"Tan pronto como uno esté libre del miedo y de la obligación (normalmente con la ordenación sacerdotal), dejará de hacer las cosas que solía hacer por miedo y por obligación", dijo el cardenal.
El pasado 28 de noviembre, el Papa se reunió con unos 80 obispos españoles en
el Aula Nueva del Sínodo. Durante el encuentro, todos pudieron
escuchar una meditación titulada "Pentecostés,
primera escuela de formación pastoral", del cardenal Rainiero
Cantalamessa, predicador de la Casa Pontificia.
La reunión con el Papa trató
sobre la situación de los seminarios en España. A los que Francisco mandó
visitar a dos obispos uruguayos en enero de este año. De hecho se prevé el cierre de aquellos más vacíos y la concentración de
otros tantos. Una parte
importante de la meditación de Cantalamessa se centró en el papel del seminario
y de sus formadores.
***********
Texto íntegro de la
meditación del cardenal Raniero Cantalamessa a los obispos de España
Queridos obispos de mi querida
España, el Santo Padre - que humildemente saludo y agradezco por su presencia
entre nosotros - me ha pedido que os proponga una reflexión espiritual durante
vuestra visita ad limina. Quisiera comunicaros, de antemano, el espíritu con el
qué me dispongo a hacerlo. Es un espíritu de hermandad y
de gran solidaridad.
Hubo un tiempo cuando quien
citaba las palabras de Pablo a Timoteo: "Si
quis episcopatum desiderat bonum opus desiderat"; (1Tim 3,1), lo
hacía con un tono de ironía, porque era bien sabido que se trataba de una "buena obra"; que todos emprendían de
buen grado. Hoy en día, esto ya no es el caso. Quien desea el episcopado desea
verdaderamente hacer una buena obra, porque ya no es un honor y una promoción,
sino - como lo era en tiempos de Timoteo - un servicio y
muchas veces una llamada a la cruz, como es primero, pienso, para el obispo de
Roma.
Si –como ha escrito el gran
teólogo Louis Bouyer - la trasformación de la autoridad espiritual de la
Iglesia (la sacra potestas) en dominación fue la involución más dañosa de la
historia de la Iglesia, el esfuerzo actual de convertir
la dominación en servicio es un magnifico retorno al Evangelio y constituye un progreso del cual no nos
damos suficientemente cuenta. Quién sabe si a los ojos de Dios este progreso no
es más importante que tantas pérdidas que lamentamos en la Iglesia de hoy.
* * *
Elegí, como hilo conductor de
esta meditación, el relato de Pentecostés, bajo el titulo "Pentecostés, primera escuela de formación
pastoral"; ¡Pero no os preocupéis! No pondré más carne al fuego,
como se dice en Italia. No añadiré ninguna otra recomendación a las muchas que
gradualmente han ido dando, en este campo, los últimos Papas, las
Congregaciones Romanas y las conferencias episcopales nacionales. Más bien,
intentaré mostrar dónde encontrar la fuerza para poner en
práctica los deberes que
incumben a los obispos y no dejarnos abrumar y desanimar por su volumen. Es lo
único, por otro lado, que puedo hacer, dada mi total falta de experiencia directa
en el ámbito de la vida pastoral de la Iglesia.
Tengamos siempre presente la
definición que da San Pablo del ministerio de la Nueva Alianza. Se trata, dice,
de un "servicio del Espíritu";
(diakonia tou Pneumatos) (2 Cor 3, 8), donde "Espíritu"
significa Espíritu Santo (2 Cor 3,
18). Sin él, cualquier otra formación - humana, intelectual, pastoral,
psicológica...- no sería más que un hermoso
vestido puesto sobre un maniquí.
He definido Pentecostés como la primera escuela, o un curso acelerado, de formación
pastoral. No soy el
primero en hacer esto. Escuchen lo que escribió un famoso maestro espiritual
bizantino del siglo decimotercio, Nicolás Cabasilas: 1 L. Bouyer, La Chiesa di
Dio, Cittadella, Assisi 1971, pp. 54 ss. (ed. orig. L’Eglise de Dieu, Du Cerf,
Paris 1970). 2
Los apóstoles y padres de nuestra
fe tuvieron la ventaja de ser instruidos en cada doctrina y además por el mismo
Salvador. [...] Sin embargo, a pesar de haber conocido todo esto, hasta que
fueron bautizados [es decir, con el Espíritu en Pentecostés], no mostraron nada
nuevo, noble, espiritual, mejor que lo antiguo. Pero cuando llegó para ellos el
bautismo y el Paráclito irrumpió en sus almas, entonces se hicieron nuevos y
abrazaron una vida nueva, fueron guías para los demás e hicieron arder en ellos
y en los demás la llama del amor a Cristo.
Habían asistido al mejor "seminario"; posible durante tres años, bajo el "rector" más perfecto imaginable; sin embargo, sabemos lo que fueron los apóstoles hasta el último momento y lo que llegaron a ser después de que
el "poder
de lo alto" descendió sobre
ellos. Por eso me propongo comentar con vosotros, escena por escena, el relato
de Pentecostés, tratando cada vez de ver qué nos dice sobre el ministerio
presbiteral y episcopal. Comencemos con la primera escena.
1. HECHOS, 2,1-4: SE
LLENARON TODOS DE ESPÍRITU SANTO
Al cumplirse el día de
Pentecostés, estaban todos juntos en el mismo lugar. De repente, se produjo
desde el cielo un estruendo, como de viento que soplaba fuertemente, y llenó
toda la casa donde se encontraban sentados. Vieron aparecer unas lenguas, como
llamaradas, que se dividían, posándose encima de cada uno de ellos y se
llenaron todos de Espíritu Santo.
"Todos fueron
llenos del Espíritu Santo": ¡cuántas veces hemos leído y escuchado estas
cinco o seis palabras! Quizás, sin embargo, hayamos
seguido adelante sin ser conscientes del abismo que se esconde debajo de ellas.
Algo extraordinario debe haber sucedido en ese momento, porque a partir de ahí los apóstoles son hombres nuevos, diferentes:
ya no temerosos y pendencieros, sino "unánimes"
e imparables al dar testimonio del Maestro. Se ha cumplido lo que
prometió el profeta al hablar de la nueva alianza: "Os
quitaré el corazón de piedra y os daré un corazón de carne" (Ez
36). Son hombres con corazones nuevos.
¿Qué produjo todo esto? Para comprenderlo debemos
recurrir a nuestra teología, o más bien a nuestra fe. ¿Quién
es el Espíritu Santo? Según la mejor Pneumatología latina, su nombre
propio en realidad no es "Espíritu Santo"
(¡el Padre y el Hijo también son santos y también son espíritu!); su nombre "distintivo" es más bien el de
Don (Donum). En la Trinidad, Él es el don
que el Padre hace de sí mismo al Hijo y el Hijo hace de sí mismo al Padre; en
la historia de la salvación, Él es el don que el Padre y el Hijo hacen juntos
de sí mismos a los creyentes, y que llamamos "gracia".
En otras palabras, el Espíritu
Santo es la llama de amor que fluye en la Trinidad. Por lo tanto, decir que
todos fueron llenos del Espíritu Santo significa que todos fueron llenos del
amor de Dios, que tuvieron una experiencia abrumadora de ser amados por Dios.
Según la fenomenología de la religión, en Pentecostés hubo "una
éxtasis colectiva producida por la acción del Espíritu Santo".
San Pablo confirma esta lectura: "El amor de
Dios, escribe, ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo
que nos ha sido dado" (Rom 5,5).
Pero es mucho más que un
sentimiento, o lo que llamamos gracia santificante, o el "estado" de gracia. Para descubrir este "más" debemos remitirnos a las palabras
iniciales del relato: "Al cumplirse el día de Pentecostés...". De estas palabras, deducimos que Pentecostés
existía antes... Pentecostés, y que precisamente con ocasión de esta fiesta el
Espíritu Santo descendió sobre la Iglesia. No podemos entender el Pentecostés
cristiano si no lo vemos como el cumplimiento de lo que
anunciaba el antiguo Pentecostés, así como no podemos entender la Pascua de Cristo
si no la vemos como el cumplimiento de la Pascua del Antiguo Testamento.
Entonces, ¿qué conmemoraba la fiesta de Pentecostés? En la fase más
antigua era una fiesta agrícola, ligada al ciclo natural de las estaciones. Era
el momento en que se ofrecían a Dios las primicias de la cosecha. Pero con el
paso del tiempo, y ciertamente en tiempos de Jesús, también había adquirido un
nuevo significado, vinculado a la historia de la salvación. Conmemoraba los acontecimientos del Éxodo, es decir, el don de la Ley en
el monte Sinaí y la alianza
entre Dios y el pueblo (cf. Ex 19). Lucas quiso subrayar esta relación entre el
acontecimiento del Sinaí y Pentecostés utilizando los mismos símbolos del fuego
y del viento.
¿Qué significa,
entonces, que el Espíritu Santo descendió sobre los apóstoles justo cuando
Israel celebraba la fiesta de la entrega de la ley y de la alianza? Significa
que él es la ley nueva, la ley interior, que actúa mediante la caridad, la ley espiritual que sella la alianza
nueva y eterna y que consagra al pueblo real y a la nación santa que es la
Iglesia.
Ya en su tiempo San Agustín
explicaba así Pentecostés. Miren, decía, la analogía y la diferencia. Cincuenta
días después de la inmolación del cordero y la salida de Egipto, en el monte
Sinaí, el dedo de Dios escribe la ley en tablas de piedra - y cincuenta días
después de la inmolación del verdadero Cordero de Dios que es Cristo, el dedo
de Dios, el Espíritu Santo, vuelve a escribir la ley; pero esta
vez no sobre tablas de piedra, sino sobre tablas de carne que son los corazones (cf.
2 Cor 3, 2-3).
Se cumplen las profecías sobre la
nueva y eterna alianza: "Pondré mi ley en sus
corazones, la escribiré en sus corazones" (Jer 31, 33). Las
palabras de Pablo: "La ley del Espíritu de
vida en Cristo Jesús te ha librado de la ley del pecado y de la muerte" (Rm
8, 2), no pueden entenderse sin tener en cuenta estas
premisas sobre el
significado de Pentecostés. ¡La "ley del
Espíritu" es el Espíritu mismo!
Esta novedad acaecida con Cristo
debe reflejarse en todo tipo de leyes: desde la lex fundamentalis, hasta leyes
más específicas, como las relativas a la formación del clero. Todas deben ser
leyes del Espíritu, es decir, leyes que dan libertad incluso cuando exigen
obediencia, porque "donde está el Espíritu del Señor, allí
hay libertad" (2 Cor 3,17).
Leyes que actúan por atracción, no por coacción. Porque nos sentimos atraídos
por Dios y por un ideal de santidad, no por miedo a la desaprobación, por
espíritu legalista y conformista. Los formadores deben tener cuidado al
distinguir entre las dos cosas. Tan pronto como uno esté libre del miedo y de
la obligación (normalmente con la ordenación sacerdotal), dejará de hacer las
cosas que solía hacer por miedo y por obligación.
2. HECHOS 2, 4B-13:
PENTECOSTÉS Y BABEL
Pasemos a la sección siguiente.
La segunda escena del relato nos saca del cenáculo. Los apóstoles son
impulsados por una fuerza irresistible a ir hacia la multitud reunida en
Jerusalén para la fiesta. Hablan "en lenguas",
es decir, de forma inspirada, quizás más con la mirada.
Siempre se ha entendido que Lucas
vio en esto un paralelo antitético con lo que sucedió en Babel. Allí todos
hablaban el mismo idioma y a partir de cierto momento ya nadie entendía al
otro; aquí todos hablan diferentes idiomas (para eso está
la larga lista de pueblos), sin embargo, cada uno entiende lo que escucha. ¿Qué pasó?
Releamos Génesis 11. Los hombres
de Babel se pusieron a construir la torre, diciéndose unos a otros: "Venid, edifiquémonos una ciudad y una torre, cuya
cúspide toque el cielo, y hagámonos un nombre, para que no seamos dispersos
sobre la faz de la tierra" (Gen 11, 4). Quieren "hacerse un nombre", les mueve el deseo de poder y
de autoafirmación.
Ahora pasemos a Pentecostés. ¿Cómo es que todos entienden a los apóstoles? La
respuesta está en lo que marcan los presentes: "Los
oímos proclamar en nuestra lengua las grandes obras de Dios" (Hechos
2,11). No hablan de sí mismos, sino de Dios, ya no piensan
en hacerse un nombre, sino en
hacer un nombre para Dios, y los oyentes lo sienten instintivamente. Se ha
producido la gran conversión, la revolución copernicana: del yo a Dios.
Murieron a su propia gloria y están completamente fascinados por la gloria de
Dios. Finalmente, ya no piensan en quién de ellos es el más grande...
Los Padres de la Iglesia hicieron
profundas reflexiones sobre Babel, pero en un punto se equivocaron. Pensaban que los constructores de Babel eran ateos, titanes que querían
desafiar a Dios; hoy sabemos que no fue así.
Eran hombres piadosos y religiosos.
La torre que querían construir no era otra que uno de los famosos templos en
terrazas superpuestas, llamados zikkurat, de los que aún quedan ruinas en
Mesopotamia. ¿Dónde estaba entonces el pecado? Querían
construir un templo para Dios, pero no para Dios; para su propia gloria, no
para la de Dios: estaban instrumentalizando a Dios.
Esto hace que de repente toda la
historia se nos acerque. Babel y Pentecostés son dos obras (en Italiano decimos
"due cantieri") aún abiertas en la
historia. En esto basó San Agustín su obra La
Ciudad de Dios. En el mundo, dice, se construyen dos ciudades: la ciudad de Babel, Babilonia, fundada sobre el amor propio
llevado hasta el desprecio de Dios, y la ciudad de Dios, la Nueva
Jerusalén, fundada en el amor de Dios, llevado hasta el desprecio de sí mismo.
Cada uno está llamado a elegir en
cuál de los dos sitios quiere operar. En la aplicación que hace San Ignacio de
Loyola, de qué bando quiere formar parte, bajo qué bandera
militar.
Cada iniciativa pastoral, cada misión, cada empresa religiosa, incluso la
más santa, puede ser Babel o Pentecostés. Es Babel si uno busca hacerse un
nombre; es Pentecostés si se busca la gloria de Dios y el advenimiento de su
reino.
No es necesario, ni sería
posible, no sentir el deseo natural de afirmarse y tener éxito en lo que uno
hace; se trata de saber cuál es la intención profunda del
corazón; lo que queremos, no lo que sentimos. Jesús pronunció una
vez una frase que tiene el poder de realizar lo que significa. En ocasiones
podemos hacerla nuestra y repetirla para rectificar nuestra intención: "¡Yo no busco mi gloria!" (Jn 8, 50).
3. HECHOS 2, 14-21:
"DERRAMARÉ MI ESPÍRITU SOBRE CADA PERSONA"
Pasemos a la tercera escena. La
mayoría de los presentes reacciona favorablemente; están "asombrados y fuera de sí", como quienes
se sienten en presencia de algo sobrenatural. Otros, sin
embargo, se burlan de los apóstoles calificándolos de borrachos. Al
responder a estos últimos, Pedro cita la profecía de Joel:
Sucederá en los últimos días,
dice Dios, que derramaré mi Espíritu sobre toda carne y vuestros hijos y
vuestras hijas profetizarán y vuestros jóvenes verán visiones y vuestros
ancianos soñarán sueños; y aun sobre mis siervos y sobre mis siervas derramaré
mi Espíritu en aquellos días, y profetizarán.
Aquí se enumeran dones especiales
dados a cada miembro del pueblo de Dios: hombres y mujeres, jóvenes y mayores.
Son las gracias "gratis datae", los
carismas. La Lumen gentium (n. 12) devolvió los carismas al corazón de la
Iglesia. No es que antes estuvieran ausentes, pero la hagiografía se preocupaba
más por ellos que la eclesiología, como si fueran prerrogativa de
los santos, y no de todo el Pueblo de Dios.
El texto conciliar termina
diciendo: "Y estos carismas, extraordinarios o
incluso más simples y más comunes por ser sobre todo adaptados y útiles a las
necesidades de la Iglesia, deben ser acogidos con gratitud y consuelo".
La esperada promoción de los laicos y de las mujeres no puede lograrse
plenamente sin una correcta aplicación de la doctrina de los carismas. Gracias
a ella, los laicos no son sólo colaboradores externos del
clero, sino cada uno de ellos portador del propio carisma, necesario
para la edificación y santificación de la Iglesia.
En muchas cadenas de televisión
de todo el mundo existe un programa llamado "Talent Scout". Su objetivo es descubrir jóvenes talentos y
promover su desarrollo. Todos los
pastores de la Iglesia deberían ser especialistas en esta materia. Sólo hace falta cambiar la palabra "talento"; por la palabra "carisma". Seamos todos descubridores de
carismas, no para enriquecernos nosotros mismos, sino para enriquecer con ellos
a la Iglesia de Dios.
4. HECHOS 2, 22-36:
“¡JESÚS DE NAZARET!”
Continuamos nuestro comentario
sobre el relato de Pentecostés. Al leer las explicaciones que Pedro da a los
presentes sobre el significado de lo ocurrido, se tiene la impresión de que
casi tiene prisa. Hay algo más importante que presiona dentro de él. Escuchemos
qué es:
A Jesús el
Nazareno, varón acreditado por Dios ante vosotros con los milagros, prodigios y
signos que Dios realizó por medio de Él, como vosotros mismos sabéis, a este,
entregado conforme al plan que Dios tenía establecido y previsto, lo matasteis,
clavándolo a una cruz por manos de hombres inicuos. Pero Dios lo resucitó, librándolo de los dolores de la muerte, por
cuanto no era posible que esta lo retuviera bajo su dominio.
Pedro concluye su discurso con
algo que podemos llamar la primera definición ex cathedra de
un Papa: "Por lo tanto, con toda
seguridad conozca toda la casa de Israel [hoy en día diría: sepa todo el mundo]
que al mismo Jesús, a quien vosotros crucificasteis, Dios lo ha constituido
Señor y Mesías" (Hechos 2,36).
¡Cuántas cosas nos
dice esta parte de la historia de Pentecostés! Nos dice
que la prioridad absoluta de la Iglesia es anunciar a Jesucristo. También nos
dice cómo debe ser este anuncio: no basado en palabras de
sabiduría humana, sino en el Espíritu y
su poder; que debe partir siempre del misterio pascual de la muerte y
resurrección de Cristo; que el kerigma debe
preceder a la didachè. En otras palabras,
que las obras tienen que seguir al anuncio como su efecto, no precederlo como
su causa; que no hay, como dice el proverbio, que "poner
el carro delante del caballo", la ley antes que la gracia, el deber
antes que el don. El anuncio de Cristo 6 quien "murió
por nuestros pecados y resucitó para nuestra justificación" (Rom 4,
25) es como la reja del arado que abre el surco en la tierra y nos permite
sembrar.
Preparar espiritualmente a los
seminaristas para la ordenación es una prioridad para todo obispo y rector de
seminario. Pero ¿qué significa preparar
espiritualmente a los candidatos al sacerdocio? Para mí significa una
cosa concreta: asegurarse de que los candidatos hayan tenido - o
sean gradualmente ayudados a tener- una experiencia personal de Jesús. Sin ella, nada les ayudará a resistir la
tremenda presión del espíritu del mundo y de la carne.
Jesús le dijo a Pedro: "¿Me quieres?", "apacienta mis
ovejas" (Jn 21, 17). Esta palabra tiene un significado mucho más
universal que el relacionado con el primado o la traición de Pedro. Establece
la ley fundamental de todo servicio pastoral. Éste debe surgir y alimentarse de
un amor personal a Cristo. Sólo hay una garantía para un
matrimonio feliz: el amor mutuo de los esposos; la garantía de un
celibato feliz, libre y fiel es también una sola: el amor a Cristo. Sólo el
amor llena la vida y salva de la confusión. El deber, la disciplina, una cierta
tendencia al legalismo, el miedo a los superiores: son cosas que pueden
mantener las apariencias y ayudar durante algún tiempo, pero no resisten la
prueba del tiempo y a la seducción del mundo.
Naturalmente, todo esto, antes de
aplicarse a los seminaristas, se aplica a los obispos y a quienes son
responsables de su formación. No se pide haber llegado a un amor ardiente a
Cristo, como el de Teresa de Ávila o Juan de la Cruz, sino que al menos
tendamos hacia él y estemos convencidos de que ahí está la solución a los
problemas. Para todos, formandos y formadores. Sin un encuentro y
una relación personal con Jesús, por incipiente que sea, todo reposa en las
arenas movedizas del corazón humano. Al comienzo de la Evangelii
gaudium de nuestro Santo Padre leemos estas palabras:
Invito a cada
cristiano, en cualquier lugar y situación en que se encuentre, a renovar ahora
mismo su encuentro personal con Jesucristo o, al menos, a tomar la decisión de
dejarse encontrar por Él, de intentarlo cada día sin descanso. No hay razón para que alguien piense que esta invitación no es para él
(EG, 3).
¿En qué consiste concretamente
este famoso "encuentro personal" con Cristo? (Repito aquí algunas reflexiones que hice en mi última predicación de
Cuaresma en la Casa Pontificia). Yo digo que es como conocer en
vivo a una persona, después de haberla conocida durante años sólo a
través de fotografías. Se pueden conocer libros sobre Jesús, doctrinas,
herejías sobre Jesús, conceptos sobre Jesús, pero no conocerlo a Él vivo y
presente. Para muchos, también bautizados y creyentes, Jesús es un personaje
del pasado, no una persona viva en el presente. ¡Hay
una gran diferencia entre el personaje y la persona!
Ayuda a entender la diferencia lo
que sucede en el ámbito humano, cuando se pasa de conocer a una persona a
enamorarse de ella. Uno puede saberlo todo sobre una mujer o un hombre: cómo se
llama, cuántos años tiene, qué estudios ha realizado, a qué familia
pertenece... Entonces un día salta una chispa y uno se
enamora de esa mujer u hombre. Cambia todo. Quieres estar con esa persona,
tenerla para ti, tienes miedo de disgustarla y de no ser digno de ella.
¿Cómo podemos conseguir
que en muchos se encienda esa chispa hacia la persona de Jesús? Ella no se encenderá en la vida de los candidatos al sacerdocio si no se
ha encendido primero -al menos como deseo, como búsqueda y como propósito- en
quien se lo inculca. Los seminaristas escuchan las palabras de los
formadores, pero lo que miran y lo que les toca la fibra
sensible es su vida y su testimonio.
Esto no sólo es válido para los
seminarios y seminaristas, sino para todo tipo de evangelización. Y puesto que
me dirijo a los obispos que no sólo deben pensar en su propio seminario, sino
en todo su pueblo, quisiera expresar un pensamiento también sobre este ámbito
más amplio. Para consuelo y aliento de quienes trabajan institucionalmente en
el campo de la evangelización, quisiera decirles que no todo depende de ellos. De ellos depende crear las condiciones para que esa
chispa se encienda y se propague. Pero esto se realiza de las formas y en los momentos más
inesperados.
En la mayoría de los casos que he
conocido en mi vida, el descubrimiento de Cristo que cambió la vida se
produjo al conocer a alguien que ya había experimentado esa
gracia,
al asistir a una reunión, al escuchar un testimonio, al haber
experimentado la presencia de Dios en un momento de gran sufrimiento o de gran
felicidad, y - no puedo quedarme callado, porque a mí también me pasó así - de
haber recibido el así llamado bautismo del Espíritu.
Aquí vemos la necesidad de contar
cada vez más con los laicos, hombres y mujeres, para la evangelización. Ellos están más insertos en la vida cotidiana en la que
suelen darse esas circunstancias.
También debido a la escasez de personal, a nosotros clérigos nos resulta más
fácil ser pastores que pescadores de almas: más fácil alimentar con la palabra
y los sacramentos a los que vienen a la Iglesia, que salir al mar a pescar a
los que están lejos. Los laicos pueden ayudarnos como pescadores. Muchos de
ellos han descubierto lo que significa conocer a un Jesús vivo y como esto
llena la vida, y están ansiosos por compartir su descubrimiento con otros.
Los movimientos eclesiales que
surgieron después del Concilio fueron para muchos el lugar donde hicieron este descubrimiento y de cristianos nominales pasaron a
ser cristianos reales y comprometidos. En su homilía en la Misa
Crismal del Jueves Santo de 2012, último de su pontificado, Benedicto XVI
afirmó: "Quien mira la historia de la era
posconciliar puede reconocer las dinámicas de la verdadera renovación, que a
menudo ha tomado formas inesperadas en movimientos llenos de vida, que hacen
casi tangible la vivacidad inagotable de la Santa Iglesia, la presencia y la
acción eficaz del Espíritu Santo". Además de buenos frutos, algunos
de estos movimientos también han producido frutos podridos. Tenemos que
recordar el dicho: "No tires al bebé con el
agua del baño".
5. HECHOS 2, 42-46:
"PEDRO CON LOS OTROS ONCE"
La historia de Pentecostés
termina con la descripción de la vida de la primera comunidad cristiana. Dos
rasgos caracterizan a esta comunidad: santidad y
comunión, koinonía. Lo que Lucas traza es el perfil de una comunidad de
santos. Se indican también los medios esenciales de esta santidad: la escucha de las enseñanzas de los apóstoles, la
fracción del pan, es decir, la Eucaristía y la oración.
Me gustaría señalar un detalle
del relato de Pentecostés que se presta a una aplicación actual. En él vemos,
por primera vez, el primado de Pedro en su ejercicio concreto. Por tanto, vale
la pena observar cómo se ejerce esta primacía, sin pretender que los textos
digan más de lo que pretenden decir.
Una cosa llama la atención: Pedro nunca actúa solo: "Entonces Pedro se levantó
junto a (syn) los otros once..." (Hechos 2, 14), "Al oír esto, se les traspasó el corazón y dijeron a
Pedro y (kai) a los demás apóstoles…" (Hechos 2, 37). Pedro ejerce
su papel de manera colegial. La fórmula canónica tradicional de la relación entre
el Papa y los obispos es "cum Petro et sub
Petro". En el pasado - no se puede negar- se ha acentuado sobre
todo el "sub Petro". Ha
llegado el momento de devolverle todo su significado también a "cum
Petro". El camino sinodal que ha emprendido la Iglesia
católica es una señal de que algo está cambiando en este punto.
Creo que todos estamos
convencidos del don precioso que es la unidad de la Iglesia católica para el
cristianismo y para el mundo entero. Nadie, por tanto, querría renunciar al
signo visible y a la garantía de esta unidad que es "el ministerio pedrino". La cuestión ahora es encontrar mejores formas
de combinar esta unidad con la diversidad y la pluralidad. No
en nombre de la modernidad, sino en nombre del Evangelio, tomando como modelo
la Trinidad, donde la colegialidad y la sinodalidad encuentran su modelo
divino.
6. REFLEXIÓN FINAL
Una última reflexión. Subrayé
anteriormente lo poco que los apóstoles habían podido poner en práctica las
enseñanzas que recibieron del Maestro durante su tiempo con Él, y cómo todo
esto cambió con la venida del Espíritu Santo. Esto tiene algo que decirnos
sobre la formación de los futuros sacerdotes en los seminarios y sobre el
momento mismo de la ordenación.
Se corre el riesgo de llevar a
nuestros futuros sacerdotes al punto en el que estaban los apóstoles antes de
Pentecostés. Esto sucede si les enseñamos teología dogmática, derecho canónico,
teología moral, ascética, liturgia y todo lo que indica la Ratio fundamentalis,
sin ayudarles, sin embargo, a alcanzar una
experiencia personal y una verdadera unción del Espíritu. En este caso tendrán todo lo necesario para "funcionar"; institucionalmente como
sacerdotes, pero sin tener la fuerza para resistir las tentaciones, perseverar
en su vocación y predicar con convicción.
Cómo esta experiencia personal
del Espíritu Santo puede acompañar el momento de la ordenación sacerdotal
depende de varios factores y puede tener lugar en diferentes contextos. Lo
importante es que la ordenación no sea sólo un rito, una unción externa y
litúrgica de las manos, sin una verdadera unción del
alma, a imitación de la unción real,
profética y sacerdotal de Jesús en el Jordán. Alguien ha dicho que la
ordenación canónica asegura la sucesión apostólica, ¡pero
no necesariamente el éxito apostólico! (En Italiano: assicura la successione apostolica, non il successo
apostolico).
Ayuda al ordenando participar en
algunos encuentros con laicos que han tenido una fuerte experiencia del
Espíritu, o tener un tiempo de retiro y oración, libre de preocupaciones
litúrgicas u organizativas. Estar cara a cara con Cristo y
tomar conciencia de su infinito amor.
Recordemos el episodio del
desafío de Elías a los sacerdotes de Baal en el monte Carmelo. Elías recogió la
leña, preparó el sacrificio, roció repetidamente la leña con agua; luego
comenzó a orar a su Dios y esperó su respuesta. "Cayó
el fuego del Señor y consumió el holocausto, la leña, las piedras y las
cenizas, secando el agua del canal" (1 Reyes 18, 38).
Leído espiritualmente, el
episodio nos dice que todo lo que hacemos con nuestro esfuerzo - estudios,
proyectos, formación- es simplemente recoger leña. Al final todo
dependerá de si el fuego del Espíritu Santo desciende sobre nuestro trabajo o
no. Sin el Espíritu Santo todo
queda "madera húmeda", buenas intenciones
y buenas intenciones, sin la fuerza necesaria para ponerlas en práctica. "Sine tuo
numine, nihil est in homine, nihil est innoxium", cantamos en
la Secuencia de Pentecostés. En una solemne asamblea ecuménica un obispo de
rito oriental pronunció estas palabras:
Sin el Espíritu Santo, Dios está
lejos; Cristo queda en el pasado el Evangelio es letra muerta; la Iglesia,
una simple organización; la autoridad, una dominación; la misión, una
propaganda; el culto, una simple evocación; la vida cristiana, una moral de
esclavos.
En cambio, con el Espíritu Santo,
el cosmos se levanta y gime en el parto del Reino; el hombre lucha contra la
carne; Cristo está presente; el Evangelio es fuerza de vida; la Iglesia, signo
de comunión trinitaria; la autoridad, servicio liberador; la misión, un
Pentecostés; la liturgia, memorial y anticipación; la vida humana es
divinizada.
Todo esto no disminuye la
importancia del estudio de la teología y de la formación humana, sino que la
valoriza al máximo ¡Sin la leña, el fuego no haría
tenido nada que encender aquel día sobre el monte Carmelo! Yo bendigo al
Señor por todas las oportunidades que me ha dado de adquirir una cultura
teológica y humanista, porque he visto lo mucho que todo esto contribuye a dar
relevancia al anuncio de la Palabra y, como se dice hoy, a "inculturarla". La gracia se basa en la
naturaleza, no actúa sin ella. Hasta que la formación humana
y académica permanece un medio, es oro; cuando se vuelve en el fin, es un
veneno que todo finaliza a la “carrera” y a
realización del proprio proyecto de vida.
Muchas gracias por haberme
escuchado y que el Señor bendiga vuestro trabajo durante estos días en Roma.
Preparémonos ahora para acoger, con corazón abierto, la palabra de quien, en
Pedro, recibió el mandato de "confirmar a sus
hermanos" (Lc 22, 32).
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