “trabajo”. La palabra “trabajo” usualmente significa desgaste, fatiga y esfuerzo físico, todos engranados para el cumplimiento de una meta. Esta meta es la preservación de la vida, por lo que producimos alimentos para poder comer, ropa para vestirnos, dinero para gastar, y joyas para comprar y bienes para poseer. La idea de un trabajo en el cielo es infeliz ya que el trabajo físico es algo que detestamos empezar y anhelamos terminar.

El trabajo físico que necesitamos para sobrevivir es el más bajo en la jerarquía. Existe por ejemplo, un trabajo intelectual que realizamos para adquirir conocimientos, guardarlos en nuestra memoria y transmitírselo a los demás.

Existe también un trabajo espiritual por el cual no solo somos iluminados sino también transformados.

De hecho, todo trabajo tiene el poder de transformar, cambiar cosas o personas. La diferencia estriba en que mientras el trabajo físico y el intelectual cambian las cosas, el espiritual cambia las almas.

En el Cielo, observaremos a nuestros seres queridos aún en la tierra y rezaremos por ellos. Nuestras oraciones en el cielo serán totalmente desinteresadazas y unidas a la Voluntad de Dios, sin mancha de temor, incertidumbre o duda. Pediremos y conoceremos la razón por la cual algunas de nuestras oraciones no son atendidas y nos maravillaremos ante Su Amor y Su Sabiduría.

Usualmente, Dios nos dará el permiso y el poder para ayudar a los que están en la tierra conduciendo de modo invisible sus caminos hacia los caminos de Dios. Seremos capaces de combatir a los espíritus malignos cuando tienten a los que amamos, pelearemos como hijos de Dios, con poder y sin temor, rechazando a aquellos enemigos de Dios y aclarando triunfalmente el camino de aquellos aún en el Reino de la Tierra para que caminen en paz. Continuaremos trabajando para el Reino hasta que la última oveja entre en el redil.

Tenemos un ejemplo de esto en el libro de Daniel. Vemos como el Arcángel Gabriel, a quien se le encomendó una nación para que la protegiera y cuidara, encontró la oposición de un ángel a quien se le había encomendado un pueblo rival. (Dan 10, 13-19)

Vemos este asombroso acontecimiento con espíritu de incredulidad, pero solo porque nos falta entender el Amor y el Poder de Dios. En nuestra soberbia, rechazamos cualquier concepto de un espíritu puro y cuando los vemos trabajando por nuestra salvación, pensamos que son simples cuentos de hadas.

Gabriel había sido enviado por Dios para avisar a Daniel acerca de la futura guerra entre Israel y los pueblos paganos que lo rodeaban. La profecía del Ángel anunciaba que los soldados de estas naciones paganas tenían miedo, porque temían que el tiempo para que sus gentes se arrepintieran fuera muy corto.

El Príncipe de Persia trataba de ganar tiempo desesperadamente para que su nación se arrepintiera, y por ello resistía a Gabriel. Esto nos muestra como el destino de las naciones es solo conocido por Dios y mientras la voluntad de Dios permanecía escondida para ellos, estos ángeles guardianes perseveraban intercediendo y protegiendo a sus pueblos.

Cuando el ángel Gabriel fue enviado a Daniel para darle este mensaje, dejó a Miguel en su reemplazo mientras que estos dos príncipes imploraban al Altísimo por sus pueblos.

Al leer estas palabras, nos sentimos contemplando el Cielo, un Cielo lleno de espíritus totalmente entregados a Dios pero a la vez preocupados por nuestro bienestar terrenal. También nosotros estaremos preocupados por el bienestar de nuestros hermanos en la tierra y rezaremos por ellos con amor y empeño.

A diferencia de nuestro interés en la tierra, nuestra preocupación en el cielo estará basada en un conocimiento perfecto de su condición y de sus sufrimientos, y de cómo estos sufrimientos acrecientan su gloria eterna. Trabajaremos por su salvación y haremos lo que Dios nos asigne.

Servir es trabajar y el trabajo que hacemos aquí, tan teñido de orgullo, ambición, fatiga y esfuerzo, será transfigurado y se volverá un trabajo desinteresado, determinado, exento de fatiga y de esfuerzo.

No debemos comparar el trabajo del Cielo con el trabajo o los talentos que tenemos en la tierra. El tipo de trabajo que hacemos aquí es necesario para este mundo material, los talentos que poseemos corresponden a nuestra existencia terrenal.

Solemos mirar al Cielo con los ojos de este mundo y nos confundimos. Para muchos de nosotros, el Cielo es un lugar de descanso eterno, de ausencia de trabajo, de sueño inalterado.

Pero ese no es el Cielo que observamos en las Escrituras y si vamos a cambiar de lugar, de la tierra al Cielo; cambiar nuestra forma de ser, a ser semejantes a Cristo; y cambiar nuestros nombres, el nuestro por uno nuevo, también cambiaremos de trabajo, de uno mundano a uno celestial.

En el Cielo cantaremos con los labios, con la mente y con el corazón, porque contemplaremos a la Belleza Infinita cara a cara, y cantaremos cánticos nunca antes cantados, cantos en el Espíritu, espontáneos, que fluirán libres, ricos en melodía, agradables y personales.

Cantaremos solos las misericordias del Señor en nuestras vidas y cantaremos unidos su Victoria y su Poder.

Aquellos en la tierra que no tuvieron una hermosa voz, que nacieron sordos o mudos, cantarán y oirán la más hermosa de las melodías.

El sordo escuchará tonadas y canciones que otros nunca habrán de oír porque Dios es justo y su Justicia les retribuirá el haber estado incapacitados con sonidos y música que nunca antes han oído.

Nosotros en la tierra, miramos a aquellos que no pueden escuchar con simpatía, pero en el Cielo, donde los últimos serán los primeros, sus almas serán saciadas con las más exquisitas melodías por toda la eternidad. Olvidarán el dolor de su privación terrena apenas escuchen una voz por primera vez ¡la voz de Dios!

¿Quién podrá describir la gloria de aquel momento? El momento en que una persona que nació ciega, sorda, o muda, contemple a Dios, escuche a Dios y hable con Él.

Publicado por Wilson f.

No hay comentarios: