Este dicho, muy conocido y poco popular, nos da una lección de abnegación; todo lo que vale la pena siempre exigirá un esfuerzo de nuestra parte. Sin embargo hay algo que cuesta aún más: el amor. Amar a Dios y a los demás requiere la abnegación de dejarse.
Por: Juan Pablo Fernández, LC | Fuente: GAMA -
Virtudes y valores
«A quien algo quiere, algo le cuesta», dice
un dicho muy conocido y poco popular. Conocido porque apenas sí hay quien no lo
haya oído; poco popular porque duele. Sí, duele, pero es una verdad enorme;
sencilla, pero enorme.
«A quien algo quiere…» Todos estamos llenos
de deseos y de planes, colmados en el corazón de sanas ilusiones: estudios, proyectos, una carrera, un puesto laboral
interesante y bien remunerado, etc. Todo esto es parte de ese «algo» que se quiere. Pero ahí está siempre el
compañero habitual, la frase complementaria: «Algo
le cuesta». Cuesta. De distinta forma, pero cuesta. Las pequeñas
ilusiones se pagan a precios pequeños: renuncias pequeñas, sacrificios
insignificantes... Cuestan poco, pero valen poco. Pero según tendemos más
arriba, según buscamos ilusiones mayores, más alto es el precio, mayores los “gastos”. Por eso: «A
quien algo quiere, algo le cuesta».
¿Ejemplos? En los deportes lograr ser
titular u ocupar la posición que se desea implica cansancio, horas de
entrenamiento, sudor derramado en kilómetros de carrera, rasparse la piel en la
arena para alcanzar ese balón, incluso algún que otro golpe de una mano o pie
distraídos. En los estudios un examen, dos, tres o, ¿por
qué no?, el título final. Los estudios exigen estar sentado delante de
un libro, leyendo, memorizando, discurriendo y exprimiendo la capacidad de
resolver problemas; noches sin dormir, esquemas infinitos, fines de semana
sacrificados en un altar que, en lugar de velas, tiene una pobre bombilla… Y en
el trabajo, ¡ay qué dolor!, ¡eso sí que es
abnegación! Alcanzar ese puesto que me asegura honor, respeto y
dinerillo para las cinco bocas que me esperan en casa; ese proyecto a realizar,
esa casa a construir o, sin más, la sarta infinita de asuntos por resolver, la
larga cadena de caras que me vienen a hablar. Eso requiere sacrificio,
abnegación, renuncia, aguante y, muchas veces, paciencia y bondad. Son palabras
simples, demasiado simples, que hacen realidad aquello de que «a quien algo quiere, algo le cuesta».
Pero deporte, estudios y trabajo cuestan poco, cuestan muy poco, exigen
poquísimo; son casi ofertas si se comparan con aquello que más cuesta: el amor. El amor es paciente, benigno, servicial,
no se cansa, no busca su propio interés y no tiene en cuenta el mal recibido.
Amar requiere abnegación, amar a Cristo y a los otros requiere de la mayor
abnegación, de la abnegación que es dejarse a uno mismo, con todos los planes,
con los excesivos deseos de triunfar por encima de los otros, con las luchas y
batallas por ser el centro de todas las alabanzas, con las envidias y rencores
cuando no se es apreciado y honorado, con las perezas y egoísmos que detienen
ese dedo que quiere hacer algo por los demás… Abnegación que es sinónimo de
amor, que es la otra cara del amor. Y el amor ya no gana un puesto sobre el
césped, ni un puesto o un sueldo mejores, ni un diploma de cartón; el amor gana
a las personas, las une; el amor construye familias, amistades, sociedades y,
cuando esa abnegación es el rostro del amor a Cristo, todos los hombres que lo
aman se unen en su Amor y así se construye la Iglesia que es su Cuerpo.
«A quien algo quiere, algo le cuesta». El
caso es querer, tener un ideal, un amor, el sacrificio vendrá sólo y se
aceptará con alegría con tal de alcanzar lo que se ama. Así, cada día, podemos
preguntarnos qué queremos hoy, a quién queremos hoy y, para alcanzarlo: más tiempo de estudio, más esfuerzo, más paciencia,
cercanía y comprensión. En definitiva, más amor.
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