Si alguien teme oponerse a sus amigos, aunque en el
fondo no esté de acuerdo, ese alguien ha perdido su libertad interior para
decidir qué le conviene.
Tener
personalidad propia o no tener. Como el dilema de Shakespeare: ser o no ser.
Ahí se juega la vida de los adolescentes. Normal, tranquilizan los
especialistas. De los trece años en adelante, y a veces antes, los niños buscan
parecerse a sus iguales separándose de sus padres para ser ellos. Pero
curiosamente, muchos sólo consiguen llegar a ser idénticos a sus pares. Porque
les falta seguridad para poder desarrollar una identidad propia. Y cuando
carecen de ella, caen fácilmente en la tiranía del grupo. Es entonces cuando el
«todos lo hacen» se convierte en norma de vida: se quiere tener los mismos
zapatos, ir al mismo lugar de vacaciones, y bailar en esa discoteque y no en
otra. «Su grupo» les da fuerzas,
independencia y esa audacia que solo no se tiene.
Pero, ¿cuándo esa falta de definición interior -personalidad,
seguridad…- pasa a ser peligrosa? Cuando el grupo -con todos los riesgos
que esto implica- empieza a regir su conducta y el adolescente basa su
seguridad en pertenecer a él. Esta situación, tan común hoy día, se da
principalmente por dos factores: una familia sin
peso y una personalidad sugestionable -autoestima baja- como lo llaman los
psicólogos-.
FAMILIA CON PESO
Por miedo
a la reacción de sus papás muchos adolescentes se cierran a la opinión de su
casa en temas tan importantes como la droga y la anorexia. Entonces la opinión
del grupo, muchas veces equivocada, prevalece y la familia va perdiendo peso. Y
en la adolescencia los pesos son claves. Una familia puede ser buena, alegre,
unida, pero no tener un grado de importancia suficiente para sus hijos. Y eso
es grave.
Junto a
Patricia Ferralis, psicóloga con vasta experiencia en la edad, que trabaja en
la Scuola Italiana, y otras especialistas consultadas, elaboramos un listado de
factores que aumentan el peso y la protección de la familia sobre sus hijos,
haciéndoles más seguros y menos vulnerables al grupo.
–
Padres preocupados de la salud física y biológica de sus hijos. Aunque suene a perogrullada, dormir lo
suficiente, o sea no ver televisión hasta cualquier hora, y tomar un buen
desayuno son básicos. Un niño cansado se desconcentra. No entiende nada porque
tiene hambre y sueño. Entonces se porta pésimo. El colegio lo castiga, los
padres lo retan, el niño se rebela y se refugia en los amigos. Otro ejemplo: un joven que ha pasado en fiestas viernes y sábado y el
lunes tiene evaluación, estará reventado. Si un amigo le ofrece un par
de «dosis» para estar alerta, quizás acepte.
–
Límites bien definidos, orden y horarios que se cumplen. La seguridad, que es la segunda necesidad básica
de todo ser humano después de tener techo y alimento, la dan las reglas no
rígidas, pero sí sostenidas y permanentes en el tiempo. Orden en la hora de
llegada de los papás, orden de horario en las comidas, castigos coherentes y
precisos. Si la seguridad y orden no la encuentra en su casa, el hijo la
buscará en otra parte: el grupo con sus propias reglas al que se adherirá como
lapa.
–
Mostrar el amor. Una
persona segura es alguien que se sabe cuidado y protegido y por lo tanto
querido. Los adolescentes reclaman cuando sus padres los pasan a buscar o les
ponen límites de horario o les niegan determinados panoramas. Patalean, gritan,
se enojan, pero se saben protegidos, queridos. «Te
puede parecer injusto que no te deje ir a ver esa película -dice una mamá- pero
te quiero y me importa lo que te pase». Paradójicamente eso les gusta.
Lo necesitan. «Pero si mi hija ya tiene 16 años», reclama
una madre que se niega a controlarla. «Llegué el
otro día a las 5 de la mañana pasada a trago. Mi mamá dormía y ni lo notó. Es
que no le importó», cuenta la misma hija.
–
Abrir la casa. Si el “living” está recién tapizado y nadie -ese nadie
son los amigos de mis hijos- se puede sentar, mejor no invitar e irse… adivine
adónde. ¡Lógico!, a un lugar donde no haya
una mamá. Propicia ocasión para iniciarse en el trago. En cambio, una casa
abierta y usable tiene dos ventajas claras: conozco
a esos amigos y mi propio hijo se da cuenta cuando esos amigos no calzan en la
casa.
–
Independencia y control. A esta
edad los hijos necesitan libertad en áreas delimitadas y vigilancia. Un asunto
común es que los padres dejen a su hija en una determinada fiesta. Cuando se
van, ella y su grupo toman taxi y se van solas a otro lado. Luego vuelven al
lugar de la fiesta a la hora señalada por el padre y aquí nada ha pasado. Otro
caso común: «mamá, fulanita me convidó a alojar a
su casa». Los padres parten felices de fin de semana a la playa,
mientras su niñita se va a otro panorama o se queda sola en la casa con el
novio. Todo esto porque los padres no llaman a los otros padres para confirmar
la invitación, ni para dar las gracias. Además de falta de educación, los papás
no comprenden que los hijos a esta edad aún son inmaduros y muy vulnerables a
las presiones sociales. Hay que estar pendiente y ver siempre debajo del agua.
PADRES CATASTROFISTAS
Tal vez
la mejor manera de perder peso como familia sea la actitud catastrofista de los
padres. Es decir, ante algún cuento de un hijo, censurar, desesperarse y prohibir.
Lo prudente es conversar -no interrogar-, teniendo
espacios de diálogo.
Se puede
afirmar que, en general, ante una comida rica, en un ambiente grato y con unos
padres más bien callados, los hijos empiezan a soltar. «¿Te
cuento? Juan se curó el otro día en la fiesta». Si los progenitores en
vez de horrorizarse, escuchan y luego plantean un diálogo como el siguiente, la
familia empieza a tener un peso insospechado en el hijo: “¿qué piensas tú de lo que él hizo?, ¿tú tomaste?, ¿qué
piensan los hermanos de esto que pasó?». Entonces los padres con
tranquilidad dan su opinión al respecto y luego sugieren: «¿Te atreverías a decirle a Juan lo que le puede pasar si
sigue tomando?».
Una
familia potente, es aquella en la que se comentan las cosas, donde una hija piense:
sé lo que mi mamá y mi papá opinan, converso con ellos, ellos me explican y yo
puedo expresar mis puntos de vista. Entonces yo puedo influir en el grupo, me
puedo atrever. Como dice un joven de 16 años que tiene un grupo muy tomador de
tragos: «Yo salgo contigo amigo, pero yo tomo sólo
media cerveza en la noche porque tengo un compromiso con mi papá. Mi papá
confía en mí, como yo confío en que él me dejará manejar su auto a los 18».
NO INVENTE UN HIJO
IMAGINARIO
Los
padres son buenos para juzgar a los amigos de los hijos y les cuesta ver como
es el propio. Reconocen que es flojo, por ejemplo, pero que es inteligente. Los
papás, intentando que sus hijos sean seguros, les dicen: eres el mejor para el fútbol o eres la más linda de
todas. Y los niños, que son realistas, saben que no son un as del
deporte y están lejos de ser la princesita de la clase. Esa falsa autoestima
cae como naipe junto con los padres a quienes ya no se les cree. A un hijo no
se le puede mentir porque la confrontación con la realidad causará dolor y una
gran inseguridad.
La
seguridad está basada en la forma y en el fondo. La forma son cosas como la
belleza, el dinero, la casa, en fin, lo externo que es pasajero y muy agotador
de mantener. El fondo es explotar las habilidades reales que se tienen, lo que
uno es. Por ejemplo, la simpática, el que sabe contar chistes, el deportista,
la buena cocinera, el intelectual. Uno puede ser seguro en esas áreas y esa
seguridad invade toda la personalidad. Por ejemplo, como yo sé que cocino bien,
cocino para todos.
Los
papás siguen teniendo un primer plano en crear una seguridad interior fuerte en
los hijos. Algunas actitudes que refuerzan esto son:
–
Humildad. Ayudar a
que se conozcan cómo son para potenciar lo positivo.
–
Animar a desarrollar habilidades. De
pronto un hijo tenista o músico empieza a ser valorado en el curso y no es por
el instrumento o el deporte en sí, sino porque se demuestra capaz.
–
Buscar la veta compensando el aspecto más débil. Esto
significa hacerlo que sea muy bueno en algo. Por ejemplo, le gusta el fútbol,
entonces que elija: ¿quiere ser mejor en eso?, ¿o
quiere desarrollar otra cosa? Y ser responsable en lo que elija.
–
Mezclar exigencia y valoración. Una
persona que nunca se prueba porque su madre la ayuda en todo, siempre será
insegura. En cambio si tiene desafíos y los supera, su seguridad se afianzará.
A propósito, frustrarse también ayuda a crecer como ser humano.
–
Confiar en cada hijo y decírselo, para que ellos crean en sí mismos. Significa, enseñar a medirse consigo mismo, no
comparar con otros, ni etiquetar en los aspectos donde se juega la autoestima:
académico o intelectual, social y físico.
–
Mantener expectativas altas de los hijos («yo espero esto de ti») y dar razones
profundas. Por
ejemplo, si una hija no tiene interés en el estudio, un papá debe conversar con
ella: «¿qué quieres tú de la vida?», «¿no te
importa ser una persona inculta?», «¿quieres que tu novio se aburra contigo?». Hacer
ver las consecuencias de eso que está haciendo.
–
Chequear lo que se sobrevalora en una casa. Si como
padres valoramos la inteligencia por sobre todo, ¿qué
hacemos con un hijo al que le cuesta el colegio?, ¿no aceptamos menos de seis?,
¿lo sobrecargamos con clases particulares? O si sobrevaloramos la belleza; ¿qué
hacemos si tenemos un hijo que no se ajusta a lo esperado en ese plano? ¿Le
estamos diciendo permanentemente que hunda el estómago, que se peine porque
anda un desastre? Los hijos resienten esa insatisfacción de sus padres y
se rinden a ella.
Por eso,
aunque suene majadero, hay que valorar a los hijos en lo que son para darles
seguridad. Eso se llama amar. Sólo así estarán capacitados para ser valientes y
resistir con dignidad la presión del medio. Entenderá que por decir «no», no se
quedará solo, sino que será respetado porque tendrá gusto a algo. Y si su hijo
necesita un empujón para hacerlo, usted tiene que dárselo.
Como
ese adolescente de 14 años que rabiaba con su padre:
-En mi fiesta tiene que haber trago.
-Aquí no habrá trago, replicó el papá.
-Es que entonces nadie va a venir.
-Nadie vendrá entonces, sentenció el padre.
Y
vinieron todos, y fue un éxito.
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