El Papa Francisco presidió este domingo 9 de junio,
en una Plaza de San Pedro llena de fieles, la Misa de la Solemnidad de
Pentecostés.
Bajo un intenso sol que anticipaba la llegada próxima del verano en el
hemisferio norte, el Santo Padre pronunció su homilía en la que contrapuso una
vida ajena al Espíritu Santo con una vida dócil a la acción del Espíritu.
“Hoy, con las prisas que nos impone nuestro tiempo,
parece que la armonía está marginada: reclamados por todas partes, corremos el
riesgo de estallar, movidos por un continuo nerviosismo que nos hace reaccionar
mal a todo. Y se busca la solución rápida, una pastilla detrás de otra para
seguir adelante, una emoción detrás de otra para sentirse vivos. Pero lo que
necesitamos sobre todo es el Espíritu: es Él quien pone orden en el frenesí”.
A continuación, la homilía completa pronunciada por
el Papa Francisco:
Después de cincuenta días de incertidumbre para los discípulos, llegó
Pentecostés. Por una parte, Jesús había resucitado, lo habían visto y escuchado
llenos de alegría, y también habían comido con Él. Por otro lado, aún no habían
superado las dudas y los temores: estaban con las puertas cerradas (cf. Jn
20,19.26), con pocas perspectivas, incapaces de anunciar al que está Vivo.
Luego, llega el Espíritu Santo y las preocupaciones se desvanecen: ahora
los apóstoles ya no tienen miedo ni siquiera ante quien los arresta; antes
estaban preocupados por salvar sus vidas, ahora ya no tienen miedo de morir;
antes permanecían encerrados en el Cenáculo, ahora salen a anunciar a todas las
gentes.
Hasta la Ascensión de Jesús, esperaban un Reino de Dios para ellos (cf.
Hch 1,6), ahora están ansiosos por llegar hasta los confines desconocidos.
Antes no habían hablado casi nunca en público y, cuando lo habían hecho, a
menudo habían causado problemas, como Pedro negando a Jesús; ahora hablan con
parresia a todos.
La historia de los discípulos, que parecía haber llegado a su final, es
en definitiva renovada por la juventud del Espíritu: aquellos jóvenes que,
poseídos por la incertidumbre pensaban que habían llegado al final, fueron
transformados por una alegría que los hizo renacer. El Espíritu Santo hizo
esto.
El Espíritu no es, como podría parecer, algo abstracto; es la persona
más concreta, más cercana, que nos cambia la vida. ¿Cómo lo hace? Fijémonos en
los apóstoles. El Espíritu no les facilitó la vida, no realizó milagros
espectaculares, no eliminó problemas y adversarios. El Espíritu trajo a la vida
de los discípulos una armonía que les faltaba, porque Él es armonía.
Armonía dentro del hombre. Los discípulos necesitaban ser cambiados por
dentro, en sus corazones. Su historia nos dice que incluso ver al Resucitado no
es suficiente si uno no lo recibe en su corazón. No sirve de nada saber que el
Resucitado está vivo si no vivimos como resucitados.
Y es el Espíritu el que hace que Jesús viva y renazca en nosotros, el
que nos resucita por dentro. Por eso Jesús, encontrándose con los discípulos,
repite: «Paz a vosotros» (Jn 20,19.21) y les da el Espíritu. La paz no consiste
en solucionar los problemas externos —Dios no quita a los suyos las
tribulaciones y persecuciones—, sino en recibir el Espíritu Santo.
Esa paz dada a los apóstoles, esa paz que no libera de los problemas,
sino en los problemas, es ofrecida a cada uno de nosotros. Es una paz que
asemeja el corazón al mar profundo, que siempre está tranquilo, aun cuando la
superficie esté agitada por las olas.
Es una armonía tan profunda que puede transformar incluso las
persecuciones en bienaventuranzas. En cambio, cuántas veces nos quedamos en la
superficie. En lugar de buscar el Espíritu tratamos de mantenernos a flote,
pensando que todo irá mejor si se acaba ese problema, si ya no veo a esa
persona, si se mejora esa situación.
Pero eso es permanecer en la superficie: una vez que termina un
problema, vendrá otro y la inquietud volverá. El camino para tener tranquilidad
no está en alejarnos de los que piensan distinto a nosotros, no es resolviendo
el problema del momento como tendremos paz. El punto de inflexión es la paz de
Jesús, es la armonía del Espíritu.
Hoy, con las prisas que nos impone nuestro tiempo, parece que la armonía
está marginada: reclamados por todas partes, corremos el riesgo de estallar,
movidos por un continuo nerviosismo que nos hace reaccionar mal a todo. Y se
busca la solución rápida, una pastilla detrás de otra para seguir adelante, una
emoción detrás de otra para sentirse vivos. Pero lo que necesitamos sobre todo
es el Espíritu: es Él quien pone orden en el frenesí.
Él es la paz en la inquietud, la confianza en el desánimo, la alegría en
la tristeza, la juventud en la vejez, el valor en la prueba. Es Él quien, en
medio de las corrientes tormentosas de la vida, fija el ancla de la esperanza.
Es el Espíritu el que, como dice hoy san Pablo, nos impide volver a caer
en el miedo porque hace que nos sintamos hijos amados (cf. Rm 8,15). Él es el
Consolador, que nos transmite la ternura de Dios. Sin el Espíritu, la vida
cristiana está deshilachada, privada del amor que todo lo une. Sin el Espíritu,
Jesús sigue siendo un personaje del pasado, con el Espíritu es una persona viva
hoy; sin el Espíritu la Escritura es letra muerta, con el Espíritu es Palabra
de vida. Un cristianismo sin el Espíritu es un moralismo sin alegría; con el
Espíritu es vida.
El Espíritu Santo no solo trae armonía dentro, sino también fuera, entre
los hombres. Nos hace Iglesia, compone las diferentes partes en un solo
edificio armónico. San Pablo lo explica bien cuando, hablando de la Iglesia,
repite a menudo una palabra, “diversidad”:
«diversidad de carismas, diversidad de actuaciones, diversidad de ministerios»
(1 Co 12,4-6). Somos diferentes en la variedad de cualidades y dones. El
Espíritu los distribuye con imaginación, sin nivelar, sin homologar. Y a partir
de esta diversidad construye la unidad. Lo hace desde la creación, porque es un
especialista en transformar el caos en cosmos, en poner armonía.
Hoy en el mundo, las desarmonías se han convertido en verdaderas
divisiones: están los que tienen demasiado y los que no tienen nada, los que
buscan vivir cien años y los que no pueden nacer. En la era de la tecnología
estamos distanciados: más “social” pero
menos sociales.
Necesitamos el Espíritu de unidad, que nos regenere como Iglesia, como
Pueblo de Dios y como humanidad fraterna. Siempre existe la tentación de
construir “nidos”: de reunirse en torno al
propio grupo, a las propias preferencias, el igual con el igual, alérgicos a
cualquier contaminación.
Del nido a la secta, el paso es corto: ¡cuántas
veces se define la propia identidad contra alguien o contra algo! El Espíritu
Santo, en cambio, reúne a los distantes, une a los alejados, trae de vuelta a
los dispersos. Mezcla diferentes tonos en una sola armonía, porque ve sobre
todo lo bueno, mira al hombre antes que sus errores, a las personas antes que
sus acciones.
El Espíritu plasma a la Iglesia y al mundo como lugares de hijos y
hermanos. Hijos y hermanos: sustantivos que vienen
antes de cualquier otro adjetivo. Está de moda adjetivar, lamentablemente
también insultar. Podemos decir que vivimos en una cultura del adjetivo,
que olvida el sustantivo de las cosas. También en una cultura del insulto como
primera respuesta ante una opinión que no comparto. Después nos damos cuenta de
que hace daño, tanto al que es insultado como también al que insulta.
Devolviendo mal por mal, pasando de víctimas a verdugos, no se vive
bien. En cambio, el que vive según el Espíritu lleva paz donde hay discordia,
concordia donde hay conflicto. Los hombres espirituales devuelven bien por mal,
responden a la arrogancia con mansedumbre, a la malicia con bondad, al ruido
con el silencio, a las murmuraciones con la oración, al derrotismo con la
sonrisa.
Para ser espirituales, para gustar la armonía del Espíritu, debemos
poner su mirada por encima de la nuestra. Entonces todo cambia: con el Espíritu,
la Iglesia es el Pueblo santo de Dios; la misión, el contagio de la alegría;
los otros hermanos y hermanas, amados por el mismo Padre. Pero sin el Espíritu,
la Iglesia es una organización; la misión, propaganda; la comunión, un
esfuerzo.
El Espíritu es la primera y última necesidad de la Iglesia (cf. S. PABLO
VI, Audiencia general, 29 noviembre 1972). Él
«viene donde es amado, donde es invitado, donde se lo espera» (S.
BUENAVENTURA, Sermón del IV domingo después de Pascua). Recémosle todos los
días. Espíritu Santo, armonía de Dios, tú que transformas el miedo en confianza
y la clausura en don, ven a nosotros.
Danos la alegría de la resurrección, la juventud perenne del corazón.
Espíritu Santo, armonía nuestra, tú que nos haces un solo cuerpo, infunde tu paz
en la Iglesia y en el mundo. Haznos artesanos de concordia, sembradores de
bien, apóstoles de esperanza.
Redacción ACI
Prensa
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