sábado, 30 de agosto de 2014

EL ABUSO ESPIRITUAL CARISMÁTICO...


Tengo que reconocer que cuando, últimamente, alguna persona me pregunta sobre mi "filiación" espiritual, a veces me quedo unos instantes pensando. Supongo que se trata de una reacción inconsciente, pero, por otro lado, es algo que me ha hecho meditar. ¿Por qué? Bueno, se supone que es algo que debería estar claro: desde que me convertí, me he considerado a mí mismo como "un carismático", sin entrar en mayores complicaciones.

Hoy quisiera compartir con ustedes el porqué de esa vacilación inicial. Obviamente, se trata de apreciaciones subjetivas y personales. Reconozco con toda humildad que puedo estar equivocado, pero de todas formas voy a arriesgarme a escribir lo que sigue por si puede aportarle a alguien un poco de luz.

Ya hace más de dos años del último post que publiqué sobre el tema ("miseria y grandeza del movimiento carismático": 15 -6 -12). En él intentaba hacer una aproximación sencilla acerca de las grandes aportaciones que esta corriente de espiritualidad ha ofrecido a la Iglesia, y, por otro lado, resaltaba algunos peligros de la misma que, al menos para mí, comenzaban, ya por entonces, a ser evidentes.

Sobre estos últimos, no tengo en absoluto la certeza de un cambio de tendencia: creo más bien detectar una cierta radicalización de la misma. Ya sé que no es fácil resumir en un pequeño artículo algo tan complejo, sin caer en apreciaciones tópicas o superficiales, sin embargo voy a intentar describir algunos de los puntos de la "práctica" pentecostal en la España de hoy que me parecen más preocupantes.

Ante todo ¿qué es "ser carismático" en realidad? En tiempos (hablo de hace 30 o 40 años) esta orientación o corriente consistía en una apertura a la gracia divina, básicamente a través de tres cauces principales: la insistencia en la realidad actual de los dones del espíritu Santo, un estilo de oración extremadamente desenfadado (en el que la música, el movimiento y las actitudes desinhibidas tenían una gran importancia), y, por último, cierta teología, muy insistente en temas como la gracia y la misericordia, así como en la presencia del mal y sus manifestaciones en el mundo actual.

A medida que pasa el tiempo, y quizá debido a una cierta deformación profesional, tiendo a interpretar todo el fenómeno pentecostal (tanto católico como protestante) desde una perspectiva "revivalista". El mundo evangélico anglosajón considera habitual la presencia de períodos esporádicos y especiales de fervor a lo largo del tiempo, animados por poderosas manifestaciones espirituales y con frecuencia localizados geográficamente. De ahí la relevancia otorgada al fenómeno del "avivamiento": ese lugar y momento determinado en el que dichas manifestaciones suelen tener una presencia más palpable y contundente.

Por mi parte, creo con firmeza en la existencia de ciertos momentos en la Historia en los que el Señor interviene de una manera especial, y me parece lógico que los dones extraordinarios de su Espíritu tengan en ellos un protagonismo equivalente. No obstante me parece muy problemático el deseo de "perpetuar" ese estilo de vida revivalista cuando el "kairós" ha pasado ya. ¿Por qué?, Porque la dinámica de la vida cotidiana cristiana, sencillamente no es especial. Es cierto que conozco algunas iglesias evangélicas y algunos grupos católicos que consideran que la dimensión sobrenatural, expresada a través de la vivencia de "milagros" (entendiendo por tales suspensiones momentáneas de las leyes de la naturaleza), debe ser algo común y frecuente en la vida de todo cristiano. Disiento. Y si lo hago, ¡no es porque no me gustaría que fuera así!, sino porque toda la evidencia de la tradición cristiana, la experiencia de los santos, y, en general, cuanto sabemos de teología espiritual, nos lleva por el camino contrario. Ese camino es el de la cotidianidad, el del seguimiento de Cristo... El camino de la comunidad y la Iglesia, del discipulado y el compromiso.

Cuando los discípulos se obstinan en quedarse demasiado tiempo en el Tabor, deben reconocer que, al cabo de un rato, el Señor ya no está con ellos: permanecen solos con sus ilusiones. Cuando el fenómeno carismático intenta ser institucionalizado a través de ciertas prácticas (que supuestamente producen ciertos frutos) y todo ello se sistematiza alrededor de éstas, olvidando que el don no es nunca un fin en sí mismo sino una herramienta para el crecimiento espiritual de las personas y la misión, entonces ya estamos camino del desastre.

Nunca he podido entender el porqué de la insistencia de algunos grupos carismáticos en aspectos espiritualmente irrelevantes, como el hecho de hablar en "lenguas", o la promoción de prácticas claramente desaconsejadas por la Iglesia, como el "descanso en el Espíritu" (consultar al respecto el último de los protocolos de Malinas). Me cuesta aceptar la importancia que se da a ciertas funciones secundarias, como la de la música, y la espiritualización de las mismos (a veces se habla, por ejemplo, de "canciones ungidas o no"), o la creencia, casi mágica, de que, en cualquier oración realizada por una persona, las "palabras de conocimiento" o "sabiduría" tienen que darse profusamente (cuando no se buscan abriendo repetidas veces la Biblia al azar). No puedo entender el empeño en obtener sanidad física y espiritual como algo sistemático cada vez que se reza por alguien, o que a veces se busquen explicaciones disparatadas para no aceptar lo evidente: que la mayoría de las veces, tanto ahora como en los tiempos de Jesús, la gente no se cura sobrenaturalmente de sus dolencias.

Considero un abuso la espiritualización de toda realidad, la exageración de la presencia de realidades negativas o malignas, la falta de conocimiento o el desdén por las ciencias médicas y psicológicas profesionales, y, sobre todo la carencia, observada algunas veces, del más mínimo sentido común teológico. Considero incorrecto que una persona pueda liderar cualquier grupo de oración (con las prerrogativas sobre la vida cristiana de las personas que eso conlleva) sin una mínima formación humana y teológica, sin el designio y el contacto más o menos frecuente con el obispo, fuente y referente de toda comunión eclesial.

Y es que, tanto en la sala teología como en el recurso frecuente al Magisterio de la Iglesia se halla el mejor antídoto contra todo tipo de abusos, no solamente en relación con el movimiento carismático, sino de cualquier otra corriente espiritual católica. La tentación a vencer es, precisamente, la del "unilateralismo", ese error que el apóstol Pablo condena tan vehementemente en sus dos cartas a los Corintios. "El agua es para las flores": los dones son para la construcción de la comunidad y para la misión. El cultivo de los carismas sin su aplicación constante a aquellos aspectos que verdaderamente favorecen el crecimiento espiritual de las personas, como el discipulado y el servicio a los demás, siempre termina por producir situaciones anómalas: la historia de la Iglesia ofrece múltiples y lastimosos ejemplos de las mismas.

Un último abuso a evitar: el sentimentalismo. Es evidente que los hombres y las mujeres somos seres con y de sentimientos. No hay nada malo en ellos de por sí. El problema estriba cuando dichos sentimientos, o sensaciones, se hacen los dueños de la vida espiritual y fraternal, es decir de la relación con Dios y con los hermanos. Cuando esto sucede el fruto es inevitablemente el desengaño; la vivencia del Evangelio es una realidad hecha de decisiones y no de "sensaciones".

Recuerdo una ocasión en la que un sacerdote amigo expresó una dura opinión refiriéndose a un determinado grupo carismático: "como no quieren ocuparse de los pobres, buscan experiencias pseudo-espirituales cada vez más sofisticadas". A simple vista, una afirmación semejante puede parecer el típico prejuicio de un cristiano "social" a realidades que no entiende. Pero, conociendo el caso, debo concederle una buena parte de razón. Es cierto que una idea de la gracia y de la gratuidad malentendidas siempre nos permitirán justificarlo todo o casi todo. También lo es, sin embargo, que la palabra de Dios se muestra tajante en cuanto al compromiso, especialmente con los más desfavorecidos.

Por todo eso, cuando alguien me pregunta "si soy carismático", tras el momento de vacilación referido al comenzar este artículo, mi respuesta es "sí". Sí, soy carismático como estoy seguro que lo fue Santa Teresa de Jesús, como lo fueron San Francisco, Ignacio de Loyola o el cardenal Suenens. Creo firmemente en la realidad y presencia permanente en la Iglesia de todos los dones del espíritu Santo, tal y como narran las Escrituras (y acepto hasta la última coma de cuanto he leído en los protocolos de Malinas). Si, por el contrario, lo que se espera de mi es el asentimiento o aprobación de una subcultura determinada, de esa concepción particular de la realidad pentecostal católica a la que he hecho referencia en las líneas que anteceden, entonces tengo que decir humildemente que "no". Así yo no puedo ser carismático, y lo digo porque estos fallos pueden darse en cualquier grupo o comunidad: ¡yo mismo los he cometido repetidas veces!

Por eso quiero terminar con esperanza, simplemente porque es lo que tengo en mi corazón. Puede que sea ingenuo, pero estoy convencido de que el caudal inmenso de riqueza que la experiencia pentecostal ha aportado a millones de personas está lejos de decir su última palabra: ahora es tiempo de cambiar y de crecer, de orar y de discernir.

Le pido al Espíritu Santo por líderes que sepan gestionar la herencia y dirigir los cambios: el futuro de la Nueva Evangelización en España está altamente involucrado en todo este proceso.

Un abrazo a todos.

Josue Fonseca

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