PADECE LAS SECUELAS DE UN ACCIDENTE Y ADEMÁS UNA GRAVE ENFERMEDAD NEUROLÓGICA
Pauline padece desde los 13 años las secuelas de un
accidente, a las que se suma una forma grave de la enfermedad de Lyme.
Pauline tiene una historia: “Cómo Dios literalmente transformó todos los
sufrimientos de mi vida en una felicidad profunda, una auténtica alegría y un regalo
enorme”.
DOS
AÑOS DE LUCHA EN SOLITARIO
Hace nueve años, siendo una niña,
sufrió un grave accidente cuando
esquiaba. Cayó sobre la cabeza, con el resultado de un importante traumatismo
craneal, y perdió la memoria durante veinticuatro horas. Las secuelas de aquella caída todavía
perduran hoy.
Pero estaba por llegar lo peor.
Seis meses después de aquellos hechos, le diagnosticaron la enfermedad de Lyme, una infección
bacteriana que se transmite por la picadura de garrapata y que en algunos casos
puede evolucionar hacia dolor articular y muscular grave, disfunciones
cognitivas, somnolencia incontrolable, etc.
Que son justo los que describe
Pauline: “Todos
los días tengo numerosos problemas, sobre todo neurológicos:
-Grandes dolores de cabeza,
como si la tuviera metida en una prensa y la sensación de que se me va a
romper, o bien lo contrario, de que mi cerebro va a estallar;
- Una fatiga extremadamente pesada que
me duerme durante todo el día y tengo que luchar contra el sueño porque me
duermo de golpe y no puedo mantenerme despierta;
- Problemas de equilibrio, por
los que a veces me tienen que ayudar a andar porque no puedo hacerlo por mí
misma;
- Problemas de memoria, de
concentración. De respiración: a veces, a poco que me muevo me agoto y tienen
que ayudarme, por ejemplo, a subir las escaleras.
- Problemas de visión, de audición.
Todo ello, muy incapacitante en el día a día”.
El panorama era desolador: “Estaba destinada a tener estos problemas toda mi vida. Y tenía 13 años. Era un
golpe tremendo”, recuerda Pauline, al contar su historia para Découvrir Dieu.
La alegría de Pauline a
pesar de sus sufrimientos, contada por ella misma.
Para ella comenzó entonces, en
plena adolescencia, “un periodo de combates muy difícil,
porque tenía que afrontar esta violencia que
padecía a diario. Un periodo de desesperación:
yo no rezaba a Dios para que me ayudase, porque quería luchar con mis propias fuerzas, hacía todo lo
que podía para sobrevivir. Y eso me hacía muy infeliz, porque no lo conseguía, era demasiado débil para
afrontar toda esa violencia cotidiana”.
En las manos de Dios
Al cabo de dos años de esta dura batalla, conoció a una persona “a través de la cual se reveló el Señor”. Padecía
la misma enfermedad que ella, pero conseguía lo que ella no: ser feliz. Para
Pauline fue un descubrimiento: “¿Así que sufrir no
te hace necesariamente desdichada?, me dije. Esta persona me explicó que era
Dios quien le daba esa felicidad. Pensé: ‘Hace años que lucho con mis propias
fuerzas y he olvidado confiarme en
Dios’. Y lo cierto es que Él solo quiere una cosa: que me apoye en Él,
que no luche con mis fuerzas sino que descanse en las suyas”.
“Fue así”, continúa, “como Dios realmente vino a mí para decirme: ‘¡Eh, bonita, que estoy aquí! ¡No te olvides de mí! ¡Estoy aquí para ti!’ Lo
comprendí a través de distintos sucesos que pasaron. Y una vez comprendí que
Dios estaba ahí para mí y solo esperaba una cosa, que yo descargase sobre Él
este fardo, que Él lo llevaría por mí… ¡mi vida quedó transformada!”
Los dolores continuaban y aún
continúan, pero empezó a vivirlos “de una forma
totalmente distinta”: “Ya no eran fuente de desesperanza ni de tristeza. Podía
ofrecerlos para, de alguna manera, participar
en los sufrimientos de Jesús camino del Calvario y en la Cruz. ¡Es
un gran misterio! Cada vez que sufro, le digo: ‘Señor, te ofrezco mis
dolores. ¡Tómalos y lánzalos como
flores sobre el mundo!’ Y sé que Él lo hace, me lo ha demostrado más de
una vez”.
“De esta forma”, concluye Pauline, “gracias a esta enfermedad
y a estas secuelas del accidente, encontré un camino de profunda y duradera
felicidad, un camino de alegría. A diario sigue siendo un calvario, pero jamás estoy triste, ¡jamás! Siento una alegría y una paz permanentes,
porque el Señor me ayuda a soportarlo, me ayuda, me empuja, tira de mí, me
lleva. Está conmigo todos los días, a cada paso. ¡Ha sido un descubrimiento
absolutamente maravilloso!”.
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