Queridos hermanos y hermanas:
Mi estancia en Corea llega a su
fin y no puedo dejar de dar gracias a Dios por las abundantes bendiciones que
ha concedido a este querido país y, de manera especial, a la Iglesia en Corea.
Entre estas bendiciones, cuento también la experiencia vivida junto a ustedes
estos últimos días, con la participación de tantos jóvenes peregrinos,
provenientes de toda Asia. Su amor por Jesús y su entusiasmo por la propagación
del Reino son un modelo a seguir para todos.
Mi visita culmina con esta
celebración de la Misa, en la que imploramos a Dios la gracia de la paz y de la
reconciliación. Esta oración tiene una resonancia especial en la península
coreana. La Misa de hoy es sobre todo y principalmente una oración por la
reconciliación en esta familia coreana. En el Evangelio, Jesús nos habla de la
fuerza de nuestra oración cuando dos o tres nos reunimos en su nombre para
pedir algo (cf. Mt 18,19-20). ¡Cuánto más si es todo un pueblo el que
alza su sincera súplica al cielo!
La primera lectura presenta la
promesa divina de restaurar la unidad y la prosperidad de su pueblo, disperso
por la desgracia y la división. Para nosotros, como para el pueblo de Israel,
esta promesa nos llena de esperanza: apunta a un futuro que Dios está
preparando ya para nosotros. Por otra parte, esta promesa va inseparablemente
unida a un mandamiento: el mandamiento de volver a Dios y obedecer de todo
corazón a su ley (cf. Dt 30,2-3). El don divino de la reconciliación, de
la unidad y de la paz está íntimamente relacionado con la gracia de la
conversión, una transformación del corazón que puede cambiar el curso de
nuestra vida y de nuestra historia, como personas y como pueblo.
Naturalmente, en esta Misa
escuchamos esta promesa en el contexto de la experiencia histórica del pueblo
coreano, una experiencia de división y de conflicto, que dura más de sesenta
años. Pero la urgente invitación de Dios a la conversión pide también a los
seguidores de Cristo en Corea que revisen cómo es su contribución a la
construcción de una sociedad justa y humana. Pide a todos ustedes que se pregunten
hasta qué punto, individual y comunitariamente, dan testimonio de un compromiso
evangélico en favor de los más desfavorecidos, los marginados, cuantos carecen
de trabajo o no participan de la prosperidad de la mayoría. Les pide, como
cristianos y como coreanos, rechazar con firmeza una mentalidad fundada en la
sospecha, en la confrontación y la rivalidad, y promover, en cambio, una
cultura modelada por las enseñanzas del Evangelio y los más nobles valores
tradicionales del pueblo coreano.
En el Evangelio de hoy, Pedro
pregunta al Señor: «Si mi hermano me ofende, ¿cuántas veces le tengo que
perdonar? ¿Hasta siete veces?». Y el Señor le responde: «No te digo hasta siete
veces, sino hasta setenta veces siete» (Mt 18,21-22). Estas palabras son
centrales en el mensaje de reconciliación y de paz de Jesús. Obedientes a su
mandamiento, pedimos cada día a nuestro Padre del cielo que nos perdone
nuestros pecados «como también nosotros perdonamos a quienes nos ofenden». Si
no estuviésemos dispuestos a hacerlo, ¿cómo podríamos rezar sinceramente por la
paz y la reconciliación?
Jesús nos pide que creamos que el
perdón es la puerta que conduce a la reconciliación. Diciéndonos que perdonemos
a nuestros hermanos sin reservas, nos pide algo totalmente radical, pero también
nos da la gracia para hacerlo. Lo que desde un punto de vista humano parece
imposible, irrealizable y, quizás, hasta inaceptable, Jesús lo hace posible y
fructífero mediante la fuerza infinita de su cruz. La cruz de Cristo revela el
poder de Dios que supera toda división, sana cualquier herida y restablece los
lazos originarios del amor fraterno.
Éste es el mensaje que les dejo
como conclusión de mi visita a Corea. Tengan confianza en la fuerza de la cruz
de Cristo. Reciban su gracia reconciliadora en sus corazones y compártanla con
los demás. Les pido que den un testimonio convincente del mensaje reconciliador
de Cristo en sus casas, en sus comunidades y en todos los ámbitos de la vida
nacional. Espero que, en espíritu de amistad y colaboración con otros
cristianos, con los seguidores de otras religiones y con todos los hombres y
mujeres de buena voluntad, que se preocupan por el futuro de la sociedad
coreana, sean levadura del Reino de Dios en esta tierra. De este modo, nuestras
oraciones por la paz y la reconciliación llegarán a Dios desde más puros
corazones y, por un don de su gracia, alcanzarán aquel precioso bien que todos
deseamos.
Recemos para que surjan nuevas
oportunidades de diálogo, de encuentro, para que se superen las diferencias,
para que, con generosidad constante, se preste asistencia humanitaria a cuantos
pasan necesidad, y para que se extienda cada vez más la convicción de que todos
los coreanos son hermanos y hermanas, miembros de una única familia, de un solo
pueblo. Hablan el mismo idioma.
Antes de dejar Corea, quisiera
dar las gracias a la Señora Presidenta de la República, Park Geun-hye, a las
Autoridades civiles y eclesiásticas y a todos los que de una u otra forma han
contribuido a hacer posible esta visita. Especialmente, quisiera expresar mi
reconocimiento a los sacerdotes coreanos, que trabajan cada día al servicio del
Evangelio y de la edificación del Pueblo de Dios en la fe, la esperanza y la
caridad. Les pido, como embajadores de Cristo y ministros de su amor de
reconciliación (cf. 2 Co 5,18-20), que sigan creando vínculos de
respeto, confianza y armoniosa colaboración en sus parroquias, entre ustedes y
con sus obispos. Su ejemplo de amor incondicional al Señor, su fidelidad y
dedicación al ministerio, así como su compromiso de caridad en favor de cuantos
pasan necesidad, contribuyen enormemente a la obra de la reconciliación y de la
paz en este país.
Queridos hermanos y hermanas,
Dios nos llama a volver a él y a escuchar su voz, y nos promete establecer
sobre la tierra una paz y una prosperidad incluso mayor de la que conocieron
nuestros antepasados. Que los seguidores de Cristo en Corea preparen el alba de
ese nuevo día, en el que esta tierra de la mañana tranquila disfrutará de las
más ricas bendiciones divinas de armonía y de paz. Amén.
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