sábado, 29 de septiembre de 2012

DESEOS ILÍCITOS O IMPUROS



Los seres humanos somos un manejo de deseos. Los deseos son siempre la antesala del acto humano. Todo acto que realiza el hombre, siempre han sido anteriormente generado por un deseo. El deseo de obtener algo, sea un bien material o un bien espiritual es el que pone en funcionamiento nuestra voluntad de actuación, nuestra voluntad de realización de un acto o los actos que sean necesarios realizar, para llegar a obtener el bien que se desea.

Tener un deseo mental no buscado ni consentido no es pecar, ni tampoco ofende al Señor, aunque sea ilícito o impuro el contenido de ese deseo. Desear sin consentimiento, en principio no es pecar ni ofender al Señor, siempre que no medie la voluntad humana de querer convertir el deseo en una realidad, y si esto no es posible, solazarse mentalmente, en el deseo impuro que no se puede realizar, por la razón que sea. Pero mientras no intervenga nuestra voluntad, es decir mientras el deseo que se genera en nuestra mente es involuntario, no ofendemos al Señor si es que el deseo es de carácter ilícito o impuro.

En la entrada en nuestra mente, de deseos ilícitos o impuros, tiene mucho que ver con nuestra tendencia a la concupiscencia, que todos tenemos desde nuestro nacimiento y que el sacramento del bautismo no nos la elimina. Es esta una tendencia al mal, que nos dificulta la realización del bien. Hay autores que califican a la concupiscencia como una rebelión de la carne frente a nuestro espíritu, en otras palabras el enfrentamiento entre los deseos de nuestro cuerpo y los de nuestra alma. El Señor, llevó a cabo nuestra Redención, pero ella solo nos libra del pecado, pero no de la flaqueza de nuestro cuerpo y de la concupiscencia.

Los diccionarios de las distintas lenguas, definen la concupiscencia, como: una inclinación natural humana a gozar de los placeres terrenales y particularmente de los placeres sensuales. El término concupiscencia tiene su raíz en el latín, viene de concupiscere que quiere decir codiciar, ansiar vivamente. El origen de la concupiscencia o tendencia al mal del ser humano, hay que buscarlo en el pecado original de nuestros primeros padres. El Abad Baur, nos dice: “Existe el pecado original. De él arranca la perversidad del corazón humano, de la que todos nos resentimos. (…) Del pecado original nació la concupiscencia, el afán desordenado de las posesiones terrenas (concupiscencia de los ojos), de los goces y placeres mundanos y sensuales (concupiscencia de la carne), del honor y del poder y de la distinción social (concupiscencia del espíritu)”.

El parágrafo 1.707 del Catecismo de la Iglesia católica, nos dice: “El hombre, persuadido por el maligno, abusó de su libertad, desde el comienzo de la historia" (GIS 13,1). Sucumbió a la tentación y cometió el mal. Conserva el deseo del bien, pero su naturaleza lleva la herida del pecado original. Ha quedado inclinado al mal y sujeto al error. De ahí qué el hombre esté dividido en su interior. Por esto, toda vida humana, singular o colectiva, aparece como una lucha, ciertamente dramática, entre el bien y el mal, entre la luz y las tinieblas (GIS 13,2)”.

Es por ello que los deseos ilícitos o impuros, vengan a nuestra mente continuamente. El problema consiste en no dejarlos pasar, oponiéndoles la fuerza de nuestra voluntad, porque el gran instigador de todo es el demonio, que desea que esos deseos nuestros, sirvan de base para realizar actos ilícitos o impuros, pero él necesita que nuestra voluntad se ponga en marcha, y si esta no se pone en marcha, nunca ofenderemos al Señor. La voluntad es una de las tres potencias de que dispone nuestra alma, en ella nosotros somos reyes absolutos, el demonio jamás puede ni podría entra en ella para obligarla. En cuanto al Señor, él desde luego si podría entrar pero jamás lo hará, pues ello sería quebrantar el libre albedrío con el que nos ha creado.

Nosotros somos criaturas libres, creadas por el Amor y para el amor y una de las condiciones básicas que es necesaria que el amor exista, para que se genere amor, es la existencia de libertad, sin libertad no puede nacer el amor. En nuestra vida humana, muy bien sabemos, que nadie puede ser obligado a amar a otra persona. Dios nos necesita libres y por ello nos hizo libres, pues para que le demostremos nuestro amor a Él, es necesario que seamos libres. No olvidemos que aquí nos encontramos para superar una prueba de amor, para demostrarle al Señor que le amamos, porque en definitiva esto es lo único que le interesa de nosotros, que le amemos.

Mi más cordial saludo lector y el deseo de que Dios te bendiga.

Juan del Carmelo

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