martes, 18 de junio de 2019

DE PÁRROCAS Y PÁRROCAS


El título oficial de párroca de momento no existe, que yo sepa, aunque ya no me atrevo a afirmar nada. Yo se lo he dado siempre a esas mujeres, porque en amplísima mayoría son mujeres, que están metidas en sus parroquias colaborando con o sin comillas.
He conocido párrocas excelentes. Aún me emociono recordando a Charo, mi sacristana, mi párroca de Navalafuente, a la que dediqué un emocionado artículo cuando falleció hace ahora cuatro años. Charo era silencio, disponibilidad, entrega, confianza en la Iglesia, en su párroco, en el vicario. Una mujer que jamás hacía nada, ni cambiar un mantel o unas flores, sin preguntar. Callada y generosa. Jamás supe de muchos gastos que pagaba directamente de su bolsillo. Su casa, la casa de todos los curas de su pueblo y el entorno. En casa de Charo cualquier sacerdote sabía que podía comer, descansar, ir al baño, pedir lo que fuera.  
Lo mismo que digo de Charo, la de Navalafuente, digo de María, la de Guadalix, que afortunadamente aún vive, aunque ya no pueda dedicarse a la parroquia como antes por edad y por achaques. Disponibilidad, cariño, servicio, humildad. No me falta la llamada de María no digo en mi cumpleaños, que por supuesto, sino cuando quiere, igual que yo le llamo de cuando en cuando.
Mujeres que abrían y cerraban la iglesia, preparaban todo para las celebraciones y hasta estaban al quite si alguien decía algo del cura.
Estas son las párrocas buenas, como Felisa la de Bustarviejo o Pepita de Colmenar. Vidas entregadas generosamente al servicio de sus parroquias, de sus párrocos, de la Iglesia de Cristo en definitiva. Afortunado el sacerdote que tiene cerca una de ellas.
También existen las párrocas complicadas. Están por la iglesia, quizá tanto o más que las otras, pero no tanto al servicio cuanto al control y el mando. Son esas mujeres que hacen en el templo lo que les da la gana y pobre del cura que lleve la contraria. Son las que deciden dónde tienen que estar las flores, cómo celebrar san Roque, las que te esconden la imagen que no les gusta y colocan donde quieren las de su peculiar devoción. Ellas son las de siempre y el párroco un pobre interino del que no se fían por principio y al que no están dispuestas a consentir nada que no sea de su particular agrado. Párrocas hay que hasta controlan llaves y dinero y pretenden someter al párroco, el canónicamente nombrado, el fetén, a sus caprichos y humillaciones, porque ya es humillación que un cura, para comprar un misal, tenga que pedir permiso y dinero.
Sin llegar quizá a esos extremos, quien más y quien menos hemos tenido cerca a alguna párroca de colmillo retorcido. Sin perjuicio de lo canónicamente establecido, que creo que aún sigue vigente, he decidido declarar a Charo, la de Navalafuente, para mí una santaza, protectora y guardiana ante las malas párrocas, y le pido que nos conceda a todos fieles y santos colaboradores que, como ella, sepan estar al servicio de la Iglesia con generosidad, sin protagonismos, y siendo los últimos de los últimos.
Lo mismo son imaginaciones mías, lo mismo no, pero me barrunto que quizá algún compañero ande un tanto harto de alguna párroca no de colmillo, sino de dentadura retorcida. Pues nada, compañeros, insisto que a expensas de lo que mande la santa madre Iglesia, bien podíamos declarar a Charo, la de Navalafuente, abogada contra las malas párrocas e intercesora para conseguir excelentes colaboradores. Poco antes de morir Charo me decía: ofrecí con quince años mi vida por los sacerdotes de mi pueblo y desde el cielo quiero seguir rezando por ellos. Charo, de Navalafuente, desde el cielo, defiéndenos de las malas párrocas y pide a Dios que nos regale colaboradores según su corazón. Amén.
Jorge

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